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RESUMEN:

Es de ley reconocer que tuvo momentos interesantes, emoción en sus justas dosis y algún destello aislado de brillantez, pero es algo comúnmente aceptado que el Campeonato del Mundo de Italia 1990 deparó un paupérrimo espectáculo futbolístico, consecuencia sin duda del rumbo tomado por el deporte rey durante la década de los ochenta. Con honrosas

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Las reglas experimentales de los 90: el fútbol que estuvo a punto de ser

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Es de ley reconocer que tuvo momentos interesantes, emoción en sus justas dosis y algún destello aislado de brillantez, pero es algo comúnmente aceptado que el Campeonato del Mundo de Italia 1990 deparó un paupérrimo espectáculo futbolístico, consecuencia sin duda del rumbo tomado por el deporte rey durante la década de los ochenta. Con honrosas excepciones, los planteamientos eminentemente defensivos basados en la potencia física, los marcajes pegajosos (cuando no directamente violentos) y el encorsetamiento táctico estaban a la orden del día; la figura del hombre libre, muy habitual en aquellos años, reflejaba a la perfección el cambio de tendencia que se había producido a lo largo de la década anterior en la concepción global del juego: el líbero había perdido su función ofensiva de los años setenta para limitarse a ser un mero corrector de los desajustes defensivos de sus compañeros. Por otro lado, el considerado mejor equipo del momento, el AC Milan de Arrigo Sacchi, basaba su éxito en una asfixiante presión y en una ejecución magistral de la trampa del fuera de juego a partir de las cuales se edificaba su, por otra parte, portentoso juego de ataque. Pero, pese a los esfuerzos didácticos del entrenador milanista, para la mayoría de aficionados la táctica del fuera de juego era sinónimo de destrucción, pues comprimía a veinte jugadores en pocos metros en torno al centro del campo y plagaba el juego de interrupciones. Además, empezaba a extenderse peligrosamente por toda Europa: como todo lo que triunfa tiende a ser imitado, las tácticas de Sacchi eran recogidas por otros muchos entrenadores que, sin los mimbres de que disponía el italiano y con una idea menos completa y desarrollada que la original, intentaban aplicar en sus equipos algunos de esos conceptos en busca de una mayor solidez defensiva, buscando antes el cero en la portería propia que el gol en la contraria.

Las pérdidas deliberadas de tiempo eran otro gran problema. Si bien los colegiados ya amonestaban al jugador que demoraba en exceso un saque de banda o de falta, todavía no tenían medios para luchar efectivamente contra, por ejemplo, las lesiones fingidas y los tratamientos médicos que se aplicaban sobre el propio terreno de juego. Pero quizás lo peor de todo fuera esa práctica tan común de hacer correr el reloj sin que ocurriera absolutamente nada y que tenía como protagonistas a los porteros. Los guardametas podían recoger el balón con sus manos tantas veces como quisieran y por eso no era extraño verlos hacer una parada, caminar los cuatro pasos que entonces se les permitía dar, echar el balón al suelo, conducirlo por el área y volver a cogerlo cuando algún delantero se les acercaba. Y también era más que frecuente que, en cuanto el marcador era favorable, defensas y portero se dedicasen a pasarse el balón tranquilamente, a escasa distancia para no errar el pase y siempre en condiciones de que el cancerbero pudiera atrapar la bola en la seguridad de sus manos. El portero se la daba al defensa, que se la devolvía; el guardameta recogía el balón y o bien se la devolvía al defensa o bien la conducía por el área, la volvía a coger y se la pasaba a otro compañero para desesperación de público y rivales y sin que el árbitro pudiera hacer nada, pues reglamentariamente el balón se mantenía siempre en juego. Según palabras del entonces secretario general de la FIFA, Joseph Blatter (MD, 18/08/92), un estudio durante ese Mundial de Italia 1990 cifró el promedio de tiempo que cada portero retenía el balón sin jugarlo en dos minutos y medio por partido; si tenemos en cuenta que, antes y ahora, el tiempo efectivo de juego por partido suele rondar por término medio los cincuenta y cinco minutos, nos encontramos con que en muchos partidos se disputaban realmente menos de la mitad de los noventa reglamentarios.

