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La gira americana del Euzkadi habría de marcar el porvenir de todos sus participantes. A la ruptura de amarras con los comisionados federativos en Barbizón, desde la perspectiva franquista había que unir un soberano acto de desobediencia, no acatando aquella orden de autogestión durante su primera vista a La Habana. Desplante llevado a cabo, además,

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El Euzkadi: Improvisación y forja de nuevas vidas (1)

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La gira americana del Euzkadi habría de marcar el porvenir de todos sus participantes. A la ruptura de amarras con los comisionados federativos en Barbizón, desde la perspectiva franquista había que unir un soberano acto de desobediencia, no acatando aquella orden de autogestión durante su primera vista a La Habana. Desplante llevado a cabo, además, por quienes más confianza despertaban en el bando vencedor de la contienda. Cierto que Gregorio Blasco aseguró siempre no haber recibido ninguna comunicación al respecto. Y que a tenor de lo narrado por otros expedicionarios, el radiograma cursado desde España debió quedar en los bolsillos de Melchor Alegría, Ricardo Irezábal, o Pedro Vallana. Pero esto se supo mucho más adelante. En 1939, 40 y 41, para las autoridades deportivas del régimen cada jugador o responsable de aquel equipo era un individuo hostil, merecedor del mismo trato otorgado a cuantos ya con Francisco Franco en el poder, continuaban al otro lado de los Pirineos. Y recuérdese que cuando los alemanes de la Francia ocupada inquirieron ante instancias españolas cómo actuar con los “refugiados” republicanos, la respuesta fue lapidaria: “Quienes salieron de España y nada han hecho por regresar a una tierra en paz, dejaron de ser españoles a todos los afectos. Actúen como mejor consideren”.

La prensa española, bajo muchas firmas pero con una sola voz, no había escatimado andanadas contra los “futbolistas desertores”, enredándose en cábalas sobre quiénes pudieran haberse hecho con los traspasos de Ángel Zubieta, Isidro Lángara, José Iraragorri, Cilaurren, Blasco, Emilín o Serafín Aedo, a clubes argentinos o uruguayos, cuyos derechos federativos obraban en propiedad de entidades españolas. No hubo tales traspasos; llegaron al San Lorenzo de Almagro, Tigre, Racing bonaerense, River Plate o Peñarol de Montevideo, como agentes libres, por emplear un término actual, sin que ni la FIF ni la AFA movieran una pestaña. Pero había que emponzoñar, socavar la imagen de los fugados en el seno de sus propias aficiones, castigarlos como a traidores. Porque así se les veía entonces. Y para colmo, estaban las alabanzas de Manuel de la Sota en la prensa comunista. Aquel “¡Viva Stalin, genio de la humanidad!”, con que agradeciera la acogida al elenco en las tres repúblicas soviéticas visitadas. Ya podían esperar sentados Zubieta, Iraragorri, Lángara, Cilaurren o Emilín Alonso, los resultados de su esperanzada carta a José M.ª Cosío. A todos les tocaba improvisar una nueva vida, como mínimo de momento.

Aunque ese por el momento, en varios casos iba a acabar haciéndose eterno. Al menos eso sugieren las biografías de quienes intervinieron en tan arriesgada epopeya. Vayamos, pues, con ellas.

Gregorio Blasco Sánchez (Mundaca, Vizcaya, 10-VI-1909), hijo de un teniente del cuerpo de Carabineros, comenzó a competir en el equipo juvenil del Arenas guechotarra la temporada 1922-23. Aunque el siguiente torneo lo disputase en el Chávarri de Sestao, desanduvo el camino hasta el club arenero en 1925, todavía como juvenil. Para la campaña 1926-27 fichó por el Acero de Olaveaga, entidad que hasta finales de los años 40 proporcionó un nada desdeñable número de futbolistas notables. Y finalizando dicha campaña, al Athletic Club, con el que iba a dirimir el campeonato de 1927-28. Su debut bajo el marco del primer equipo bilbaíno se produjo el 12 de octubre de 1927, con derrota ante el Baracaldo por 2-3 en San Mamés. Era un portero sobrio, poco dado a aspavientos, ágil y eficaz, por quien todos sus entrenadores sintieron auténtica devoción. Había otros guardametas más pintureros, más proclives a proporcionar espectáculo, como el sevillano Eizaguirre o el mito Ricardo Zamora, y obviamente abundaban comentaristas o gacetilleros cuestionando la internacionalidad del vizcaíno en las tardes que no podía contarse con el gran Zamora. Para ellos, el andaluz era relvo ideal del “Divino”. Pero los seleccionadores siempre se decantaron por la regularidad, en detrimento del efectismo.

Athletic Club de Bilbao, temporada 1934-35. A varios de los retratados, su intervención en la gira del Euzkadi les puso la vida del revés. Siguiendo el orden de izda. a dcha., Iraragorri (1), Roberto (2), Zubieta (4), Blasco (5), abajo Muguerza (1) y Gorostiza (3), se enrolaron en la formación vasca. Roberto y Gorostiza ya no siguieron hasta América e Iraragorri regresó tras la promulgación del decreto de perdón franquista. Los demás, en la imagen, son: Zabala (3) y Oceja (6), ambos arriba. Y abajo Bata (2), Elices (4) y Gerardo (5). A este último los avatares bélicos lo llevaron a Cataluña y Francia. Luego emigró a Venezuela, donde estuvo compitiendo durante 10 temporadas. Falleció en Caracas, el 21 de junio de 1982.

Internacional en 5 ocasiones, debutó contra Portugal el 30 de noviembre de 1930, festejando una victoria por 2-3. Su despedida de la selección tuvo lugar el 3 de mayo de 1936, frente a Suiza, con nueva victoria por 0-2. Además, fue suplente de Ricardo Zamora en otras cinco oportunidades, cuando se disputaban pocos choques internacionales. Mr. Pentland, el entrenador británico que hizo dar a nuestro fútbol un paso de gigante, junto a quien vivió los mejores años de la historia rojiblanca, nunca tuvo dudas sobre quién era el mejor guardameta español. Y baste decir que Ricardo Zamora Martínez no le gustaba, como se infiere de esta confesión. “Zamora sería suplente en Inglaterra. Allí se espera que un portero ataje balones, no que haga volatines. Para ver piruetas, el público inglés prefiere ir al circo”.

Campeón de Liga las ediciones 1929-30, 30-31, 33-34 y 35-36, así como de Copa en 1930, 1931, 1932 y 1933, si algo cabía reprochársele era su falta de cuajo para aguantar impertérrito las salvajadas del público, si pasaba de “respetable” a energúmeno. Y no era el único. Se aseguraba que a partir del cuarto gol, o la segunda pedrada, casi todos los porteros sufrían molestias sospechosas. Porque como el reglamento permitía la sustitución del guardameta en caso de lesión, el equipo seguía con once elementos sobre campo, aunque dejasen la patata caliente al suplente, siempre ansioso de oportunidades. En el caso de Blasco era Ispizua quien debía despojarse de su eterna boina y la gabardina, desentumecer los hombros con movimientos espasmódicos y colocarse al alcance de quienes, desde detrás de la portería, con apenas alargar un brazo ya le tiraban del jersey.

Titular indiscutible en el Euzkadi, se adjudicó a Travieso, quien empezase a conformar el futuro equipo vasco sobre el habitualmente embarrado campo de San Mamés, la decisión de no contar como posibles suplentes ni con el navarro Andrés Lerín (del Zaragoza), ni con Ispizua, que el 18 de julio de 1936 -ya es casualidad- había fichado por el pamplonés Club Atlético Osasuna. Dos elementos, en todo caso, de absoluta garantía en su condición de suplentes. En su día, como ya se ha dicho, Blasco fue de los que con más dudas estuvo deshojando la margarita en Barbizón, y aunque la cabeza le dictaba acompañar a Guillermo Gorostiza, al eibarrés Roberto Echevarría y al masajista Perico Birichinaga en el paso a la España franquista, su concepto de la camaradería y los discursos de Areso y Luis Regueiro, a quien se apodó “El Corzo” por su velocidad y elegancia de movimientos, le hicieron desistir.

Tras disolverse el Euzkadi, disputó el campeonato correspondiente a 1939-40 con el mexicano Club España, desde donde recaló en el bonaerense River Plate. Allí se alineó en 18 ocasiones con el primer equipo, y otras 6 tardes con la que pudiéramos considerar formación “B”. Menos, obviamente, de las que él esperaba, por cuya razón desanduvo el camino hasta México para competir hasta el año 1946 con el Club España, y retirarse en el Atlante cuando concluyera el torneo de 1947.

