Los Niños de la Guerra y el fútbol (2ª parte)
De José Ignacio CorcueraSi el capítulo precedente sirvió para enhebrar un breve pespunte sobre los «niños de la guerra» en Francia, Bélgica o Inglaterra, y su derivación futbolística, aún queda por glosar la peripecia de quienes emprendieron viaje hacia la Unión Soviética y América.
Uno de los pasajes menos conocidos de aquella hégira fue, sin duda por su escaso número, el de cuantos tuvieron por destino México: los llamados «Niños de Morelia». Sólo 451 chicos y chicas embarcados en Burdeos hacia el puerto de Veracruz, donde habrían de anclar el 7 de junio de 1937. Un día después fueron trasladados a ciudad de México y alojados en la Escuela Hijos del Ejército Nº. 2. Como si de grandes astros del deporte o la pantalla se tratase, el día 10 de junio les daría la bienvenida en Morelia, estado de Michoacán, una multitud perfectamente aleccionada. Y es que ya desde el estallido de la Guerra Civil, el presidente mexicano, general Lázaro Cárdenas, y su esposa Amalia, habían dado inequívocas muestras de simpatía hacia la causa republicana. En ese marco, el hecho de acoger aquella colonia de refugiados estuvo teñido de indeleble tinte propagandístico. Para darles cobijo se habían acondicionado dos colegios en lo que fuesen antiguos seminarios, bautizados como Escuela Industrial España-México. Sería a partir de este instante cuando los expedicionarios comenzaron a tomar conciencia de su nueva situación, extrañando a padres, familia y ambiente.
Lamberto Moreno, primer director de aquel proyecto, cesó fulminantemente tras el desgraciado accidente que segara la vida del niño Francisco Nebot Satorre. Su sustituto, Roberto Reyes, también hubo de pechar con otras muertes por accidente o enfermedad, y hasta con la fuga de varios acogidos, incapaces de adaptarse al régimen casi militar imperante en dichas Escuelas. Pese a todo, el presidente Cárdenas solía ver a los niños con alguna regularidad, cada vez que aprovechando periodos vacacionales se acercaban hasta la capital federal. La colonia, entre una cosa y otra, fue menguando. Unas veces eran familiares huidos desde la España en guerra quienes reclamaban a los niños, en tanto otras concluían siendo acogidos por miembros de la colonia española en el país azteca. Finalmente los menos afortunados serían trasladados a diferentes escuelas en Ciudad de México.
Aún se produjo un nuevo relevo en la dirección de las Escuelas, cuando en 1940 concluyó el sexenio presidencial del general Cárdenas. Diego Hernández Topete asumiría el cargo, para llevar a cabo en realidad una labor liquidadora. Gracias a la ayuda de la colonia española mejor asentada, un grupo de niñas pudo ser alojada en el orfanato Divino Pastor, de Mixocoax, y otro en el convento de las Madres Trinitarias de Puebla. La escuela de chicos aún seguiría arrastrando su existencia hasta diciembre de 1942. En ella ya sólo quedaban los de menor edad al pisar suelo mexicano, y puesto que aún no estaban en condiciones de labrarse un porvenir vivieron otro traslado hasta ciudad de México, donde acabaron repartidos por varias Casas-Hogares.
Sólo unos pocos expedicionarios hicieron el camino de vuelta a España y no consta hubiese entre ellos ningún futbolista. Los hubo, en cambio, entre los vástagos de la emigración más desesperada, entre los hijos de quienes compusieron la gira barcelonista a México en plena asonada, o los de quienes con el Euskadi -equipo propagandístico que armase el gobierno vasco del lendakari Aguirre- a punto de disolverse y en calamitosa situación económica, concluyeron enraizando al otro lado del océano. José Vantolrá, nacido en México el año 1943, hijo del «culé» Martín Vantolrá, no sólo fue jugador de gran nivel en el Campeonato mexicano, sino que representó a ese país alrededor de 50 veces. Tampoco se quedó atrás un hijo del irundarra Luis Regueiro, «merengue» antes de la Guerra Civil y durante la misma significado jugador del Euskadi. Ambos formaban parte de la selección azteca presente en el Mundial celebrado en Inglaterra, aquel ya lejano estío de 1966.