El resultado de estas y otras tácticas conservadoras fue que en Italia’90 la media anotadora fue de 2’21 goles por partido, la más baja de todas las ediciones mundialistas disputadas hasta entonces, y eso hizo que la FIFA, que al parecer ya llevaba pensando en actuar sobre el asunto desde España’82, se decidiera a mover ficha. El 28 de junio de 1990, en plena disputa del Mundial de Italia y a propuesta de la Federación Escocesa, la International Board aprobaba un ligero cambio en la norma del fuera de juego: desde el inicio de la siguiente temporada ya no se señalaría infracción si el atacante destinatario del pase estaba en línea con el penúltimo defensor. La revisión de la Regla nº XI, sin duda la que más quebraderos de cabeza ha dado a árbitros, jugadores, entrenadores y aficionados de todo el mundo a lo largo de los 150 años de historia de este deporte (y, al mismo tiempo, la que más contribuyó a su desarrollo táctico en el siglo XX), pretendía incrementar el número de ocasiones de gol al habilitar situaciones que hasta ese momento eran ilegales. No fue la única novedad introducida en el reglamento: aquel mismo día se oficializaba también la obligación de los árbitros de mostrar tarjeta roja directa al jugador que cortase una ocasión de gol mediante un derribo o agarrón por detrás. Esta última medida ya se estaba aplicando en la cita italiana, en la que, por otra parte, la labor arbitral estaba siendo muy controvertida: las cámaras de televisión dejaron en evidencia la pésima vista de demasiados colegiados y la FIFA decidió cambiar los criterios de selección y formación de los equipos arbitrales de cara a 1994, fomentando además la especialización de los jueces de línea.

El inicio de la persecución al juego violento y la enésima variación de la regla del fuera de juego fueron, por tanto, el primer paso hacia un nuevo fútbol. Sin embargo, aquel era todavía un paso muy corto, casi tanto como el que magistralmente ejecutaban Franco Baresi y sus compañeros de la zaga rossonera para anular a los delanteros rivales. Y era corto sobre todo porque, además de la lógica preocupación deportiva por el rumbo general tomado por el fútbol, la necesidad de mejorar el espectáculo balompédico surgía de una poderosa razón económica que empezaba a inquietar a los dirigentes de la FIFA. Si el fútbol no incrementaba su atractivo ofensivo iba a ser difícil que el poco entendido público de Estados Unidos mostrara interés en la cita mundialista de 1994 y, en ese caso, el problema no iba a ser tanto el enorme fracaso comercial del campeonato en sí como su presumible consecuencia posterior: el gigantesco mercado estadounidense quedaría definitivamente vedado para el soccer. Hacían falta nuevas ideas y por ello el Comité Ejecutivo de la FIFA, en su reunión del 13 de diciembre de 1990, anunció la creación de un grupo especial de trabajo para analizar la posible introducción de reformas en el juego. Dicho grupo trabajaría en paralelo con una remozada comisión arbitral de cara a que la International Board, el único organismo con capacidad para reformar el reglamento, tomara las decisiones más adecuadas para que el fútbol evolucionara hacia parámetros más atractivos para el espectador. Así surgió la Task Force «Fútbol 2000», un foro en el que futbolistas, entrenadores, árbitros, directivos y periodistas de todo el mundo intercambiaban opiniones y aportaban y estudiaban propuestas de cambios normativos. Bajo la tutela de Joseph Blatter, nombres como los de Hugo Sánchez, Michel Platini, Ruud Gullit, Arrigo Sacchi, Zvonimir Boban, Carlos Alberto Parreira, Marco Tardelli, Franz Beckenbauer, Thomas Ravelli, Dunga o Josep Lluís Núñez (el entonces presidente del F.C. Barcelona) acudían periódicamente a diversos congresos y reuniones para discutir sobre posibles mejoras del reglamento.

De aquella tormenta de ideas salieron más de setecientas sugerencias, muchas de las cuales fueron catalogadas directamente como absurdas; algunas quedaron aparcadas tras su correspondiente fase de estudio (como las de agrandar las porterías, dividir los partidos en cuartos o reducir los equipos a diez jugadores), mientras que otras se acabarían implantando sin demasiado revuelo, como la de poner el nombre de los jugadores en las camisetas, permitir que el portero pudiera moverse sobre la línea de gol en los lanzamientos de penalti, aumentar a tres el número permitido de cambios, delimitar un área técnica en torno a los banquillos, crear la figura del cuarto árbitro o castigar con más severidad las entradas por detrás. Esos cambios relativamente menores (aunque algunos de gran importancia, como el de las tres sustituciones o la apuesta decidida por erradicar el juego violento a base de tarjetas) se introdujeron directamente en el fútbol profesional sin demasiadas probaturas, pero había otras ideas que por su potencial revolucionario requerían de una cierta experimentación práctica antes de ser incluidas definitivamente en el reglamento oficial del fútbol.