Campeón de la Liga Mexicana -en realidad hasta 1943-44 liga del Distrito Federal- las temporadas 1939-40, 41-42, 44-45 y 46-47, así como de la Copa azteca en 1941-42 y 43-44, quedó para la historia del fútbol en México como el portero que encajó el primer gol de la Liga Profesional, -torneo de 1943-44-, anotado por el argentino Ernesto Candia. También hizo historia en Argentina, siquiera fuese por algo anecdótico, cuando llamaron tanto la atención el par de guantes con que atajaba el esférico. Por aquellos pagos, los porteros saltaban al campo hasta entonces con las manos desnudas. Casado con Victoria González, tuvo tres hijos: Gregorio, José María y María Victoria, y a finales de los años 40 montó una horchatería en México D. F, capital donde habría de fallecer el 30 de enero de 1983, con 73 años. Su primogénito, Gregorio Blasco González, presidió la Peña del Athletic en el Distrito Federal, y tras el fallecimiento de éste continuó manteniéndola el nieto de quien durante 9 temporadas se empeñara en poner cerrojo al marco de San Mamés.

El buen cancerbero que tantas ganas tuviese de regresar a un Bilbao ya sin bombardeos ni estrépito de sirenas, únicamente pudo hacerlo como turista, en pleno tardofranquismo. Frecuentaron más las escapadas hasta la villa su vástago mayor –“Athletictzale donde todos son del Pumas, Toluca, Necaxa o América”, solía decir, orgulloso-, o María Victoria. Ésta sacaba tiempo en el tránsito del siglo XX al XXI, para dejarse caer por el mercadillo dominical de papel sito en la Plaza Nueva, corazón del Casco Viejo, que el alcalde Aburto, refractario a la cultura(1), decidió trasladar hasta el Paseo del Arenal, reducido a la mínima expresión y medio a la intemperie en una ciudad donde la lluvia es tan frecuente. Los madrugadores domingueros podían verla de puesto en puesto, a la caza y captura de algún libro, revista, o recorte periodístico, donde se recordara a su progenitor, al Athletic Club prebélico, o mejor aún, a las idas y venidas del Euzkadi.

Rafael Egusquiza Aurrecoechea (Erandio, Vizcaya, 5-I-1912), la alternativa de Gregorio Blasco, se había iniciado en el fútbol senior con el Apurtuarte durante el campeonato 1928-29, desde donde saltó al Erandio Club (1929-31), brevemente al Apurtuarte en 1931 y por fin al Arenas de Guecho, entonces en 1ª División, desde 1931 hasta 1936, la última campaña ya en el fútbol de plata.

La temporada 1935-36, con los guechotarras descendidos a 2ª División, permaneció unos meses en rebeldía, esperando lo traspasasen al Real Madrid, desde donde acababan de interesarse por sus servicios y los del defensa Sabino Aguirre. Cuando la directiva arenera se descolgase solicitando a los merengues nada menos que 60.000 ptas. por la pareja, y desde Madrid se plantaron en 50.000, esas 10.000 de diferencia, que no eran ni mucho menos moco de pavo en vísperas de la Guerra Civil, frustraron el fichaje. Egusquiza entendía que no pintaba nada 2ª, que le sobraban condiciones para postularse como alternativa a un Ricardo Zamora en vísperas de la retirada, y que estaban cortándole las alas con 23 años, privándole de multiplicar por cuatro sus devengos en el club rojinegro. Tan sólo depuso su actitud al recibir un aviso de la federación Vizcaína: O resolvía de una vez el contencioso, o tendrían que retirarle la ficha durante los siguientes 24 meses.

Convencido de que el Euzkadi en gira europea podía ser su trampolín cuando concluyese la guerra, se sumó al proyecto. No podía ni imaginar que en La Habana tuvieran que dejarle sólo con un pulmón, y que incapaz de realizar esfuerzos, los sueños de gloria futbolísticos se cerrarían de un portazo en plena progresión personal. Por suerte, el mentor o factótum del Euzkadi durante las correrías por La Habana, Buenos Aires y México, era Baltasar Junco, hombre de los que se visten por los pies, abnegado y justo, incapaz de dejarlo en la estacada, como a todas luces hubiesen hecho desde París los responsables del exiliado gobierno de Aguirre. En todo momento fue apoyado por el club España, del que Junco era alma máter, donde estuvo ejerciendo como entrenador un buen puñado de años. Expiró en México, el 1 de mayo de 1981, a los 69 años.

Serafín Aedo Renieblas (Baracaldo, Vizcaya, 12-X-1909, aunque se haya ofrecido insistentemente la errónea del 11-XI-1908), se inició entre los juveniles de Laburu y Unión de San Vicente, desde donde pasó al Baracaldo C. F. Aunque a tenor de su propia confesión, nunca hizo ascos a ningún deporte: “De joven me gustaban todos. El fútbol en las carreteras, todavía sin asfaltar, dándole a una pelota de gas. Corría en pruebas de velocidad y “cross”, al mismo tiempo, e incluso fui ciclista con licencia, compitiendo con federico Ezquerra, la gran figura del ciclismo vasco y uno de los mejores de España. Aunque el fútbol acabó imponiéndose”.

Corría el año 1925 cuando un pelotari muy aficionado al fútbol, anunciado en los carteles como “Baracaldés”, lo llevó al club fabril, con el que no llegó ni a entrenarse, puesto que hizo novillos ante la convicción de no estar en condiciones de medirse a hombres como Lafuente, Prats o Travieso. Lo que sí hizo fue plantarse en la puerta del campo para presenciar el choque programado contra el Athletic Club, pero al no tener carnet del club, no me le dejaban pasar: “Aduje que era jugador, y cuando se aclaró el asunto me dejaron tomar asiento junto a la salida de las casetas. En el último momento al Baracaldo le faltaba un jugador, por lesión repentina de “Cachi” Miranda, y alguien que me había visto jugar en el San Vicente le dijo al entrenador que me alinease. Estuvo dudando, porque nada sabía de mí, ni tampoco entrené a sus órdenes, pero a falta de otro, por no competir con uno menos, me dieron unas botas y al campo. No sé si lo hice bien del todo, pero debí correr una enormidad, porque los dejé asustados. Esa misma tarde me hice un hueco”.

Serafín Aedo. Un defensa eficaz, seguro y valiente, que sólo habría de regresar a España en contadas ocasiones. Se afincó en México

Entonces se alineaba de extremo izquierdo, y fue tras alcanzar alguna categoría cuando decidieron situarlo en la línea defensiva. Puesto que las pocas pesetas devengadas por la entidad gualdinegra no daban para vivir, mientras competía trabajaba profesionalmente como hojalatero. Ya con los baracaldeses compitiendo en 3ª División, empezó a sonar como refuerzo de entidades más boyantes, aunque su padre no estuviera por la labor de darle rienda suelta. Convencido de que el fútbol de más nivel echaba a perder a los jóvenes, toda vez que en un santiamén acababan viéndose con unas pocas pesetas y sin trabajo, se opuso a su posible ingreso en el club bilbaíno:

“Bata ya estaba en el Athletic, y era buen amigo mío. Por él supe que aquella directiva tenía interés en mí. Decían que era el mejor defensa izquierdo de Vizcaya y además el Athletic tenía en ese momento una defensa bastante floja. El caso es que al final se excusaron con pretextos poco convincentes. Prometieron hablar conmigo una y otra vez, pero nunca aparecieron. Antes, a poco de entrar en el Baracaldo, se interesó por mí el Athletic de Madrid, aunque mi padre dijo que nones. De modo que cuando cumpliendo la mili en Bilbao, hacia el año 30, vino a verme gente del Murcia, tampoco hicimos nada porque estaba convencido de la negativa de mi padre. Desgraciadamente mi padre fallece, y lo que son las cosas, ese hecho influye decisivamente en mi carrera deportiva. Vino a Bilbao el Conde de Lalastra, directivo del Betis, un hombre extraordinariamente simpático, que nos tenía a los vascos un cariño especial. Y ese señor, consciente de que acabábamos de enterrar a mi padre, me dio 10.000 ptas., un dineral en ese tiempo. Quise firmarle un recibo, pero ni siquiera me lo permitió. Me dijo que cuando fuera a Sevilla ya rubricaría el contrato. Entonces Máximo Royo, “pescador” del Athletic de Bilbao, intentó vestirme de rojiblanco, aduciendo que si no había firmado tampoco existía compromiso. Vaya, se fue de rositas porque estaba delante un amigo, que si no… Había dado mi palabra y eso valía más que cualquier firma. Para mí, al menos, no para el Baracaldo, empeñado en retenerme, ni para la Federación Vizcaína, cuya directiva estaba compuesta sobre todo por directivos del Athletic y de mi propio club. Fueron tres días horribles, de reunión en reunión. El presidente baracaldés llegó a decirme: Pero si yo te regalé un traje… El caso es que nada pudieron hacer, y en agosto fichaba por el Betis”.

 Entrenaba al Betis Balompié el irlandés Patrick Joseph O´Connell, enamorado del fútbol norteño, rápido y directo, intenso y viril, muy del estilo británico, firmemente convencido de que pasando la pelota en corto, entre tirabuzones afiligranados, tan del gusto meridional, no podía hacerse nada en los campos de hierba invernales, embarrados, pesadísimos y hostiles. Que sólo con hombres de pelo en pecho cabría extraer puntos lejos de Sevilla. Y desde luego no se equivocó.

