Heriberto Herrera, el Sargento de Hierro
De Fernando Cuesta Fernández
Magnífico futbolista cubriendo su demarcación como defensa central, campeón con Paraguay en el Sudamericano de 1953, bastión de un Atleti en transición, y entrenador prestigioso en las décadas de 1960 y 70, tanto en España como en Italia, Heriberto Herrera ha quedado en el recuerdo de los aficionados como un gran profesional, concienzudo y riguroso, amante del orden y la disciplina hasta extremos que hoy se nos antojan deliciosamente entrañables. Claro que eran otros tiempos. ¿Mejores, peores…? Que cada uno extraiga sus propias conclusiones
CAMPEÓN DEL SUDAMERICANO DE 1953 CON PARAGUAY
Por una de esas bromas que a veces acostumbra a jugar el caprichoso destino, quien años más tarde sería conocido como “el Sargento de hierro” a causa de su rígido concepto de la disciplina, hizo sus primeras armas en un club de nombre también castrense, “Teniente Fariña”, de la localidad paraguaya de Guarambaré, donde había nacido el 24 de abril de 1926. Heriberto Herrera Udrizar se llamaba el interesado, hijo de un español al que habían bautizado con la peculiar gracia de “Jovellano”, y de una ciudadana guaraní llamada Hortencia, así, con “c”. Heriberto creció fuerte y alto, llegando a medir 1,85, una estatura muy aventajada para su generación. Y como le gustaba el fútbol, su constitución le llevó a actuar en el centro de la defensa, aprovechando al máximo las virtudes de su físico y su altura, en un contexto donde los centrales no alcanzaban a menudo el metro y setenta y cinco centímetros.
Muy pronto pasó a un club de la capital, el Nacional de Asunción, y enseguida era ya internacional indiscutible con la Tricolor, con la que va a conseguir el primer gran éxito del fútbol paraguayo, al coronarse campeón del Torneo Sudamericano de 1953. El evento lo organizan los guaraníes, pero no en su propio país como hubiera sido lo lógico y natural, sino en Perú, por falta de las infraestructuras adecuadas, y su desenlace constituyó una mayúscula sorpresa. No participa uno de los gigantes del fútbol latinoamericano, Argentina, pero sí los dos finalistas del aun reciente Mundial de 1950, el campeón, Uruguay, y el también sorprendente subcampeón, Brasil, la víctima del traumático Maracanazo. Los guaraníes finalizaron invictos la fase clasificatoria (3 victorias, una de ellas sobre los brasileños, y dos empates, el segundo ante Uruguay), y en la gran final batieron de nuevo a la Canarinha por 3 goles a 2. Heriberto Herrera fue proclamado como mejor jugador del torneo, y su brillante desempeño llamó la atención de uno de los principales clubes españoles, el Atlético de Madrid, que va a llevárselo rumbo al “Metropolitano”, junto a dos compañeros de selección, el guardameta Carlos Adolfo Riquelme y el delantero Atilio López.
UN EXCELENTE CENTRAL DEL ATLETI
Ambos pasaron desapercibidos en las filas colchoneras, sobre todo el atacante, pero no así Heriberto, que de inmediato se hizo con la titularidad en el centro de la zaga rojiblanca. Rápido al cruce, absoluto dominador del juego aéreo, técnico y elegante, no me atrevería a afirmar que fuese el primer paraguayo que se calzó las botas de tacos en España, pero casi seguro que fue el primer jugador importante de dicha nacionalidad que actuó en nuestros terrenos de juego, y tan bien lo hizo, que incluso llegó a debutar con la Selección Absoluta, en un partido clasificatoria para el Mundial de Suecia de 1958, disputado en el madrileño “Santiago Bernabéu” en marzo de 1957, y cuyo resultado -un inesperado empate a dos frente al teóricamente más débil combinado de Suiza- supuso que finalmente no pudiéramos viajar a la cita del siguiente año en el país escandinavo, cuando contábamos con una delantera de ensueño formada por Miguel, Kubala, Di Stefano, Luís Suárez y Gento.