Como es lógico, también hubo futbolistas estrellas entre los vástagos de la emigración bélica a Venezuela, Argentina o Chile. Baste recordar a José Eulogio Gárate, internacional español y goleador de enorme clase en el Atlético de Madrid, a cuyas filas llegara tras foguearse en su Eibar adoptivo y deslumbrar en el Induachu bilbaíno. Si alguien se ha preguntado por qué nació en Sarandi, República Argentina (20-IX-1944) podrá explicárselo sabiendo que el ayuntamiento eibarrés fue el primero de toda España en izar la bandera republicana, y que quien la desplegara era, precisamente, abuelo de José Eulogio. Las represalias no es que aguardasen emboscadas, es que tiñeron de sangre la alcaldía armera.
Gárate, en todo caso, como los internacionales mexicanos Vantolrá o Regueiro, dudosamente podrían considerarse «niños de la guerra». Si lo fue, en cambio «Cheché» Martín, por más que no formara parte de ninguna expedición oficial. Pero huyó a Argentina siendo poco más que un mocoso, se forjó entre privaciones y hasta pudo volver triunfalmente, luego de una suma de peripecias dignas de convertirse en película. A grandes rasgos, esta es su historia.
Coruñés de nacimiento, José María Martín Rodríguez (24-IV-1926) emigró a raíz de que el progenitor, profesor en la Escuela de Comercio, secretario general del Concejo y hombre de profundas convicciones izquierdistas, fuera asesinado el 31 de julio de 1936 por los militares sublevados. El espíritu liberal y progresista se había mamado en aquella familia, puesto que el abuelo del más adelante internacional no era otro que el médico Rodríguez, principal impulsor del credo republicano en la provincia. Si bien tras el fusilamiento la madre decidiese como puro acto de rebeldía permanecer en La Coruña, el paso de los días acabó inoculando en ella la convicción de que cualquier hipótesis de futuro pasaba por el exilio. Parece fue el pintor Soutomaior, buen amigo del difunto, quien acabó dándoles el empujón definitivo hacia la frontera portuguesa. Con un cuadro regalo de este hombre, titulado «La Virgen y el Niño», el jovencito Martín, un mocoso de 10 años, fue hacia el país vecino, vendió el óleo y con lo que le dieron pudo salir adelante. Algún tiempo después le seguirían dos de sus hermanos, en tanto la tercera, casada con un médico ferrolano, optaba por permanecer en Galicia. Joaquín, otro hermano, tuvo menos suerte. Como la sublevación lo sorprendiese cumpliendo el servicio militar, de repente se encontró defendiendo en los campos de batalla la ideología de quienes habían acabado con la vida de su padre. Cuando los evadidos a Portugal pudieron partir hacia Argentina, el aún niño José María juró regresar ya hecho un hombre, como si con ello pretendiese cumplir una venganza personal.
En Buenos Aires pasaron las de Caín. Una hermana escribía artículos mal pagados para la revista «Argentina Austral» y José María, «Cheché» familiarmente, se encargaba de dibujar las portadas. Aunque él paralelamente también obtuviese réditos de su facilidad con el lápiz, sumando unos pesos con la venta de caricaturas por los cafés, el dinero jamás sobraba ni haciendo vida espartana. Pero es que al chico no sólo se le daba bien el lápiz. Al decir de los entendidos, había nacido para jugar al fútbol. Y como a sus innegables condiciones uniera toda la rabia del desarraigo y el sueño de ofrecer una vida mejor a la familia, su progresión se mostró imparable.