El Athletic, durante esa época, ya había dejado escapar elementos que le hubieran resultado muy útiles. Al húngaro Lippo Hertzka no le gustó Jacinto Quincoces, por ejemplo. Y a quienes le sucedieron en el banquillo de San Mamés, les pasaron desapercibidos Enrique Soladrero y Pedro Areso, casualmente dos campeones de Liga con el propio Betis, uno natural de Arrigorriaga y otro de Villafranca de Oria. El caso es que por su traspaso y el de Cachelo, el Baracaldo obtuvo 14.000 ptas. del Betis. Dinero magníficamente invertido, puesto que Aedo compuso la tripleta defensiva más trascendental en la historia bética -Urquiaga, Areso, Aedo- determinante en la obtención del título liguero 1934-35.

El baracaldés fue un prodigio de regularidad y constancia, toda vez que con la camiseta verdiblanca disputó 61 partidos de Liga desde su llagada hasta el estallido bélico, sobre un total de 62 posibles. Internacional absoluto en 4 ocasiones entre 1935 y 1936, debutó ante Francia con victoria por 2-0 el 24 de enero de 1935, y por mor de su alistamiento en el Euzkadi se despidió contra a Suiza el 3 de mayo de 1936, también con victoria por 0-2. Al terminar la temporada 1935-36 había apalabrado su pase al Barcelona, bien es cierto que a espaldas del Betis, lo que en pura lógica bastaba para situarlo en clara rebeldía. Llegó a disputar con los “culés” un par de partidos “como refuerzo”, en expresión literal del propio Aedo. Aunque los acontecimientos inmediatos y su exilio en México, impiden saber cómo hubiera resuelto su situación en el fútbol español.

Aedo en 1974, retratado en México, donde habría de fallecer 13 años después.

Lo cierto es que disuelto el Euzkadi, fichó por el mexicano Club España mientras fructificaban las gestiones que Baltasar Junco llevaba a cabo con el bonaerense River Plate. El fútbol argentino se le atragantó sin paliativos. Estaba acostumbrado a salir al choque, a marcar con fuerza al adversario, cruzase ante envíos en largo y sacar balones a pelotazo limpio, encontrándose con pases en corto, dribladores y gente con tanta técnica como para marear a cualquiera. Llegó a Buenos Aires en 1940 y ya estaba de vuelta en el Club España ese mismo año, para seguir luciendo su camiseta hasta 1949, compaginando las funciones de jugador y entrenador durante sus dos últimas campañas. Se mantuvo activo, por tanto, cumplidos los 39 años.

Casado con la bilbaína Miren Anúcita Zubizarreta, sobrina de aquel Zubizarreta, jugador del Athletic Club a quien apodaron “El Tranvía”, tuvo tres hijos: Miren estudió Medicina, el mayor de los chicos se licenció en Administración de Empresa y el más joven cursó la misma carrera en la Universidad Autónoma de México. Él abrió un negocio fotográfico en la capital mexicana, aunque andado el tiempo, cuando mediaban los años 70 del pasado siglo, se ganaba la vida como corredor de seguros. “Vivimos sin preocupaciones importantes -manifestó en 1974, durante una visita a Bilbao-. De vez en cuando nos reunimos en el Centro Vasco (se refería a antiguos militantes del Euzkadi), o en la sociedad Gaztelupe, del Distrito Federal, tenemos nuestras comidas, hablamos de la Real y del Athletic, de tiempos pasados… Yo tengo tres equipos favoritos: el Athletic, por ser el equipo de mi tierra, el Betis, como vieja gloria verdiblanca, y la Real Sociedad, que también es equipo vasco”.

Durante el ejercicio futbolístico 1987-88, siendo presidente verdiblanco Gerardo Martínez Retamero, tuvo ocasión de presenciar, junto a su compañero Pedro Areso, el partido de Liga Real Betis – C. D. Logroñés del 25 de octubre de 1987, recibiendo la cariñosa ovación del público sevillano. Falleció doce meses después, el 15 de octubre de 1988 en el país azteca, luciendo los jugadores Béticos brazaletes negros para honrar su memoria, en el partido que disputaran al día siguiente en el Camp Nou barcelonés. Su Hermano Albino Aedo Renieblas, también futbolista, aunque mucho más modesto, falleció como combatiente el 12 de agosto de 1937, en el frente de Ontáñez (Cantabria). Según los registros militares residía en la población vizcaína de Abanto.

Pedro Pablo ARESO Arámburu (Villafranca de Oria, Guipúzcoa, 15-III-1909), fue uno de esos jugadores a los que se recuerda unido a su pareja defensiva, pues como Ciriaco y Quincoces, por ejemplo, tuvo la fortuna de constituir duetos eficacísimos. En el Murcia compuso uno excelente con Andonegui, mejorado por el que constituyó durante su militancia bética con el también vasco Serafín Aedo.

Se había iniciado en el Villafranca, club de su localidad natal, desde donde al concluir la campaña 1929-30 pasó al Tolosa, entonces en 3ª División, y seguidamente al Murcia, para dirimir los torneos correspondientes a 1930-31 y 31-32 como titular indiscutible en la categoría de plata. Su ingreso en la entidad verdiblanca se produjo durante la primera semana de octubre de 1932, con la temporada ya en marcha y tras arduas negociaciones con su familia, poco interesada en que siguiera jugando tan lejos de casa. Debutó en la máxima categoría el 27 de noviembre de 1932, primer choque del Campeonato liguero, con estrepitosa derrota frente al Athletic Club bilbaíno en San Mamés, por 9-1. Un borrón que bien pronto lograría enmendar.

Campeón de la liga en 1934-35, había cumplido el servicio militar en Murcia y a sus 26 años, durante el verano de 1935, daba el gran salto al F. C. Barcelona junto con su entrenador en el Betis, Patrik O´Connell, para disputar los 22 partidos del campeonato 1935-36. Ante él se abría un horizonte ilimitado, según recordara más de una vez. Internacional absoluto en 3 ocasiones, con debut el 24 de enero de 1935 ante Francia, choque saldado con victoria por 2-0, y despedida del cuadro nacional sin tener entonces consciencia de ello, frente a Alemania, el 12 de mayo de 1935, todo habría de enturbiarse en julio de 1936. Era en ese momento, por detrás de Lecue y en unión de su compañero de línea Serafín Aedo, el segundo internacional bético atendiendo a un orden cronológico.

“Estaba en Ordizia (Villafranca de Oria según la denominación del momento), cuando tuvo lugar la sublevación militar” -narró al periodista Julián García Candau-. “Pensé que la guerra sería cuestión de tres o cuatro días, pero pronto vi los ataques de los requetés y las escaramuzas del monte Igueldo. Yo estaba de vacaciones y con el comienzo de la guerra fui a parar al Batallón Amaiur, en Orduña. Y pronto entré en la secretaría del jefe, Joseba Rezola”.

Estas declaraciones contradecían otras procedentes de su misma boca, afirmando que “casi toda la guerra fui soldado en los frentes de Lequeito y Orduña. El que me sustituyó en el batallón, murió. Estuve en el cuerpo de ametralladoras como soldado raso”.

Pedro Areso durante su militancia en el Murcia, conde comenzó a despegar su carrera deportiva mientras cumplía la mili.

Puesto que consta como evidencia su ingreso en la secretaría de Joseba Rezola, y transcurrieron pocos meses desde el inicio de las hostilidades hasta la ruptura del cinturón de hierro, la toma de Bilbao por las Brigadas Navarras y el embolsamiento del ejército gudari entre Laredo y Santoña, una de dos: o se le hicieron muy largos sus días de combatiente, o la memoria le jugaba malas pasadas. Comoquiera que fuese, lo cierto es que no pudo partir con el elenco del F. C. Barcelona hacia la gira americana, y que cuando comenzaron a disputarse los partidos recaudatorios con finalidad bélica entre equipos representativos del PNV y Acción Nacionalista Vasca, allá estaba él, siendo seleccionado, finalmente, como miembro el Euzkadi para la gira europea. Otras declaraciones suyas dan cumplida cuenta de estos hechos: “En París me encontré con mis compañeros barcelonistas, que regresaban de su gira por América. Fue la última vez que vi a Munlloch, Iborra, Vantolrá y Bardina”.

Pero una frase suelta pronunciada junto el párrafo anterior, sirvió para dar pie a interpretaciones oscuras: “Cuando salí del País vasco solamente iba a ir a Francia”. De ahí que Félix Martialay, quien más y mejor estudiase las idas y vueltas del fútbol durante el periodo bélico, lucubrase sobre si su posterior traición en Buenos Aires, cuando cruzase el río de La Plata con el propósito de ingresar en el Peñarol de Montevideo, no fuera sino resultado de su arrepentimiento por no haberse decidido a dar la espantada en París, y hacer caja en cualquier club galo. Mi impresión es muy distinta. Como cuando partió la reducida expedición político-deportiva hacia Biarritz en la antigua avioneta del Negus abisinio, el equipo vasco únicamente tenía contratado un partido ante el Racing de París, es mucho más probable que si no todos, parte de aquellos jugadores contasen con un viaje de ida y vuelta, a la espera de posteriores contratos. Pero fue tan amplia la atención concedida por la prensa del país vecino a “la representación de resistentes españoles contra el fascismo”, y tan jugosa económicamente la respuesta inicial del público, que al surgir nuevos “bolos” ya no fue preciso el retorno a Bilbao.