Y así fue como los campeonatos mundiales de categorías inferiores surgidos a finales de los setenta y principios de los ochenta, y que hasta entonces sólo servían para promocionar el fútbol base y hacer que los jóvenes proyectos de estrellas acumularan experiencia internacional, se convirtieron durante la primera mitad de los noventa en el banco de pruebas preferido de la FIFA y la International Board. Como en todo experimento, hubo algún que otro éxito y numerosos fracasos; algunas normas se desecharon tras un único torneo y otras requirieron un par de citas para terminar de demostrar su ineficacia, pero todas pusieron en serias dificultades a unos chavales que, generalmente, apenas tenían tiempo para acostumbrarse a los inventos reglamentarios antes de iniciar la pelea por nada más y nada menos que un título mundial. Cierto es que experimentar primero con los más jóvenes no era nada nuevo: antes de la creación de los torneos oficiales organizados por la FIFA, citas como la Copa Príncipe Alberto (torneo para selecciones juveniles disputado en Montecarlo entre 1971 y 1985 en honor del entonces heredero monegasco) ya habían sido utilizadas para probar innovaciones en el reglamento, algunas de las cuales se retomarían en los años noventa. Desde mediados de los setenta, en el estadio Luis II se vieron expulsiones temporales de diez minutos por cada tarjeta amarilla, mini-córners lanzados desde la intersección de la línea del área grande con la de fondo, muerte súbita en las prórrogas, tiros libres directos sin barrera o saques de banda con el pie, pero una cosa es un trofeo amistoso y otra muy distinta un Campeonato del Mundo. Un Mundial de categoría inferior, de acuerdo, pero un Mundial al fin y al cabo, la única oportunidad para muchos jóvenes futbolistas de participar en un torneo de tal calibre. Mientras se desoían las sugerencias para mejorar los propios campeonatos juveniles (como la de introducir más de un día de descanso entre partido y partido, por ejemplo), los muchachos se convirtieron en cobayas para mejorar ese fútbol profesional al que muchos de ellos jamás llegarían; un fútbol que, de haber adoptado todas las normas testadas en esos campeonatos, sería hoy muy diferente del deporte que conocemos.

Sólo hay que pensar en el enorme impacto que ha tenido en el fútbol moderno la única gran aportación de todo ese proceso reformador de los años noventa: la introducción en el reglamento de la norma de la cesión voluntaria al portero, que castiga con libre indirecto al guardameta que recoja con sus manos un pase voluntario de un compañero realizado con el pie. Esta regla se experimentó por primera vez en el primer campeonato usado como laboratorio, el Mundial sub’17 de 1991, celebrado entre el 16 y el 31 de agosto de aquel año también en Italia (en realidad la sede designada originalmente había sido Ecuador, pero una epidemia de cólera en Sudamérica obligó a trasladar el torneo a Europa). Se produjo algún despiste propiciado por la novedad y por la tierna edad de los jugadores, pero en general la experiencia fue bastante positiva y la International Board no dejó pasar ni un año para incluir la nueva norma en el reglamento. Lo hizo en su reunión del 30 de mayo de 1992, disponiendo su entrada en vigor justo para el comienzo del torneo de fútbol de los Juegos Olímpicos de Barcelona, y los resultados tampoco se hicieron esperar demasiado: sancionar con libre indirecto las cesiones voluntarias no sólo produjo una notoria dinamización del ritmo de juego al imposibilitar las pérdidas de tiempo de los porteros, sino que favoreció los mecanismos de presión adelantada, potenció el desarrollo técnico de los defensas (que ante la presión rival ya no podían limitarse a pegar un pelotazo hacia atrás para que su portero lo recogiera) y dio origen a una nueva concepción del puesto de guardameta, que pasaba definitivamente a ser el primer atacante del equipo y un futbolista más en el que apoyar el juego. Muchos porteros de la vieja escuela sufrieron para adaptarse al cambio, pero pronto surgieron jóvenes valores como el neerlandés Edwin van der Saar o, dentro de nuestras fronteras, el valenciano José Francisco Molina, que por sus condiciones técnicas e importancia táctica en sus respectivos conjuntos se convirtieron en figuras referentes de este nuevo fútbol.