Con su ingreso en el Banfield, encuadrado en la 2ª División argentina, no sólo mejoró la situación de todos, sino que empezaría a hablarse de él como promesa deportiva. Una oferta del Vasco caraqueño sería la antesala de su regreso a Europa, de momento para fichar por el Angers, en Francia, a razón de 700.000 francos anuales. Sin ser esa una cifra importante en términos futbolísticos, constituía un sueño para quien lidiara durante tanto tiempo con la necesidad y toda suerte de incertidumbres. Galicia, además, estaba mucho más cerca. Confiaba ciegamente en que esforzándose de verdad algún club de su tierra concluiría llamándole. Y, en efecto, por fin tuvo noticias del interés deportivista.
En 1948, con 22 años y merced a los buenos oficios de Bugallal, un periodista que trabajaba para los titulares de Riazor, pudo cumplir su anhelo. Dos temporadas luciendo en 1ª División la camiseta del Deportivo bastaron para que se ganara un traspaso al Barcelona. Concretamente 43 partidos de Liga distribuidos en esas dos campañas, en las que además marcaría dos goles. Ya era un lateral derecho y medio defensivo de total garantía, tan dotado en el aspecto físico como en el área técnica. Podía permitirse el lujo de negociar al alza.
Tres temporadas en Barcelona (1950-53), las dos primeras jugando bastante y la tercera menos, sirvieron de antesala a su pase al Atlético de Madrid, a donde llegó tras haberse proclamado campeón de Liga en 1951-52 y 1952-53, así como de Copa en 1951, 1952 y 1953, de la Copa Eva Duarte en 1952 y de la Copa Latina ese mismo año. Luego de tres nuevos ejercicios (1953-1956) en la entidad «colchonera» y dos más en el Valencia (1956-58), optó por refugiarse en el fútbol mexicano a partir de ese último año, no sin haberse estrenado como internacional B y hasta absoluto en una oportunidad. Aún en 1965, con esa tenacidad de quienes conocen hasta qué punto puede resultar dura la vida, seguía arañando dinero al balón en las filas del Morelia. Le había costado tanto volver a España que aquella no podía ser una despedida para siempre. Y no lo fue, puesto que convertido en entrenador dirigiría al Badajoz, Murcia -en 2 etapas distintas-, Deportivo de La Coruña, Zaragoza, Valladolid y Tarrasa.
Más dura, empero, sería la aventura de los niños enviados a la Unión Soviética. Y no sólo porque como ocurriese con México, la inexistencia de relaciones con la España franquista se tradujera para ellos en menores posibilidades de regreso, sino porque tras la inicial bienvenida iba a aguardarles todo el pavor de la II Guerra Mundial.
La primera expedición de niños hacia el país soviético partió de Valencia el 21 de marzo de 1937, compuesta sólo por 72 infantes. El 14 de junio del mismo año zarpó otra desde el puerto vizcaíno de Santurce, en el trasatlántico «Habana», con 1.495 menores que en el puerto francés de Pauillac serían transbordados a dos mercantes, rumbo a Leningrado. La tercera fue despedida desde el Musel gijonés (24-IX-1937) con 1.100 niños. Y la cuarta y última en Barcelona, a finales de octubre de 1938, con 300. En total casi 3.000 niños de entre 3 y 14 años, la gran mayoría del País Vasco, Asturias y Cantabria. Los expedicionarios de las dos remesas principales fueron recibidos entre muestras de entusiasmo popular perfectamente orquestadas. La propaganda, en una guerra que disfrazaba cualquier ideal con el ropaje de la más absoluta intransigencia, podía estar a la orden del día sin que ello impidiese a los soviets esforzarse de verdad en su acogida. Para ellos dispusieron 16 «Casas de Niños Españoles», algunas ubicadas en edificios arrebatados otrora a la nobleza zarista. Y en su interior, atendidos por educadores rusos y españoles, la mayoría de esos niños vivieron hasta el verano de 1941, según su propio testimonio, una feliz infancia y adolescencia a la que sólo la lejanía de padres o hermanos restó plenitud.