Digresiones aparte, se narró en el correspondiente capítulo su huida, el fiasco sufrido en Montevideo, su puesta a punto entre la plantilla de Tigre, las creativas disculpas con que intentó vestir de seda su jugarreta y el desfondamiento que tanto esa actitud como la de Vallana destilase en el ánimo de pacho Belausteguigoitia, informador y amigo personal del Lehendakari Aguirre exiliado en París. Fichado al cabo por el Racing de Buenos Aires para las campañas de 1938 y 1939, como no podía aparecer por México, donde para sus antiguos socios de aventura se había convertido en poco menos que un apestado, viajó a Venezuela enrolándose como jugador-entrenador en el equipo de la colonia vasca. Al menos ha de alabarse su tardía franqueza al explicar aquellos hechos con casi medio siglo de retraso:

“Estábamos completamente aislados, porque ni siquiera podíamos comunicarnos con nuestro país. Vallana nos reunió y explicó lo que pasaba, después de pedir un esfuerzo pecuniario al Gobierno Vasco. Propuse que no nos moviéramos (de Buenos Aires) hasta disponer de un contrato, y que el Gobierno Vasco nos diese una solución. La mayoría no me apoyó y decidí no regresar a México. Me quedé en Buenos Aires y comencé a entrenar con el River. Para mí había terminado la gira. No sabíamos qué iba a ser de nosotros y consideré que debía tomar una decisión personal”.

Con la promulgación del decreto franquista que permitía el regreso sin represalias a quienes no contasen con crímenes de sangre, hubieran sido delatores u obrasen sobre ellos denuncias de tortura en “cárceles del pueblo”, o checas, acudió a la embajada española de Caracas, donde le diligenciaron un pasaporte. Volvía a pisar suelo español en 1946, encontrándose con que el Barcelona ya no tenía el menor interés en recuperarlo, fuese poque con 34 años lo considerase periclitado, o porque su directiva, genuflexa ante el despótico franquismo del momento, quisiera evitar malos entendidos. Su repaso de aquellos días no carece de acritud: “Me hicieron la vida bastante amarga. Estuve a punto de fichar por el Atlético de Madrid, entonces Atlético Aviación. Cesáreo Galíndez, que fue presidente, y Juan Touzón, me apadrinaron para jugar en Albacete un partido amistoso de prueba. Prevaleció la idea de que no me ficharan cuando se presentaron los aviadores de la directiva y votaron en mi contra. Tuve una oferta del Sporting y estuve esperando, pero también acabarían vetándome. No sabía dónde me iba a meter y acabé haciendo los cursos de entrenador en Guipúzcoa y Madrid. Tuve suerte y José Antonio Elola me ayudó a resolver la situación. Me examiné y saqué el título. De allí fui al Español, con Segrelles de secretario técnico”.

La memoria y sus lagunas, nuevamente. O sus terremotos. Porque entre el regreso a España y su fichaje por el barcelonés R. C. D. Español, sucedieron varias cosas.

Tras el rechazo del Barcelona, gracias a su amistad con el entonces entrenador cántabro Gabriel Andonegui, viejo compañero en la línea defensiva del Murcia, ingresó en el cuadro de El Sardinero para disputar únicamente 6 partidos de 2ª División la temporada 1945-46, puesto que parte de ella la invirtió cedido en el Deportivo Tanagra. Entrenó al Santander la temporada siguiente a colgar las botas, es decir la campaña 1946-47, sin suerte, pues el equipo descendió a 3ª División. Y desde la capital cántabra a la Gimnástica Burgalesa el ejercicio 1947-48, también en 3ª División. Allí comprendió que una cosa eran los textos del Boletín Oficial del Estado, y otra su praxis en la vida ordinaria.

Burgos, entonces, era una capital pequeña, con muchos cuarteles e imbuida de gran fervor caudillista. Los mandos militares venían a ser auténticas fuerzas vidas, no sólo en el ámbito de la sociedad más selecta, sino por cuanto afectaba al día a día. El general Juan Yagüe le hizo llamar a su despacho y le puso de vuelta y media, espetándole en la cara que era material fusilable, que quienes como él se erigieran en corifeos de una república carcomida por el comunismo, no tenían cabida en la nueva España; que a ver en base a qué derecho se atrevía a comer el pan regado con sangre de tantos buenos españoles, mientras él huía por Europa y América como una rata; que si no ponía los pies en polvorosa, se atuviera a las consecuencias. “Me echó. Sólo estuve tres meses”, sintetizaba, por no tragar más hiel.

Salió de Burgos hacia la frontera portuguesa, enrolándose como entrenador del Atlético Portugal y Vitoria de Setúbal, aunque dirigiendo a éste sería descalificado a perpetuidad por la Federación lusa, luego de destaparse un intento de soborno a jugadores adversarios, con su intervención directa.

A partir de ahí más viajes. Desde el puerto de Belem, rumbo a América para hacerse cargo del Unión Española (Chile); Club Loyola de Caracas (Venezuela), la temporada 1952-53, donde tuvo a sus órdenes al menos al también español Sorraráin; C. D. La Serena (Chile); Rangers (de Chile igualmente); C. D. Español de Barcelona (temporada 1963-64, durante 12 partidos con el pobre saldo de 2 victorias, 3 empates y 7 derrotas); Lanús, Nueva Chicago, Talleres y Platense, los cuatro de Argentina. Y otra vez a Chile, donde gozaba de buen cartel merced al título de campeón en Primera “B” obtenido con el C. D. La Serena el año 1961, ahora contratado por Unión Española y el Rangers de Talca.

Hacia el ecuador de los 70 decidió fijar su residencia en Buenos Aires. Tenía 3 hijos, dos varones y una mujer, fruto de su matrimonio con Maitena Amundaráin, argentina de padre guipuzcoano y madre bilbaína, a quien conociese en el Centro Vasco bonaerense. Y todavía un par de nuevos y breves viaje a España, a otro mundo ya, en 1985, para realizar el saque de honor en los prolegómenos del partido con que el Real Betis conmemoraba los 50 años de su título liguero. Aedo, antiguo compañero de zaga en la entidad verdiblanca y de fatigas con el Euzkadi, sonreía junto a él, enredadas sus pupilas al agridulce vaho de tantos recuerdos. En San Mamés, igualmente, recibiría un homenaje más, conmemorando el cincuentenario de aquella gira europea y americana con el Euzkadi.

Para entonces había elegido como residencia definitiva México. Por mucho que su esposa fure argentina, los vaivenes económicos consustanciales al peronismo, los desplomes monetarios sistemáticos y el tobogán de quiebras por cuyo filo se desangraba una sociedad incapaz de creer no ya en sus políticos, sino en el propio país, había hecho inhabitable el gran Buenos Aires. Falleció en suelo azteca, el 1 de diciembre de 2002, a los 91 años, llevándose muchos secretos de la odisea vivida.

Pablo Barcos Plaza “Pablito” para el fútbol (Sestao, Vizcaya, 26-I-1913), compitió con el Baracaldo C. F. las temporadas comprendidas entre 1932-33 y 1935-36, las dos últimas en 2ª División. Tenía apalabrado su ingreso en el Athletic Club para la campaña 1936-37, que el estallido de la Guerra Civil dejó sin efecto, y era uno de los dos únicos componentes del Euzkadi primigenio que no había sido internacional con España -el otro fue el infortunado Egusquiza-. Cierto que según la prensa bilbaína, la negociación entre los clubes rojiblanco y gualdinegro estaba encallada mediado julio de 1936. Para la directiva atlética, los baracaldeses se extralimitaban en sus exigencias económicas, y a la vera de los hornos que cada noche teñían de rojo las aguas de la ría con su menstruación siderúrgica, se sostenía que si no era al Athletic Club, el chico acabaría en cualquiera de los otros dos equipos también interesados. Lo más probablemente es que al fin hubiera existido entendimiento, toda vez que este tipo de tiras y afloja constituían moneda corriente cada estío. Pero el caso es que sin haber disputado ningún partido de 1ª División, Pablito se vio rodeado de internacionales en una aventura de la que disfrutó como ni se atreviera a soñar.