Sin embargo, el resto de ocurrencias discutidas en el seno de la Task Force Fútbol 2000 y puestas a prueba en los Mundiales juveniles no tuvieron tanto éxito. La primera medida experimental (y fracasada) que cabe destacar se probó también en el Mundial sub’17 de 1991 y estaba relacionada, cómo no, con el fuera de juego, que entonces parecía ser una de las fijaciones de la FIFA. Desde 1907 la regla del off-side se aplica a partir de la línea medular, pero en aquel Mundial se limitó su aplicación a los últimos 16’5 metros de cada campo; es decir, sólo existiría el fuera de juego desde la altura del área grande, cuya línea frontal se prolongó hasta las bandas para delimitar visualmente la nueva zona en la que existía la infracción. Curiosamente, o quizás no tanto, el primer experimento similar se había producido en 1973 en Estados Unidos, el país cuyo mercado ahora se pretendía conquistar, cuando la peculiar y extinta NASL trazó una línea del fuera de juego a 35 yardas de cada portería. En aquel entonces la FIFA se había posicionado en contra del invento y llegó a amenazar a la NASL con retirarle su reconocimiento, pero finalmente optó por hacer la vista gorda porque la repercusión de la norma en el juego fue bastante limitada. Las defensas que en un principio decidieron adelantarse hasta esa altura fueron duramente castigadas por avispados delanteros a la caza de algún pelotazo a la espalda de los centrales; sin la sofisticada presión ideada una década después por Sacchi, treinta y dos metros libres eran demasiados para jugárselos a la carrera con los puntas, así que los equipos estadounidenses no tardaron en olvidarse de esa línea para montar sus sistemas defensivos y volvieron a tácticas más tradicionales. Al final, el principal uso que se dio a aquella nueva línea pintada sobre los campos norteamericanos fue la de servir como punto de partida de los lanzadores en los peculiares shoot-outs establecidos para deshacer los empates, en los que cada jugador disponía de cinco segundos para superar al portero rival en un mano a mano.

Pero en la prueba que la FIFA hizo en el Mundial sub’17 de 1991 la distancia desde la línea del fuera de juego hasta la portería era casi la mitad que en la vieja NASL, así que el problema fue otro. Como observador del campeonato y miembro de la Task Force Fútbol 2000, Arrigo Sacchi se tiraba de los pelos (metafóricamente hablando, claro) ante la obtusa mentalidad de quien había ideado la norma para castigar el uso presuntamente defensivo de su afamada táctica: «Los técnicos que tenemos una concepción moderna del fútbol usamos la táctica del fuera de juego como arma ofensiva, porque ello te obliga a atacar y defender con los once jugadores. Con esta regla lo que lograrán es que se coloquen dos líneas defensivas a 16 metros del portero, lo que hará el juego más aburrido» (MD, 30/08/1991). Y lo cierto es que el maestro italiano tenía razón. Se suponía que al retrasar y reducir la zona de aplicación del off-side se producirían menos interrupciones y se generarían más ocasiones porque el balón podría llegar más veces a las inmediaciones del área; sin embargo, la experiencia de ese Mundial sub’17 no fue nada satisfactoria. Según consta en Informe Técnico del propio campeonato, ninguna selección halló rivales dispuestos a disputar amistosos bajo las reglas experimentales, así que los entrenadores se plantaron en Italia sin haber desarrollado soluciones tácticas pensadas expresamente para la nueva norma. Aunque los equipos no fijaron a sus delanteros cerca de la línea para obligar a la defensa rival a quedarse tan retrasada, el temor a que los puntas se situaran legalmente entre la espalda de los centrales y la portería llevó a la mayoría de selecciones a replegarse en torno a la frontal de su área en cuanto perdían el balón.