La cruz de Herrera, que ya vino a España en plena madurez deportiva, fueron las lesiones, que le impidieron alinearse en bastantes partidos -tan sólo llegó a disputar 88 encuentros en siete temporadas-, menoscabando a menudo su condición de titular. Le tocó también militar en un Atleti de transición, huérfano de títulos, el equipo que enlazó la triunfal época de su semitocayo Helenio Herrera, el de los Marcel Domingo, Silva, Mújica, Juncosa, Carlsson, Ben Barek, Pérez-Payá y Escudero, con el brillante conjunto de comienzos de los 60, que tenía sus grandes figuras en Peiró y Collar, el “Ala infernal”, junto a jóvenes como Rivilla, Calleja, Adelardo, Jones o Mendonça, y que le arrebató dos Copas del Generalísimo consecutivas a todo un Real Madrid en su propio feudo (1960 y 1961) y conquistó la Recopa de 1962. El momento culminante de su historial como baluarte colchonero llegó en 1956, al clasificarse para la segunda final copera de la historia atlética, para caer frente al entonces rey del Torneo del KO, el Athletic de Bilbao.
UN ENTRENADOR ESPECIALIZADO EN ASCENSOS
Cuando le llegó el momento de la retirada, ya muy castigado físicamente, Heriberto Herrera fue uno de esos profesionales que un domingo estaba jugando, vestido de corto, y al otro -o casi- se sentaba en un banquillo. Se inició en dichas lides sin salir de Madrid, con el Rayo Vallecano, en Segunda, pero en los estertores del curso 1959-60 viajaría hasta Tenerife. Allí pilotaría el primer ascenso del cuadro chicharrero a la División de Honor, dejando para la pequeña historia algunas anécdotas impagables, y marcando ya territorio como celoso guardián de la disciplina de sus pupilos, igual que pocos años antes cubría el área. Por ejemplo, no vaciló en apartar del equipo a su estrella, Vicedo, que antes de jugarse un partido contra el Plus Ultra se dio un garbeo por Madrid la Nuit, y regresó al hotel a las 6 de la mañana.
Pero no permaneció en la isla para estrenar la categoría. La temporada 1961-62 la inicia dirigiendo al Granada, en Segunda, pero la concluye obteniendo un nuevo ascenso, con el Real Valladolid, pues le contrataron para disputar la promoción que los de Pucela ganaron al Español, en lo que significó el primer descenso perico en toda su historia. Y seguramente porque había sido el recentísimo verdugo blanquiazul, y ya se le consideraba especialista en llevar equipos hasta la ansiada Primera División, los responsables de Sarriá pensarán en él para recobrar ipso facto el paraíso perdido. Aun así, y partiendo como los grandes favoritos del Grupo Norte de la Categoría de Plata, les va a costar lo suyo -ascendió directamente el modesto e inesperado Pontevedra- , y tan sólo lo conseguirán librando otra promoción a cara de perro, en esta ocasión exitosa, y tras un tercer partido de desempate frente al Mallorca en el “Bernabéu”. Pero tampoco se quedó allí para conducir a una plantilla que iba a reforzarse nada menos que con Kubala, en un espectacular revival.