Disciplinado, rendido siempre al liderazgo de Luis Regueiro, “el hombre con más personalidad de todo el equipo”, al decir unánime de los expedicionarios, cumplió siempre a satisfacción y tras la disolverse del cuadro fichó por el mexicano Club España (1939). Las rodillas, para entonces, ya habían empezado a darle guerra. Era así como entonces solía denominarse a las lesiones de menisco. Y pese a ello continuó compitiendo con el Veracruz y Moctezuma de Orizaba, donde en 1942 acabó rompiéndose definitivamente. Con 29 años tuvo que colgar las botas, aunque el Sr. Urraza, patrocinador del Euzkadi mientras disputara la Liga del Distrito Federal y siempre con la mano tendida para aquellos futbolistas, hizo menos amargo el trago al ofrecerle un puesto de trabajo en su fábrica de neumáticos. Contrajo matrimonio con Alicia Urquiola y tuvo dos hijos varones, además de entrenar a equipos juveniles por matar el gusanillo. Era de los que nunca faltaban a las reuniones del antiguo equipo, de los que seguían dirigiéndose a Luis Regueiro como “capi”, con el mayor respeto. De los que no se movió del país que lo adoptara, hasta su fallecimiento, acaecido el 2 de diciembre de 1997, con 84 años.

Leonardo Cilaurren Uriarte (Zorroza, Vizcaya, 5-XII-1912), pasó desde el equipo de su pueblo a competir en 1ª División con el Arenas de Guecho cuando aún contaba 17 años. Y eso que el Athletic Club lo tuvo a su alcance antes, según testimonio de Melchor Alegría:

Cilaurren, un centrocampista con fútbol adelantado a su época, capaz de enviar pases largos por demás precisos, descartado por el Atheltic Club cuando salía gratis, y años después fichado del Arenas Club guechotarra.

“En febrero de 1929 se disputó en San Mamés un partido sin aparente trascendencia. Se trataba de probar a Menchaca, una promesa del Ribera, de Deusto, frente al equipo reserva rojiblanco. Entre éstos, se alinean un chaval de Galdácano apellidado Iraragorri, con asombrosa facilidad para crear juego y marcar goles, y un mocetón eibarrés, seriote, de fútbol sobrio y práctico llamado José Muguerza. Los buenos catadores fijan también su mirada en un zaguero del equipo ribereño, espigado, flexible, rubio, tipo inglés. Además de los jóvenes atléticos, el rubiales ha merecido la aprobación de los concurrentes. Termina el partido y el ojeador del Athletic, Máximo Royo, conocedor al dedillo de los innumerables componentes de formaciones modestas, se acerca a los directivos para que fichen al defensa rubio. Royo obtiene una cerrada denegación, pero insiste sin lograr su propósito. Entonces, en su decepción, advierte: “He seguido a ese muchacho durante muchos partidos y les aseguro que estamos ante un fenómeno. Si ahora no lo quieren, algún día irán a buscarlo chequera en mano”. Exteriorizando rotunda negativa, los directivos mueven la cabeza de un lado para otro. Me hallo cerca del grupo. Royo viene hacia mí y, nervioso, exaltado, me atenaza un brazo, gritando mientras agita la otra mano ante mi rostro: “¡Están ciegos! No ven, Melchor, no ven. Miran, pero no han visto la enorme calidad de ese muchacho”. Como en la moraleja, otro sabio recogió lo despreciado por los Athléticos. Y leonardo Cilaurren viste la camiseta rojinegra del Arenas, eterno rival de los blanquirrojos bilbaínos”.

A Nardo, como fuera conocido por sus compañeros de vestuario en Guecho, Bilbao, y durante aquel año y medio trotando con el Euzkadi, le bastaron tres temporadas en un club que nunca fue realmente profesional mientras se fajara entre los grandes, para recalar en el Athletic Club. Era justo el medio que necesitaban los bilbaínos, dotado de extraordinarias facultades físicas, capaz de surtir balones largos tanto a sus alas como a los interiores, de marcar el ritmo y ensayar el disparo si se presentaba la ocasión. Campeón de Liga en 1933-34 y 1935-36, así como de Copa en 1932 y 1933, fue quien hizo jugar de verdad al rapidísimo Guillermo Gorostiza, merced a sus perfectos servicios. Como augurase Royo, quienes se negaran a ficharlo sin soltar un céntimo, tuvieron que aflojar unos miles de pesetas. Y, por cierto, Nardo no era el único apelativo del rubio internacional. Como ningún futbolista del Arenas podía dedicarse al deporte en exclusiva, y él continuara desempeñando su oficio de carnicero, parte de la afición lo apodó “Chuletas”. Existen imágenes con pancartas rezando “Ánimo”, y “Gracias, Chuletas”, al paso ante el mercado bilbaíno de la Ribera, del camión con los campeones de Copa rojiblancos.

Entre sus muchos grandes partidos, se recuerda sobre todo un Athletic – Madrid resuelto en San Mamés con un 5-2 favorable a los anfitriones. Estuvo infatigable, bastándose por sí solo para dominar la franja ancha. Desde más de treinta metros lanzó un chupinazo que rebotó en el pecho de Zamora como lo hubiese hecho en la pared de cualquier frontón. Concluido el encuentro, un periodista preguntó a Bonet, medio centro “merengue”, qué le había parecido el Athletic, y el madridista respondió: “No nos ha vencido el Athletic; nos ha derrotado Cilaurren”. Aquel informador quedó perplejo, puesto que Iraragorri había anotado 3 de los 5 goles. Y viendo la sorpresa en aquel rostro, el propio Bonet ratificó: “Cilaurren nos ha hecho polvo”.

Tras disolverse el Euzkadi, como la mayoría de sus compañeros estuvo compitiendo con el Club España (1939-40), River Plate de Buenos Aires a caballo entre 1939 y 1940, contratado por 10.000 pesos, Peñarol de Montevideo (1941), de nuevo Club España (1942-1945), y Atlante. Por increíble que pueda parecer, luego de haber destacado en Europa por su “moderna concepción del juego”, el estilo argentino se le atragantó. Allí sobraba el físico. Se trenzaba el fútbol mediante pases cortos, conduciendo mucho la pelota y, con pocos extremos dispuestos a intentar la escapada una y otra vez, el envío de balones profundos apenas servía de nada. Resumiendo, sólo disputó 19 partidos en casi dos años. En México, por el contrario, fue una estrella. Una mañana en el Parque Asturias, enfrentándose al Necaxa, conocido entonces como Campeonísimo, y equipo predilecto en la capital federal, marcó un gol increíble al “Pipiolo” Estrada, rematando de bolea su saque en largo, por alto, desde más atrás del círculo central. Al público le costó reaccionar. No era posible. Luego, rendido a la evidencia, estuvo aplaudiendo largamente. Según la prensa, nadie había anotado un tanto desde esa distancia.

Cilaurren, en pie, Emilín Alonso a su derecha y José Iraragorri a su izquierda. Los tres luciendo la camiseta del Euzkadi.

Llegado el momento de colgar la camiseta, quiso ganarse la vida entrenando, sin conseguirlo del todo. Tuvo a su cargo las plantillas del Club España (1949) y Atlante (durante los años 1950, 51 y 52), además de emprender algún negocio que a duras penas mantuvo. Finalmente, quien siempre acariciara la posibilidad del regreso, hasta el punto de estampar su firma en la carta con que a través del poeta Rafael Duyos solicitaban alguna garantía o apoyo a José María Cossío, se decidió a cruzar el océano, plantándose en Madrid allá por enero de 1953. Había sido internacional en 14 oportunidades, entre 1931 y 1935, debutando el 9 de diciembre con derrota frente a Inglaterra por 7-1. Su despedida, al menos, tuvo que dejarle un buen sabor de boca, puesto que el 12 de mayo de 1935 se impuso a la Alemania de Adolf Hitler por 1-2. Tres de esos choques, además, correspondieron al Campeonato Mundial de Italia (1934), y si bien fuera convocado por el seleccionador nacional en otras dos ocasiones, no se le brindó la ocasión de saltar al campo. Una buena carta de presentación, cuando tantos futbolistas de su época con mucho menor prestigio deportivo habían encontrado en los banquillos una salida profesional. Pero lamentablemente tan sólo requirió sus servicios el Villanovense, de Villanueva de la Serena, la temporada 1955-56, hallándose en 3ª División.

Resignado, estuvo regentando con su cuñado un bar en la calle Núñez de Arce, el “Guernica”, hasta que un cáncer pusiera fin a sus días. En octubre de 1969, José Iraragorri fue invitado a México, con ocasión de celebrarse las Bodas de Plata del Club León, representante del estado de Guanajuato. Con él llegó a sus excompañeros del Euzkadi residentes en el país azteca, la noticia de su visita a Cilaurren, en el lecho, antes de partir. “Se siente optimista -comentó a Melchor Alegría-. Dice que pronto irá a la sierra de Guadarrama, a restablecerse, porque ignora la triste realidad. No es cuestión de meses, sino de semanas. Se nos va”.  Días después, “El Chato” regresaba a Madrid, y desde la capital a Bilbao y Galdácano. Los funestos presagios no demoraron mucho. El 9 de diciembre de 1969, Nardo expiraba.

Referirse a Ángel Zubieta Redondo (Galdácano, Vizcaya, 17-VII-1918), equivale a invocar a un fuera de serie.