Por esa misma época, el ya mencionado Euskadi de los Blasco, Areso, Ahedo, Pablito, Cilaurren, Zubieta, Muguerza, Echevarría, Gorostiza, Luis y Pedro Regueiro, Lángara, Larrínaga, Iraragorri o Emilín, sentaba cátedra ante el Lokomotiv, Dynamo y Spartak de Moscú, Dynamo de Leningrado, Dynamo de Kiev, Dynamo de Tbilisi, la selección georgiana y el Dynamo de Minsk. Este equipo propagandístico había llegado a Moscú mediado junio de 1937, siendo agasajado en la estación de ferrocarril, sin que faltasen discursos y banda de música, presentados sus componentes como enviados por el ejército republicano con la misión de recaudar fondos para las madres e hijos de los caídos defendiendo a la España libre, alojados en el hotel Metropol e invitados a las dependencias del periódico «Komsomolskaga Pravda». Esa misma tarde asistieron al espectáculo «El lago de los cisnes», interpretado por la compañía Bolsoi, y en un gesto que hoy sería tildado de poco diplomático, acudieron a la embajada de Finlandia para oír misa.
Durante el mes y medio largo que aquel grupo de futbolistas permaneciese de gira por Rusia, Ucrania, Georgia y Bielorrusia, disputaron 9 partidos, resueltos con siete victorias, un empate y una derrota. La misma prensa soviética hubo de recoger sin ambages la superioridad vasca ante unos equipos de corte anticuado, con 5 jugadores en línea empeñados en conducir el balón, mal juego de cabeza y pobres pasadores. El Euskadi, en cambio, al retrasar a su medio centro actuaba virtualmente con 3 defensas, combinaba mucho entre líneas, abría el juego por las alas y tenía en Cilaurren a un pasador de categoría. Algunos resultados, ciertamente, tuvieron que escocer. El 1-5 endosado al Lokomotiv de Moscú, el 4-7 con que hincó la rodilla el Dynamo moscovita, o el 1-3 encajado por selección georgiana. Muchos años después, Starostin, capitán del Spartak cuando su equipo se enfrentó al combinado vasco, reconocía a Guiorgui Majaradze, autor de una historia sobre aquellos acontecimientos, la deuda deportiva que el fútbol de la URSS contrajo con nuestros compatriotas: «El sistema de los vascos fue desarrollado luego por nuestros entrenadores. Pienso que nuestro fútbol nació realmente el año 1937».
El 15 de agosto los componentes del Euskadi llegaron a Obninskoye, centro de acogida para 500 niños españoles, vascos en su inmensa mayoría, sito a unos 100 kilómetros de Moscú. Repartieron fotografías, entonaron con ellos canciones de la tierra y Luis Regueiro acabó arbitrando un partido entre dos equipos de chavales. Fue testigo privilegiado cierto crío que tiempo después, tras cursar en la Universidad moscovita estudios de Medicina, convertido en Dr. Angulo, ejercería como médico del Athletic. Dos días más tarde, dejando el recuerdo de su gran fútbol entre la afición soviética y mucha nostalgia en el corazón de los acogidos, el equipo vasco partía desde Leningrado para cumplir con otros «bolos» en Noruega y Dinamarca.
Hoy resulta innegable que aquellos partidos del Euskadi contribuyeron a una mejor integración de los «niños españoles» en la sociedad soviética. La prensa siguió recordando el modo en que concebían el fútbol, clamando por una modernización de esquemas. Y alguien debió pensar que si las estrellas autóctonas no habían podido con los vascos en aquel deporte, a lo mejor sí lo lograba una selección infantil, enfrentándose a otra de acogidos. También fracasaron en la tentativa, porque el 11 de setiembre de 1937 la selección de niños españoles -alguna fuente se refiere a ella como selección de vascos- derrotaba a la de niños de Tbilisi por 2-1.