De ese modo, cuando un equipo recuperaba la posesión sus centrocampistas veían cómo la zaga rival, en lugar de salir a presionar achicando espacios como era habitual, reculaba casi hasta su área para no verse cazada por un pase en profundidad, así que en las transiciones defensa-ataque el centro del campo se convertía en una larguísima pradera en la que no existía más oposición que la que fueran capaces de presentar los mediocentros del equipo contrario. Una escasa resistencia que era relativamente fácil de superar a base de conducciones y pura potencia física: nunca el concepto de jugador «box to box» estuvo mejor empleado que en aquel Mundial juvenil. En definitiva, los equipos se partían con más facilidad de la ya habitual en los conjuntos sub’17 y las ocasiones tampoco aumentaron de forma significativa, puesto que al final en la mayoría de los ataques los delanteros tenían poco recorrido para buscar el desmarque y, con las defensas tan hundidas, hacía falta mucha paciencia, coordinación y precisión en el pase para generar una situación clara de gol. Algunos seleccionadores incluso llegaron a culpar al desbarajuste táctico provocado por la norma experimental el mal papel de sus equipos en el torneo; no fue el caso de España, que llegó a la final y la perdió contra una selección de Ghana sospechosamente madura para estar compuesta por jugadores de entre 14 y 17 años. Pero ésa es otra historia.

La idea de la línea del fuera de juego quedó definitivamente desechada tras el descafeinado amistoso (pobre juego, pésima entrada y un Johan Cruyff que ni siquiera quiso sentarse en el banquillo blaugrana) que F.C. Barcelona y Real Madrid disputaron en el Camp Nou el 11 de septiembre de aquel 1991, en el marco del «Desafío» entre ambos clubes auspiciado por Canal +, y que hasta la fecha es el último encuentro no oficial celebrado entre ambos gigantes. El partido se jugó con las normas del Mundial sub’17 que había terminado unos días antes y los profesionales lo tuvieron claro: sin cesiones el fútbol era mucho más fluido, pero la línea del fuera de juego era tan absurda que renegó de ella incluso Julio Salinas, el delantero que por sus características físicas mejor pareció entender las posibilidades que le brindaba la nueva norma (podía actuar casi como un pivote de balonmano para fijar a los centrales en la línea y descargar para compañeros que llegaban desde atrás). Jugadores y entrenadores de uno y otro equipo coincidieron en señalar que no contribuía en absoluto a mejorar el espectáculo ofensivo y requería de los centrocampistas, obligados a recorrer continuamente arriba y abajo los más de sesenta metros entre las áreas, el esfuerzo físico de auténticos maratonianos. La conclusión general fue que así sería imposible jugar dos o tres partidos a la semana; a los adolescentes que habían disputado en Italia seis encuentros en catorce días no les preguntó nadie. En cualquier caso, la FIFA tomó nota y desde entonces la línea del fuera de juego ya sólo se pinta en los campos de fútbol siete.

Uno de los temas recurrentes en las reuniones de la Task Force Fútbol 2000 (junto con el de las expulsiones temporales y los cambios ilimitados, medidas que nunca llegaron a ponerse en práctica esos años pese a la insistencia de sus defensores) era la reforma de los sistemas de desempate: muchos consideraban que las tandas de penaltis suponían un estímulo para que los conjuntos defensivos se metieran atrás en el tiempo extra con el objetivo de jugárselo todo en una tanda en la que partían con el 50% de posibilidades de ganar. En la memoria de todos estaban las dos semifinales de Italia’90, resueltas desde los once metros, e incluso el técnico que llevó al Estrella Roja a conquistar su recordada Copa de Europa en 1991, Ljupko Petrovic, había reconocido que su única prioridad en la prórroga de aquella final había sido intentar llegar a los penaltis. Se planteó seriamente la posibilidad de utilizar las estadísticas de saques de esquina o de tarjetas amarillas como criterios para resolver los empates en favor del equipo que más ambición ofensiva hubiera mostrado, hubo quien propuso la descabellada idea de reducir paulatinamente el número de jugadores en las prórrogas para abrir espacios y algunos, como Johan Cruyff, abogaron incluso por retomar el invento de la NASL para eliminar las prórrogas y sustituir los penaltis por acciones de uno contra uno. Finalmente se optó por adaptar el viejo concepto de prórroga tomado de la antiquísima Cromwell Cup disputada en Sheffield en 1868 y en la que, al terminar el tiempo reglamentario de la final en empate, se acordó finalizar el partido en cuanto alguien marcara. El sistema se había usado en varias competiciones de la primera mitad del siglo XX y se retomó, como ocurriera en la Copa Príncipe Alberto que la selección española sub’18 ganó en 1975, limitado a los treinta minutos de la prórroga reglamentaria y no como en los viejos tiempos, en los que no solía haber ninguna duración máxima estipulada. Pero lo cierto era que, a comienzos de los años noventa, mucha gente del mundo del fútbol entendía que, más que un retorno a los orígenes del balompié, se trataba de un nuevo guiño para atraer al poco entendido público estadounidense al Mundial de 1994: al fin y al cabo, las ligas norteamericanas de hockey sobre hielo y fútbol americano también resolvían sus tiempos extras en el momento en que un equipo lograba anotar.