Medio centro de gran calidad, desde el Elexalde, una especie de filial del Galdácano, donde estuvo jugando las temporadas 1933-34 y 34-35, se incorporó al Athletic Club y fue titular indiscutible durante todo el campeonato 35-36, con sólo 17 años. Fue también, setenta y tantos, el futbolista más joven al enfundarse la camiseta de la selección española, puesto que debutó ante Checoslovaquia el 26 de abril de 1936, dos meses y medio antes de cumplir los 18. Por desgracia la Guerra Civil, la gira del Euzkadi y su prolongada y exitosa militancia en el San Lorenzo de Almagro, se tradujeron en dos únicas defensas de nuestros colores ncionales.

Pese a su metro ochenta y uno de estatura, del todo inusual hace casi un siglo, era ágil, rápido en los cruces, muy bueno con el balón en los pies y, lógicamente, casi invulnerable en el juego aéreo. Excelente compañero y con gran sentido de la camaradería, a poco de iniciarse la tournée europea del Euzkadi cedió su plaza a Pablito Barcos en el viaje a Praga, viendo la gran ilusión que el setaoarra, inicialmente descartado, tenía por visitar una capital de la que se contaban maravillas. “Yo la conozco -le dijo-, y es verdaderamente bonita”. Sin más palabras arregló el trueque con Vallana y Pablito pudo ver cumplido su anhelo. Elegante sobre el césped, solía transmitir la sensación de ser un futbolista sobrado, aunque en realidad nunca se le subieran los éxitos a la cabeza. Y si bien su salida de nuestro país le privó de convertirse en un futbolista para la historia, protagonista de múltiples “No-Dos”, no es menos cierto que en Argentina acabó cuajando como no hubiera podido hacerlo en una Europa asolada por la locura hitleriana, y sus secuelas de devastación tan perceptibles hasta mediados los años 50.

Si su intención al ingresar en el San Lorenzo de Almagro consistía en retrasar dos años el regreso a Galdácano y su Athletic, las circunstancias convirtieron ese teórico paréntesis en 14 temporadas, durante las que disputó con los de Boedo 352 partidos, anotando 29 goles. Conocido en Argentina como “El Vasco”, habría de formar con Greco y Colombo la columna vertebral del equipo que alcanzó brillantemente el Campeonato en 1946, y a continuación se exhibió en una imborrable gira por Europa. Buen distribuidor del juego, con capacidad física para convertirse en volante de ida y vuelta, fue sacado a hombros de un par de campos, despedido de San Mamés con una ovación interminable y acogido entre vítores, cuando tras la retirada de embajadores propuesta por las Naciones Unidas, su equipo se paseara en 1947 por una España famélica, anticipando la ayuda alimentaria que Juan Domingo Perón, presidente argentino, había pactado con los gobiernos estadounidense y británico, ante el temor de que la hambruna resucitase en nuestro país los viejos fantasmas del comunismo.

Ya entonces mantuvo contactos con la directiva bilbaína, pero su exigencia de 150.000 ptas. por campaña, cuando un maestro devengaba 7.200 anuales, más trienios, puntos y complementos, un trabajador de banca en torno a las 9.000, y los restaurantes únicamente podían ofrecer carne a sus comensales dos días por semana, fueron rechazadas de plano. Zubieta sencillamente convertía en moneda española los pesos que religiosamente le abonaba el club San Lorenzo, pero mientras al otro lado del Atlántico se ataba a los perros con longanizas, por nuestros pagos reinaban las cartillas de racionamiento y sus cupones. “¡Aquí 150.000 ptas. no las gana ni Franco!”, se aseguraba por las tertulias vizcaínas le habrían respondido. Fuera como fuese, el gran medio centro continuó en la Argentina de Evita y sus descamisados, convertida paradójicamente en refugio de no pocos nazis desde que se derrumbara el Reich de los Mil Años. Tan sólo iba a retornar en 1952, cuando en la recta final de su carrera ya no era ni sombra de sí mismo. Y no para enfundarse la camiseta rojiblanca, sino la blanquiazul del Real Club Deportivo de La Coruña.

Ángel Zubieta con la camiseta del San Lorenzo de Almagro, poco antes de su regreso a España para lucie la del Real Club Deportivo La Coruña.

Al salir del San Lorenzo de Almagro su afición despidió al futbolista con más partidos disputados hasta entonces, marca que superó en 1975, es decir 23 años después, Roberto Telch. En La Coruña, donde estuvo compitiendo las temporadas 1952-53, 53-54, 54-55 y 55-56, aunque esta última ya en funciones de jugador-entrenador, permaneció a las órdenes Helenio Herrera, Manuel Casal, Fernando Fariña, Carlos María Iturraspe, Eduardo Toba, García Vizoso y Pahiño. Demasiados técnicos para cuatro campeonatos, señal inequívoca de en qué aguas revueltas navegaba la entidad gallega.

Gracias al testimonio de Ignacio Gárate Bergareche, exfutbolista de la Cultural de Durango, Erandio, At Bilbao, Osasuna, Murcia y Deportivo de La Coruña, compañero de nuestro protagonista en sus dos últimas campañas, sabemos cómo era aquel Zubieta, al borde ya del retiro: “Solíamos verle reconcentrado en sí mismo, amable, pero de pocas palabras. Sobre el césped era un as, tácticamente; se las sabía todas. Si le tocaba cubrir a un jugador muy rápido, no le entraba de buenas a primeras; prefería esperarlo, meterle el cuerpo y así tenía muchas más opciones de arrebatarle la pelota. Durante los descansos, sobre todo cundo era entrenador, se pasaba aquellos 10 minutos fumando. Y también echaba sus buenos pitillos siendo futbolista”.

En menos palabras, un fuera de serie arañando los últimos dividendos al balón, mientras preparaba una nueva andadura entre olor a césped recién cortado, linimento y sudores. Entrenador del Deportivo, ya a tiempo completo durante los últimos 9 partidos de 1955-56 y 21 del ejercicio 56-57; del Huracán de Buenos Aires, Deportivo Español de Buenos Aires desde 1958 a 1962; At Bilbao (1962-63); Real Valladolid tan sólo en 5 jornadas ligueras de 1963-64; Os Belenenses lisboeta en la 1ª División lusa desde marzo de 1964 y a lo largo del torneo 1964-65, Real Jaén la campaña 1969-70 en 3ª División; Atlante de México entre las temporadas 1970-71 y 1973-74, o Jorge Wistermann, con cuyo elenco se proclamó campeón de la Liga boliviana, guardaba como mejor recuerdo su etapa en el argentino Deportivo Español, al que llevara a 1ª, tras ganar todos los torneos de ascenso desde la categoría de aficionados, conocida entonces como Primera “D”. Pero pese a todo, sería mucho decir que triunfó abiertamente como director técnico.

Caricatura de Ángel Zubieta en su época de entrenador, realizada por “Cronos” el año 1962.

Casado con Sara, fue padre de una hija llamada Juliana Teresa, y sus últimos años estuvieron envueltos en apreturas económicas, puesto que los negocios que emprendiera fracasaron. Uno de ellos, constituido en sociedad con el ariete Isidro Lángara, al parecer fue saqueado desde dentro por algún colaborador infiel. Fallecido en Buenos Aires, luego de no comer y ser ingresado en un centro hospitalario para recibir asistencia respiratoria, el 28 de octubre de 1985, con 67 años. Entonces no había nombre para el mal que le causara una despiadada y temprana decrepitud física. Unos cuantos años después la medicina se lo puso: Esclerosis Lateral Amiotrófica; la aterradora ELA.

Como anécdota, si se quiere, su hermano Santi -así fue conocido para el fútbol- (Galdácano, 20-VI-1908) también es merecedor de unas líneas.

Extremo profundo y generoso en sus centros al área, desde el Elexalde galdacanés pasó sucesivamente al Racing de Santander, Valencia y Valladolid, antes de que en agosto de 1936 se paralizasen nuestras competiciones. Tras la derrota republicana lució las camisetas del Imperio de Madrid, Cartagena, Cacereño en dos etapas distintas, U. D. Salamanca, Manchego y Talavera, hasta colgar las botas en 1947. Puesto que durante la guerra estuvo alineándose con el Aviación Nacional, equipo militar fusionado a posteriori con el depauperado Athletic de Madrid, mantuvo muy buena relación con militares de rango en el bando nacional, mientras Ángel trotaba por América con el Euzkadi o se convertía en estrella del San Lorenzo. Otra familia más, dividida por cuestiones ideológicas o de puro azar, en pleno hervor de filias y fobias. Su militancia en el Imperio, especie de filial “colchonero”, tuvo lugar en condición de cedido por los Atléticos con alas cuando, de cara a la reanudación liguera, conformaran un elenco de campanillas, campeón en 1940 y 1941 bajo la batuta de Ricardo Zamora. Se había casado con una santanderina llamada Estrella, de cuya unión nacieron dos hijas, Estrella y María Luz, cuando al colgar las botas con 37 años se afincara en el madrileño barrio de Cuatro Caminos.