Desgraciadamente todo se nublaría a partir del 22 de junio de 1941, con el despliegue del ejército germano en tres frentes simultáneos: por el Norte, cercando Leningrado; por el centro, desbaratando la defensa de Moscú; y por el Sur, ocupando Ucrania. Como las «Casas de Niños» se hallaran amenazadas por estos frentes, hubo evacuaciones hacia retaguardia y, sobre todo entre los recogidos en Leningrado, incorporaciones al ejército rojo. Aquellas «Casas» habían impartido también enseñanzas militares, fomentando los concursos de tiro mediante entrega de una medalla al vencedor, fogueando a los varones en carros de combate o llevándolos de visita a instalaciones aeronáuticas. El bilbaíno Luis Lavín (9-III-1925), embarcado hacia Leningrado desde Portugalete con 12 años, junto a su hermana Aurora, de 10, recordaba que su experiencia en un tanque no le dijo nada, pero ocurrió todo lo contrario con ocasión de su bautismo aéreo. Se estima en 330 los «niños» muertos durante la «Gran Guerra Patria» -denominación soviética de la campaña contra el ejército de Hitler-, de ellos 280 en retaguardia, víctimas del hambre o los bombardeos. Otros 50 cayeron en combate, defendiendo al país de acogida. Porcentaje harto elevado al considerar que los alistados sólo llegaron a 130, y sobre todo tristísima paradoja, habida cuenta que los alemanes contaban entre sus tropas con otros españoles: los de la División Azul.
El propio Lavín narraría al historiador Mikel Rodríguez Álvarez cómo ocurrió todo aquello: «El 1 de enero de 1941 vino Dolores («Pasionaria») a la Casa de Jóvenes de Moscú y nos dijo: Vamos a pasar muchos años aquí, así que lo más conveniente es que tomemos la ciudadanía rusa. ¿Alguien en contra?. Nadie dijo nada porque, pese a nuestra edad ya sabíamos como funcionaba aquello». Y Lavín, que antes de convertirse en ruso había logrado ingresar con otros 8 compañeros en un aeroclub de la capital, vería allanado el camino para pilotar aviones, junto a 7 de los 9 solicitantes. Tres, sin embargo (José Luis Larrañaga, Ignacio Aguirregoicoa y Antonio Uribe) fueron abatidos. Aunque él llegase al término de la contienda con alguna herida y rango en el ejército, tuvo que despertar del sueño en abril de 1948, cuando todos los «españoles» fueron expulsados sin contemplaciones. Sólo más adelante, trabajando ya en una fábrica por 425 rublos mensuales, en vez de los anteriores 2.200, conoció el motivo. Un tal Burgueño, piloto español, aunque veterano de nuestra Guerra Civil -parece residían 157 veteranos de vuelo en la URSS, tras la derrota republicana-, subió un día a su avión y escapó a Turquía con el aparato. Todo porque tenía hijos con varias mujeres y el Ejército efectuaba quitas a su salario, destinadas a mantener la prole. Puestos a vivir con estrecheces, debió pensar, ¿por qué no tomar las de Villadiego?. Y como aquello hiciese temer a Dolores Ibárruri «Pasionaria» que cualquier nueva deserción «española» acabaría poniéndola en un aprieto, solicitó a Stalin una expulsión general.
La de Luis Lavín sólo es una historia más entre tantas. Se entenderá que pocos de aquellos niños, aún gozando de condiciones, lograran abrirse camino como futbolistas de renombre. Había que reconstruir todo el país, producir en las fábricas, levantar edificios, tender puentes o restituir la circulación ferroviaria. Demasiado trabajo para entretener el tedio a puntapiés o cabezazos. Por eso sólo aquellos a quienes más favoreció la suerte acariciaron el estrellato.