Su siguiente parada fue Elche, en un momento en que los franjiverdes parecían ya consolidados en Primera. Y tanto que lo estaban, porque bajo la batuta de Heriberto Herrera iban alcanzar en la campaña 1963-64 su mejor clasificación histórica, un quinto lugar, por delante de un montón de cuadros históricos y teóricamente más potentes como Zaragoza, Atlético de Madrid, Valencia, Athletic de Bilbao o Sevilla. Y eso, con un conjunto donde se alineaban hasta cuatro compatriotas suyos: Juan Carlos Lezcano, Eulogio Martínez, Juan Ángel Romero y Aveiro. Sin desmerecer, claro está, a los Pazos, Chancho, Iborra, Quirant, Ramos, Forneris, Cardona u Oviedo…
DIRIGIENDO A UNA “JUVE OBRERA”
Alguien debió enterarse en Turín de sus éxitos con Tenerife, Valladolid, Español y Elche, logrados en el transcurso de solamente tres temporadas, tantas como llevaba la Juventus, la Vecchia Signora, sin comerse un rosco en el Calcio, y para el país transalpino se marchó Heriberto Herrera, convirtiéndose automáticamente en HH II, que aun había clases, y el Inter de Don Helenio acababa de conquistar su primera Copa de Europa, derrotando nada menos que al gran coco de la competición, el Real Madrid, aunque los grandes ases blancos ya estaban un poco talluditos…
Era la Juve de Luís Del Sol, y también, por supuesto, del crack argentino Enrique Omar Sivori, el Cabezón, que venía a ser algo así como el Maradona o el Messi de los años 50 y 60. Era la gran estrella del conjunto piamontés, ganador del “Balón de Oro” en 1961, pero no tardó en chocar con la espartana personalidad de un Heriberto Herrera que ya estaba empezando a ganarse a pulso el apelativo con el que habría de pasar a la posteridad futbolística. Sivori se marcharía pronto con viento fresco a Nápoles, en busca de aires menos exigentes, pero los bianconeri volvieron a entrar en la senda del éxito, y la Copa de Italia de 1965 fue suya. HH II preparaba férrea y concienzudamente a sus pupilos, implantando una fuerte presión y una constante permuta de posiciones, preludiando el “Fútbol Total” de la década siguiente, y hasta les convencía de las ventajas de evitar salidas nocturnas y dejar de fumar, lo cual podría alargar su vida como deportistas algún que otro año más. Coincidiendo con il Grande Inter, también conquistó el scudetto del curso 66-67, con un conjunto muy solidario y sin grandes figuras, al que se conoció como la Juve Operaia (“Obrera”), aunque después le surgió otro duro competidor en el A.C. Milan de Nereo Rocco.
En 1969 pasó precisamente al Inter, mientras que Helenio se iba a la Roma, tras nueve temporadas preparando a los negriazules y convirtiéndoles en primera potencia futbolística mundial, aunque su juego no enamorase precisamente pese a contar con fenómenos de la talla de Facchetti, Mazzola, Corso y nuestro Luisito Suárez. El paraguayo no iba a levantar ningún trofeo en San Siro, pero en 1970 sus chicos eliminaron al Barça de la Copa de Ferias, en un choque entre dos escuadras gloriosas venidas a menos, cuando ya la hegemonía en el futbol europeo iba pasando a los Bárbaros del Norte (británicos, holandeses y alemanes). Finalizará su etapa italiana dirigiendo a entidades entonces de segunda fila como la Sampdoria genovesa y el Atalanta de Bergamo.
DE VUELTA A LOS BANQUILLOS ESPAÑOLES
En 1975 le tenemos de regreso a España, en una Union Deportiva Las Palmas argentinizada -Carnevali, Morete, Wolff, Fernández, Verde…-donde ya apuraban sus últimos días de césped los ases supervivientes del gran equipo de Molowny (Guedes y Tonono habían fallecido, los Gilbertos, José Juan y Leon se habían ido al Tenerife o retirado, pero aun resistían Castellano, Martín Marrero y el magistral Germán Devora), Al año siguiente pasó a un Valencia que en aquel verano del 76 rompió el mercado, contratando a Kempes, el Lobo Diarte, Carrete, Castellanos, etc, pero no hubo títulos. Luego transitaría por parroquias ya conocidas (Español, Elche, Las Palmas…), aunque sin pena ni gloria, poniendo así fin a una trayectoria irregular como técnico, con siete años de vacas gordas al principio, y unos cuantos más de reses flacas después. Tenía solamente 70 años cuando una enfermedad que no perdona ni a militares ni a misters provistos de látigo se llevó por delante, el 26 de julio de 1976, ya de vuelta a su Paraguay natal, al otrora valladar cuasi infranqueable y correoso sargento de un pelotón de chicos en calzón corto.