Luego estuvo entrenando a los equipos juveniles del Atlético y Real Madrid, siendo para quienes lo trataron un hombre callado, taciturno y extremadamente bondadoso. En 1974 recibió el homenaje del Racing -ortodoxamente todavía Real Santander-, durante la celebración de sus Bodas de Platino, y el 16 de diciembre de 2006 le fue impuesta en Madrid la insignia de oro de esa entidad. Cuando falleció, el 3 de setiembre de 2007, desaparecía, a los 99 años, el último superviviente de los 111 jugadores alineados en la jornada inaugural del Campeonato de Liga. Se enfrentó el 12 de febrero de 1929 al F. C. Barcelona, justo el día que el deporte rey en nuestro suelo empezara a lucir cetro y corona.

José Muguerza Anitua (Eibar, Guipúzcoa, 15-IX-1911), inició la temporada 1928-29 en la Unión Deportiva Eibarresa, club antecesor de la Sociedad Deportiva Eibar, desde donde mediado el torneo pasó al Athletic Club bilbaíno, a cuya disciplina pertenecía hasta concluir el último campeonato prebélico. Campeón de Liga en 4 ediciones, las correspondientes a 1929-30, 30-31, 33-34 y 35-36, así como de Copa en 1930, 31, 32 y 1933, había sido 9 veces internacional entre el 14 de junio de 1930, ante Checoslovaquia, y el 23 de febrero de 1936, frente a Alemania. En otras cuatro oportunidades, incluido también en la lista de los seleccionadores, no llegó a pisar el césped. Decepción que sin duda se vio compensada con los tres choques ante Brasil e Italia que dirimiera en el Campeonato Mundial organizado por Benito Mussolini.

Sobre su incorporación al club rojiblanco habló con total claridad durante la primavera de 1977, cuando contaba 65 años: “Militando en la Eibarresa, jugamos la final de la Serie B en Pasajes, contra el Pasayako Lagun Ederrak, al que ganamos. Parece que estuve bastante bien, y entonces me llamaron desde San Sebastián. Fui sometido a prueba el 20 de enero, día de San Sebastián, contra el Deportivo Alavés, al que me parece ganamos por 4-1. El domingo siguiente volvieron a alinearme con la Real Sociedad en Vitoria y estaba a punto de firmar como jugador blanquiazul cuando el 1 de febrero vinieron a verme de Bilbao. Poco después el Athletic nos sometió a prueba a Cilaurren, Iraragorri y a mí, en un partido contra el Ribera Sport que si mal no recuerdo ganamos por 7-1. Parece que gustamos “El Chato” y yo, pero no Cilaurren. Tenía entonces 17 años y esa misma temporada fui internacional”.

Sin ser una estrella, se convirtió en centrocampista disciplinado y trabajador, el clásico hombre de equipo empeñado en ponérselo más fácil a los compañeros; regular en su rendimiento y atado a la zona ancha del campo, puesto que sólo pudo marcar un gol en los 129 partidos de Liga que disputara. Entonces únicamente se dirimían 18 partidos por temporada hasta 1933, y 22 a partir de 1934. Las fotografías que de él se conservan resultan un tanto engañosas, pues aunque su apariencia física sugiera otra cosa, aún no había cumplidos 25 años cuando la Guerra Civil puso del revés todos sus proyectos. De hecho, según narrara él mismo, las cosas pudieron haber sido muy distintas:

“Poco antes de que estallase la guerra, hallándome de vacaciones en Eibar, jugamos un partido en Vich, y a la vuelta pasamos por Pamplona, ya terminados los Sanfermines. Faltaban dos días para desatarse las hostilidades, que muy bien hubieran podido pillarme en la Plaza del Castillo. Desde Eibar fui a Bilbao, y de allí nos llevaron a Francia, donde se nos unieron otros futbolistas para completar el Euzkadi, como Luis Regueiro”.

Invocar aquellos días de tournée por Francia, Checoslovaquia, Polonia, la Unión Soviética, Escandinavia, Cuba, Argentina, Chile o México, desde su recién estrenada jubilación, equivalía a sumergirse en un mar de nostalgia, pese a todas las dificultades vividas: “Recuerdos maravillosos. No teníamos dinero, pero nos sobraba salud, humor, juventud y ganas de jugar al fútbol”.

José Muguerza, en una de las imágenes que Melchor Alegría distribuía a la prensa de las ciudades donde equipo compitiera, para que los reportajes sobre aquellos partidos pudieran lucir la correspondiente ilustración.

Tras el subcampeonato mexicano con el Euzkadi bajo patrocinio de la industria neumática del vasco Urraza, fue el primero en casarse, el año 1939. Ya conocía a la que iba a ser su esposa desde que participase en la gira de 1935 con el Athletic Club. Una visita deplorable en lo deportivo, que en su día abochornó a la afición rojiblanca como pocas cosas lo han hecho. En sus evocaciones daba fe de ello: “Fue un desastre, sí. Allá por donde íbamos, nos agasajaban de tal manera que… Comida por aquí, comida por allá… Fíjate que yo era compañero de habitación de Bata (el baracaldés Agustín Souto Arana, goleador prebélico, con 17 dianas en 21 partidos del campeonato 1934-35, y 21 tantos en 20 choques de 1935-36), y no nos veíamos mas que de domingo a domingo, en la caseta. Así no podía irnos bien y pasó lo que pasó”.

Él, por lo menos, extrajo un gran rédito personal durante aquellas semanas de jolgorio, tropezando con la que cuatro años después le diera el “sí” ante el altar. Ya casado, completó cuatro torneos con el Club España, donde tuvo honores de capitanía, al término de las cuales anunció su retirada. Había puesto una cervecería en Allende, y le daba para vivir con desahogo sin los sobresaltos semanales del fútbol. Pero la vida nos da sorpresas: “Una noche llegó allí el general Núñez, que era jefe de la policía y además dueño del Atlante. Vino con otros cuatro o cinco oficiales y me dijo: Oye, pepe, tienes que jugar en mi equipo. Yo aduje que ya estaba retirado, que las cosas del balón tienen su tiempo y el mío ya era historia, pero él me contestó, muy serio. Nada, nada; si no juegas te cierro la cantina. De manera que no tuve más remedio. Otros dos años con el Atlante en la capital federal mexicana. Y la verdad sea dicha, me los pagó bien”.

 Retirado de verdad al fin, montó con su esposa, Rosario Juaristi Juaristi, una camisería junto al Casino Español, sin desdeñar las ofertas que le llegaran para dirigir a equipos mexicanos de segundo rango, como el Tampico, al que estuvo entrenando durante el año 1953. Tuvo un hijo varón que ejerció como gerente en una fábrica de cerveza y le regaló dos nietos, así como una hija casada en agosto de 1976. Y estuvo de visita en España, durante el verano de 1970, presenciando un par de partidos. El inaugural de temporada entre el At. Bilbao y el Barcelona, donde fue invitado de honor, y el del siguiente domingo en Madrid, entre los dos Atléticos. Los dos goles “colchoneros” fueron obra de su sobrino, José Eulogio Gárate, precisamente cuando el “9” eibarrés cumplía años. Falleció en México, el 22 de octubre de 1980, sin darse otra vueltecita por Eibar, donde desde 1970 le esperaban un hermano y cuatro sobrinos.

José Iraragorri Ealo, natural de Basauri, Vizcaya (16-III-1912), aunque él siempre se sitiera galdacanés, fue para la afición de San Mamés “El Chato” y para los adversarios una pesadilla, por su acometividad, el ímpetu desplegado en cada disputa del cuero y la facilidad con que veía puerta si le concedían un metro en las inmediaciones del área. Desde el Galdácano, a cuya disciplina se incorporó la temporada 1926-27, con 14 años, ya intervino con el Athletic Club en 13 partidos de Liga correspondientes al campeonato 1929-30, rubricando 11 goles. Y sólo tenía 17 años. Como Muguerza, fue campeón Liga en 1929-30, 30-31,33-34 y 35-36, así como de Copa en 1930, 31, 32 y 1933. Para ciertos compañeros fue uno de los niños bonitos de Mr. Frederick Beaconsfield Pentland, el gentleman inglés que celebraba cada título consintiendo a sus futbolistas le reventasen de un puñetazo el sombrero hongo. El mismo que al ser amonestado por un guardia municipal en Madrid, tras cruzar la calle con sus muchachos sin esperar el correspondiente permiso, respondió al despectivo “¡Aldeanos!” del municipal, con un elegante: “Aldeanos, sí señor. Pero de Londres”. Pues bien, fuese o no uno de los preferidos del técnico que lo modelase, nunca desaprovechó sobre el césped la fe puesta en él.

Seleccionado en 8 ocasiones, fue internacional en 7 partidos, debutando con empate a cero frente a Italia el 19 de abril de 1931, y despidiéndose el 23 de febrero de 1936 ante Alemania, con derrota por 1-2. Dos de esos choques, ante Brasil e Italia, tuvieron lugar en el II Campeonato Mundial, celebrado en Italia el año 1934. Hasta enrolarse en el Euzkadi había disputado con la entidad bilbaína 113 partidos de Liga, con 87 goles en su haber, media anotadora formidable para un interior de los que también sabía desgastarse en la zona ancha del campo. O si se prefiere, en 7 torneos tan sólo se perdió 21 partidos, pese a que por no ser de los que escurrían el bulto, sufriera dos lesiones de cierta duración.