En esta ocasión fue la UEFA quien tomó la delantera innovadora. La entonces llamada «muerte súbita» se aplicó por primera vez en un torneo internacional oficial en el verano de 1992, en la fase final del Europeo sub’18 disputada en Alemania, y hubo que esperar hasta la final del campeonato, disputada en la localidad bávara de Bayreuth el 25 de julio de 1992, para ver su primera puesta en escena: en el minuto 9 de la prórroga Turquía anotaba el 2-1 con el que derrotaba a Portugal (NOTA: si hacemos caso de varios artículos turcos que rememoran el torneo fue Tarkan Alkan quien marcó en la prórroga y no Mustafa Kocabey, como figura en la versión inglesa de la web de la UEFA -no siempre del todo fiable- y en otras bases de datos consultadas, como la de RSSSF). La International Board aprobó este sistema de desempate a finales de febrero de 1993 con carácter experimental, aunque ya meses antes Sepp Blatter aclaraba que sería demasiado prematuro usarla en el Mundial de 1994. Pero sí se probó en el Mundial sub’20 de Australia, que arrancó sólo una semana después de la decisión de la IFAB y en el que el jugador local Anthony Carbone tuvo el honor de pasar a la historia como el autor del primer tanto decisivo en un torneo FIFA. Carbone, centrocampista que formó parte de las categorías inferiores del Nottingham Forest pero que luego desarrollaría su carrera profesional en su país natal, marcó de cabeza en el minuto 99 el gol que les daba a los «socceroos» la victoria por 2-1 en su duelo de cuartos de final contra Uruguay, en partido disputado en Brisbane el 13 de marzo de 1993.

En aquel Mundial sub’20 sólo llegó a la prórroga otro partido: el choque entre Inglaterra y México también de cuartos de final y que acabaron llevándose los ingleses en la tanda de penaltis; nadie tuvo claro si la actitud eminentemente defensiva mostrada por británicos y mexicanos en el tiempo suplementario se debió a la nueva norma o fue una simple prolongación de lo visto en los primeros noventa minutos. Durante la primavera de 1993 la UEFA siguió usando el sistema en su Europeo sub’16, en el que hubo tres prórrogas y sólo una se resolvió antes de los penaltis (victoria de Polonia ante Francia en semifinales); además, la J-League japonesa, inaugurada en mayo de ese año y que no contemplaba la posibilidad de que sus partidos acabaran en empate, también implantó la muerte súbita como forma de resolver esos duelos, y la Confederación de Norte y Centroamérica (CONCACAF) fue la primera en experimentarla en encuentros de selecciones absolutas: el 22 de julio de 1993, en partido de semifinales de la Copa de Oro disputado en Dallas, el estadounidense Cle Kooiman dio a su equipo el pase a la final con un gol a Costa Rica en el minuto 103.

Pero tras los primeros meses seguía sin haber unanimidad sobre el efecto real que la nueva norma producía en el desarrollo de los partidos y sus tiempos suplementarios: aparte de para incrementar la tensión de jugadores y público, ¿servía para que los equipos atacaran más o todo lo contrario? Nadie era capaz de responder de forma taxativa. En el posterior Mundial sub’17, celebrado en agosto en Japón, tan solo hubo ocasión de ponerla en práctica una vez más (nuevamente en un partido de cuartos y con Australia como protagonista, aunque esta vez quien marcó fue su rival, la selección de Ghana) y la única conclusión definitiva de las pruebas de 1993 fue que a la «muerte súbita» debía cambiársele el nombre por uno con menos connotaciones funestas. La regla del «gol de oro», ya con esa denominación, fue adoptada definitivamente tras el Mundial de Estados Unidos y se modificó tras el de Corea del Sur y Japón en 2002 para convertirla en la regla del «gol de plata»: en caso de gol la prórroga proseguía hasta llegar al término del periodo en el que se hubiera marcado y, de no haber entonces empate, se daba por finalizado el partido. No obstante, diez años después de su implantación la corriente mayoritaria de opinión ya estaba claramente en su contra, por lo que finalmente fue eliminada de las competiciones internacionales en el verano de 2004, después de la Eurocopa de Portugal, volviéndose al mecanismo tradicional de treinta minutos de prórroga y penaltis.