Pese a todos los obstáculos, Agustín Gómez e Ignacio Sagasti, dos nombres que hoy poco o nada sugieren al aficionado español, brillaron de verdad en el firmamento soviético. El defensa renteriano Agustín Gómez de Segura Pagola (1922) habría de jugar en el Alas -equipo de la Aviación- y Torpedo de Moscú, estando a punto de alcanzar el internacionalato con la URSS mientras cursaba estudios de ingeniería (algunas fuentes, erróneamente, llegan a citarlo como internacional soviético). Luego trabajó la ingeniería de ferrocarriles hasta su regreso a España, donde fue probado por el At. Madrid en un choque amistoso. Corría la temporada 1956-57 y sus 34 años, con la pitanza de una deficiente alimentación durante los años de guerra, lo habían hecho enfilar una imparable cuesta abajo. Poco después entrenó al Tolosa (1958-59) en 3ª División. Y ya no quiso, o no pudo saber nada más del fútbol, puesto que sus actividades profesionales y el cargo ostentado en la Secretaría del Partido Comunista Español (actividad clandestina por entonces, no lo olvidemos) reclamaban todo su tiempo.
Ruperto Ignacio Sagasti (Navarra, 27-XI-1923) fue brillante extremo izquierdo en el Spartak de Moscú, la Fábrica de Odessa, Krilla Sovietov y de nuevo Spartak moscoita desde 1947 hasta 1951. Como tantos de los que saliesen en 1937, comenzó a jugar en la Escuela de Niños Españoles hasta ser reclamado por el Spartak la temporada 1941-42. Al producirse la invasión germana y ser destinado a la fábrica de material bélico de Odessa, con las competiciones oficiales suspendidas, estuvo jugando junto a un puñado de «niños» españoles en el equipo de dicha industria. Naturalmente era el líder del conjunto y lo mismo ocurrió cuando lo incorporaron al Krilla Sovietov, de Aviación. Retirado del deporte activo en 1952, estudiaría 4 años en la Cátedra de Fútbol de Moscú, para dirigir al club argelino Bazniá la temporada correspondiente a 1956, en 1ª División. Justo en esa época se interesó por su contratación el Atlético de Bilbao -recuérdese que hasta después de fallecer Franco no recuperarían los bilbaínos su denominación original-, pero la cosa no se presentaba fácil. Primero porque a los «niños de la guerra rusos» no se les franqueaba alegremente el portón español, y segundo porque ni siquiera disponía del obligatorio título nacional de entrenador. Ni siquiera la oferta de Raimundo Pérez Lezama, guardameta cuya figura ya fue glosada en otro artículo, consistente en ofrecer su propio título para hacer el paripé federativo, llegó a tenerse en cuenta. Cualesquiera que fuesen las razones, nunca llegó a sentarse en el banquillo de San Mamés. Sí ocuparía, en cambio, la Cátedra del Fútbol Soviético a partir de 1957. Y tras permanecer muchos años en ella, ya durante el decenio de los 90, intermedió en los traspasos de varios futbolistas rusos y estuvo acompañando a clubes soviéticos durante sus «bolos» veraniegos por la Europa Occidental.
Gómez y Sagasti fueron, en realidad, privilegiados entre los «niños de la guerra» con destino a la URSS. Las primeras expediciones oficiales de retorno se hicieron esperar hasta los años 1956 y 1957, cuando por fin los gobiernos de Madrid y Moscú se avinieron a un acuerdo. Para entonces muchos de aquellos «niños» se habían casado con ucranianas, rusas o georgianas, disponían de buenos trabajos o encontraban en sus hijos un freno que los anclaba al suelo, a la única tierra que en realidad recordaban. Por otra parte, nadie recibía el pláceme sin ser aprobado por la Delegación de Repatriados de Rusia, organismo sito en la madrileña calle Orense, donde agentes de la CIA bajo supervisión del puertorriqueño Ezequiel Ramírez interrogaba a cada solicitante sobre la industria armamentística soviética. Incluso entre los «aprobados», muchos habrían de volver a la URSS sin poder adaptarse a nuestra vida y costumbres.
Poco después, con la llegada de Fidel Castro a la presidencia cubana, su inmediata política de incautaciones y la respuesta estadounidense traducida en bloqueo económico, el gobierno de Kruschev enviaría numerosos técnicos a la isla como prueba de colaboración. Entre ellos, especialmente seleccionados por su conocimiento del idioma, en torno a 200 «niños» que junto al Caribe fueron rebautizados como hispano-rusos. Alguno de estos últimos utilizó la experiencia como aclimatación para su definitivo regreso a una España que, mediados los 60, empezaba a ofrecer muestras de aperturismo.
Entre quienes regresaron al viejo solar patrio, o mejor entre sus descendientes, se encontraba el niño Antonio Iriondo Ortega (Moscú 3-XI-1953), años después hombre de nuestro fútbol, más conocido como entrenador que en su apenas testimonial carrera de futbolista. Tras destacar en el banquillo del Rayo Vallecano B madrileño las temporadas 2001-02, 02-03 y 03-04, todas ellas en 3ª División, la mala marcha deportiva del primer equipo franjirojo hizo que concluyese aquel ejercicio dirigiendo a la plantilla de elite. Luego proseguiría su actividad al mando del San Sebastián de los Reyes (2004-05, en 2ªB), Toledo (2005-06 y 06-07, ambas en 3ª), San Fernando gaditano 2007-08 y 08-09), Toledo durante el tramo final del ejercicio 2009-10, resultándole imposible enderezar el rumbo de los de El Salto del Caballo hacia la 3ª División, y nuevamente San Fernando, aunque ahora, tras su refundación, el club se denominara San Fernando Deportivo, las campañas 2010-11 y 11-12, ambas en 3ª.
Por desgracia, la vida de cuantos permanecieron en la URSS se pareció muy poco a un lecho de rosas. El desplome del rublo y la quiebra del sistema comunista acabaría dejándolos sin ahorros, prácticamente sin recursos para afrontar sus últimos años. A nuestros políticos, entonces, se les llenó la boca de buenas palabras, de promesas gratuitas que olvidaron en seguida. Algunos, como el piloto Luis Lavín, las tomaron en serio. Y ahí empezó su pesadilla, porque tras retornar en 1993, luego de que los reyes y el presidente del Gobierno lo pintaran todo muy fácil durante una visita a Rusia, acabaría dándose de bruces con algo muy parecido a la indigencia. Teóricamente iban a vivir de forma gratuita y permanente en la residencia el Retorno, de Alalpardo, pero en 1998 les obligaron a abandonarla. Desde ese instante todo fueron rebotes de administración en administración: la española, la rusa, la autonómica de turno… En Rusia tenían 40 años cotizados y dos pensiones de excombatientes, puesto que su esposa ucraniana también lo fue. El gobierno ruso dejó de pagarles por haber abandonado el país y nuestro sistema de pensiones tampoco lo hacía, al no haber cotizado nunca. Cierto que existía un acuerdo rubricado por los gobiernos ruso y español en 1996, aunque ni con esas. A la postre aquel acuerdo quedaría en papel mojado desde que secaran las firmas. Para salir adelante sólo contaba con la ayuda de Cáritas y una pensión asistencial. Otros «niños» tan confiados como los Lavín se suicidaron, al no resistir la situación. Más que «niños de la guerra» parecían ser huérfanos del olvido. Los maltratados, las víctimas absolutas del huracán que asolara por espacio de 11 años primero a España y luego a la muy civilizada Europa.
Bien mirado, quienes mejor resistieron semejante tormenta fueron una vez más, o así lo parece, los futbolistas. Privilegiados, aún en años de atroz desgracia.