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Una vida más efímera tuvo la otra gran idea que se probó en 1993. Cuando en 2009 Arsène Wenger sugirió que, en vista de lo que hacía el hoy recientemente retirado Rory Delap en el Stoke City, sería mejor que se dejara sacar de banda con el pie, puede que el entrenador alsaciano del Arsenal tuviera en su cabeza la medida que, junto con la muerte súbita, fue anunciada en la semana previa al Mundial sub’20 de 1993. Porque se trataba exactamente de eso: de efectuar los saques de banda con el pie. Según los teóricos detrás del invento, no tenía sentido que los saques laterales se hicieran con la mano cuando absolutamente todas las demás reanudaciones del juego se realizaban con el pie: el fútbol no tenía por qué seguir siendo el único deporte que obligaba a usar en una acción concreta una parte del cuerpo prohibida para el resto de situaciones. Nuevamente se trataba de una vuelta a los orígenes del fútbol (y a algo probado en los setenta en Montecarlo), pues la obligación de sacar con las manos no había aparecido en el reglamento hasta 1882. El nuevo sistema prácticamente convertía los saques de banda en libres indirectos, ya que obligaba a los rivales a situarse a una distancia de al menos 9’15 metros del punto desde el que se efectuara el saque e impedía que se pudiera anotar gol de manera directa, aunque seguiría sin existir fuera de juego tras un saque lateral. Para los expertos designados por la FIFA para redactar el Informe Técnico del Mundial sub’17 de 1993, primer torneo FIFA en el que se probó, los resultados del experimento fueron muy positivos: la consecuencia más obvia fueron los cuatro goles que se anotaron en el torneo en acciones de saque de banda (la misma cantidad que en lanzamientos de esquina), cuando en el Mundial sub’20 de Australia, sacando con las manos, sólo se había logrado un tanto a raíz de un saque lateral. Pero la influencia de la norma en el juego no acababa ahí.

Por un lado se observaba que porteros y defensas intentaban evitar los despejes sin sentido para no conceder un saque de banda en una zona cercana al área, lo cual era destacado como un aspecto positivo pues redundaba en un mayor tiempo de juego efectivo y a la larga debería contribuir a mejorar el nivel técnico de los defensores. Al mismo tiempo, los equipos intentaban adentrarse en campo rival con más ahínco con la esperanza de poder forzar un lanzamiento lateral del que surgiera una ocasión, lo que se interpretaba como una mayor tendencia ofensiva, algo que siempre complacía a la FIFA. La parte negativa del experimento venía dada por el tiempo que se perdía en algunos lanzamientos, pues obviamente los que se producían en zonas de peligro eran botados por el especialista a balón parado del equipo y éste necesitaba unos cuantos segundos para llegar a la posición, colocar el balón, pedir que los rivales se colocaran a la distancia reglamentaria y efectuar el saque. En todo caso, los técnicos de la FIFA consideraban que el colegiado ya tenía mecanismos para evitar las demoras innecesarias y además sugerían posibles soluciones a ese problema, como la de obligar a sacar de banda al jugador que estuviera más cerca del lugar por el que hubiese salido el balón.

Sin embargo, pese a la interpretación mayoritariamente positiva de esos expertos, en el seno de la Task Force Fútbol 2000 no acababan de estar convencidos de la idoneidad de la norma: los equipos profesionales, formados por jugadores adultos y con mayor potencia física que quienes habían disputado ese Mundial sub’17, podían sucumbir fácilmente a la tentación de colgar balones al área rival prácticamente desde cualquier posición aprovechando la inexistencia del fuera de juego, y el fútbol corría el riesgo de acabar convirtiéndose en un triste espectáculo de pelotazos largos en busca de un cabezazo o un rebote afortunado. Aunque su introducción en el Mundial de Estados Unidos estaba descartada de antemano, la FIFA parecía firmemente decidida a implementar los saques de banda con el pie en el año 1996, así que durante la temporada 1994/1995 se realizó el experimento definitivo en las segundas divisiones de Bélgica y Hungría y en la Isthmian League (una de las divisiones regionales inglesas, llamada entonces Diadora League por cuestiones de patrocinio). La única novedad con respecto a la prueba del Mundial sub’17 era que se mantenía la opción de sacar con la mano: cada jugador podría elegir qué tipo de lanzamiento realizar en cada momento, aunque quien fuera a sacar con el pie debería alzar un brazo para indicarlo. Observando hoy vídeos de aquellos partidos cabe reconocer que los saques con el pie dan sensación de mayor continuidad en el juego (especialmente los realizados en corto, pues facilitaban sobremanera el control de balón del receptor), pero los temores sobre la proliferación de los balones colgados se confirmaron en las tres ligas y la idea acabó siendo rechazada.

Tras el fracaso de los saques de banda con el pie la necesidad de probar nuevas reglas pareció diluirse. Una vez pasado el Mundial de Estados Unidos, la última gran prueba de novedades normativas fue la que se llevó a cabo en el Mundial femenino de Suecia 1995. Era el segundo Campeonato del Mundo oficial para selecciones absolutas femeninas y la escasa profesionalización del fútbol femenino lo convertía, a ojos de la FIFA, en otro laboratorio ideal para sus experimentos. En aquella ocasión se trató de probar los tiempos muertos técnicos: cada seleccionador o seleccionadora podría pedir dos recesos de dos minutos de duración a lo largo del partido para dar instrucciones a sus jugadoras. No tuvieron demasiado éxito: muchos equipos no hicieron uso de este nuevo derecho y, aún así, a mitad del campeonato hubo que refinar la norma para que no se utilizara en perjuicio del rival y sólo pudiera pedirse tiempo muerto cuando se tuviera un saque de banda o de puerta a favor. Nuevamente un solo torneo bastó para desechar la idea; desde entonces los tiempos muertos sólo han aparecido puntualmente en determinados torneos disputados bajo condiciones excesivas de calor (como el Europeo sub’19 de Austria en 2007), algo que precisamente parece que volverá a ocurrir en el próximo Campeonato del Mundo de Brasil 2014.

Al final, las únicas novedades incluidas en el reglamento de Estados Unidos 1994 fueron la concesión de tres puntos por victoria en la fase de grupos y la posibilidad de realizar un tercer cambio si el portero resultaba lesionado tras haber agotado las dos sustituciones ordinarias, medidas que se aplicaron directamente sin probarse antes en torneos de categorías inferiores. A ellas había que añadir una menor permisividad arbitral ante las llamadas faltas tácticas y las entradas por detrás y, lógicamente, la principal variación normativa introducida entre los Mundiales de 1990 y 1994, la inclusión de la cesión al portero como una nueva infracción sancionable con tiro libre indirecto. Irónicamente, vistas las pruebas llevadas a cabo en los años anteriores en aras de un mayor espectáculo ofensivo, la final entre Brasil e Italia acabó con 0-0 y se decidió en la tanda de penaltis; pero la media goleadora en aquel Mundial subió de los 2’21 tantos por partido registrados en Italia’90 a 2’69 y, en general, la ambición ofensiva mostrada por la mayoría de selecciones fue digna de elogio, especialmente en comparación con lo visto cuatro años antes. El público estadounidense respondió, sus autoridades encarrilaron la creación de una nueva liga profesional en el país a través de la cual impulsar la afición al balompié y la FIFA respiró aliviada. Misión cumplida.

A partir de entonces, y exceptuando quizás la introducción definitiva del tercer cambio en 1995, los esfuerzos innovadores quedaron reducidos a realizar pequeños retoques en normas ya existentes (como la eliminación del fuera de juego posicional o la sustitución de la limitación de pasos por un tiempo máximo para que los porteros soltaran el balón tras cogerlo), tendencia que se mantiene a día de hoy: la única novedad potencialmente revolucionaria testada en los últimos tiempos ha sido la de la tecnología de línea de gol, puesta recientemente a prueba en el Mundial de Clubes de Marruecos 2013 y que, esperemos, suponga un gran avance hacia la modernización del fútbol en uno de sus aspectos más mejorables. Con la perspectiva del tiempo, e insistiendo una vez más en el acierto que fue prohibir las cesiones al portero, del proceso reformador de los años noventa emerge una conclusión clara: lejos de normas extravagantes y cambios drásticos en el reglamento, reducir la dureza de los contactos físicos a través de la acción arbitral fue, sin duda, el principal elemento normativo que contribuyó al cambio de tendencia en el deporte rey que tanto perseguía la FIFA. Al final no era tan complicado: sólo se trataba de dejar que se volviese a jugar al fútbol.

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