José Iraragorri, muy jovencito, en una de sus primeras imágenes con la camiseta del Athletic Club.

Durante el cerco de Bilbao combatió como gudari en un batallón de A.N.V., aun contando con la complicidad del boticario vizcaíno empeñado en retirarlo de las trincheras a la menor oportunidad, convirtiéndolo en sanitario improvisado. Pese a ello, vio morir a su compañero del Athletic Club Ángel Careaga Ruiz, en el frente de Villarreal. Por eso, cuando empezara a hablarse sobre la posibilidad de crear un equipo propagandístico que recorriese Europa atrayendo dinero y simpatías a la causa vasca, no lo dudó. Si él caía, ¿cómo iba a ser el futuro de su idolatrada madre? Luego, todas sus dudas sobre enrolarse en la aventura americana o aceptar la invitación de retorno ofrecida en Barbizón, tuvieron por epicentro a su madre. Bilbao ya había caído. Si abandonar el Euzkadi no hubiera supuesto seguir combatiendo, esta vez con los alzados, sin duda habría atravesado la frontera irunesa, junto a Roberto Echevarría y Perico Birichinaga. Pero no podía correr el riego de que una bala o un obús dejara sola a su madre para los restos. Meses después, ya no hubo marcha atrás. Al menos durante siete años que se le hicieron eternos.

La prensa mexicana solía citarlo entre los destacados, desde que recuperase el tono a raíz de su intervención quirúrgica en La Habana. Sin ser un exquisito, su concepción del juego, valiente y directo, conectaba con el bullicioso graderío. Por eso, el Club España le abrió las puertas en 1939, pese a saber que su anhelo inmediato pasaba por enrolarse en el fútbol argentino.

Fueron 22.000 los pesos ofrecidos por el San Lorenzo de Almagro, si firmaba un contrato por dos campañas. Después de la penuria económica que caracterizase las finanzas del Euzkadi en América, aquella cifra se le antojaba casi un maná celestial. Pero como les ocurriera a otros compañeros de expedición, aquel fútbol porteño, cadencioso y de sobeteo, tan técnico y vigilante en la retaguardia, se le enredó. Echaba de menos los espacios a que estaba acostumbrado, su complicidad con Cilaurren y la carga frontal del adversario, en vez de tanta marrullería soterrada y control del esférico. Sólo 5 partidos en dos temporadas no eran cifra ni para sentirse orgulloso, ni para soñar con una renovación contractual. De modo que en 1941 volvía al mexicano Club España, para no moverse de su plantilla hasta que en abril de 1946, luego de numerosos sondeos, promulgarse el decreto franquista sobre admisión de expatriados sin carga delictiva, y recibir de sus “padrinos” suficientes garantías sobre la ausencia de represalias, pusiera los pies en Bilbao, donde unos mil aficionados, según la prensa, se congregaron para recibirle.

Su Athletic, entonces ya Atlético, le ofreció 25.000 ptas. anuales que aceptó sin rechistar, firmando por tres campañas. Llegaba operado de los meniscos y con 34 primaveras, sin el empuje de antaño, aunque como en seguida pudo apreciar el público congregado en San Mamés, más cuajado técnicamente. Y sobre todo jugado a la sudamericana, según velada crítica de los informadores. Los 21 partidos disputados en el torneo de reaparición, con 5 goles en su haber, quedaban lejos de la media anterior, aunque no resultaran del todo decepcionantes. Después, distintas molestias, lesiones y la desconfianza de Juan José Urquizu y Mr. Bagge, sus entrenadores, se tradujo en 3 partidos de liga sin goles en 1947-48, y 4 encuentros, esta vez con 2 goles cantados, en 1948-49.

Iraragorri, ya entrenador de quienes fueran sus compañeros hasta colgar las botas, impartiendo instrucciones en un partido con prórroga.

De inmediato dirigiría desde el banquillo al equipo, las campañas 1949-50, 50-51 y 51-52, proclamándose campeón de Copa en la primera y 6º en el torneo de Liga; 7º en el segundo campeonato liguero y campeón de la Copa Eva Duarte, y subcampeón en la tercera de sus ediciones ligueras, con 3 puntos menos que el Barcelona y 2 de ventaja sobre el Real Madrid. Cediendo el banquillo al vizcaíno Antonio Barrios Seoane, duro de los de látigo, con coraza y caparazón, obtuvo 10 victorias, 5 empates y 15 derrotas al frente del Real Valladolid en 1952-53, con un puesto duodécimo que supo a poco, quizás porque junto al Pisuerga no se advirtiera que a Paco Lesmes, Ortega, Lasala y Mariscal, sus teóricas estrellas, empezaba a pesarles la edad. Vigo fue su siguiente singladura, también en 1ª División, la temporada 1953-54, siendo sustituido por Ricardo Zamora a partir de la jornada decimotercera, luego de cosechar 3 victorias, un empate y 8 derrotas. Durante el torneo correspondiente a 1955-56 aceptó la arriesgada oferta del Hércules alicantino, con el casi imposible objetivo de mantenerlo en la máxima categoría, después de que Patricio Caicedo hubiera cosechado una victoria y 5 derrotas en los primeros 6 partidos, y Sergio Rodríguez Viera una victoria y otra derrota en los dos que siguieran. A él le toco rubricar el descenso como último clasificado, firmando 3 victorias, 3 empates y 16 derrotas en los 22 partidos restantes. El equipo no daba para más. Con el gallego Mekerle sin pólvora, pese a ser el teórico goleador, un portero que iba para venerable, como Vicente Dauder (21 goles encajados en 7 partidos) y refuerzos que apenas sirvieron para hacer bulto (Gancedo 4 partidos, Julián Cortés, “Zamorita” Miravalles y Benavente, 3 partidos cada uno, y Antonio Rius, Carlos Ortuondo, “Armandín” Bezod y Antonio Ortuño, para el fútbol “Campana”, sin estrenarse siquiera, pese a que el más joven del cuarteto hubiese cumplido los 25 años). A falta de muchas jornadas para concluir el torneo ya anticipó a la directiva que tan sólo cabía hacer planes para el siguiente campeonato.

En su casa de Galdácano decidió que ya había recorrido suficiente mundo, de modo que la temporada 1958-59 la consagró a ejercer como secretario técnico en la bilbaína Sociedad Deportiva Indauchu, entonces en 2ª División. Y puesto que el campo de Garellano estaba a sólo 10 kilómetros mal contados de Galdácano, todavía entrenó al Indauchu las temporadas 1959-60 y 1962-63. Entre su muchachada, varios que como Azcueta, Uría, Portilla, Perea Genúa, Quintela, Allende, Larrauri, Zorriqueta, Víctor, Salvador Echave, Javier Echevarría, Ipiña, Argoitia, Zárraga, Irusquieta, Jáuregui, Cubero, José Luis Menchaca o Latatu, llegaron a degustar la 1ª División.

Casado tardíamente y enfermo durante sus últimos años, falleció el 27 de abril de 1983, con 71 años. Hoy pocos recuerdan que pudo vérsele en nuestros cines durante varios segundos, que era cuanto duraba una secuencia de ambiente mientras disputaba un partido en México. Sí conocen los veteranos aficionados rojiblancos, por haberlo escuchado de sus mayores, que fue un buen hombre, explosivo en el campo, amable en la calle y muy comprometido, tanto con su familia como con los compañeros de vestuario, a los que él, hijo único, siempre consideró hermanos.

Ignacio María Aguirrezabala Ibarbia (Bilbao, 10-V-1909), para el fútbol “Chirri II”, había heredado el apodo de su hermano Marcelino, siete años mayor y como él mismo internacional, futbolista del Athletic Club durante ocho campañas y licenciado en ingeniería. Ignacio era un interior cerebral, con mucha clase, magnífico constructor del juego atacante, a quien el público bilbaíno acabó denominando “Ingeniero”, no sólo haciendo honor a su titulación, sino porque hacía carburar como nadie a todo el equipo. Pero el fútbol de hace un siglo era deporte de riesgo. Entre las superficies irregulares, aquellas botas con doble refuerzo de cuero en las punteras, el alto número de zapadores que disfrazados de deportistas desplegaban sus brusquedades sin miramientos, y el “laissez faire” de los árbitros, a veces simples espectadores desde el centro del campo, las lesiones incapacitantes estaban a la orden del día. Y si Marcelino colgó las botas cuando en 1926 partiera hacia la ciudad germana de Hessen para ampliar estudios, él decidió hacerlo a raíz de caer lesionado en San Mamés el 19 de mayo de 1935, durante un partido de Copa contra el sevillano Betis Balompié.

Ya se narraron las razones de su incorporación al Euzkadi mientras el equipo calentaba motores en Barbizón: le pérdida de dos elementos como Roberto Echevarría y Guillermo Gorostiza, y el pacto alcanzado con Melchor Alegría y Ricardo Irezábal para abandonar el conjunto en Argentina, puesto que su hermano Marcelino llevaba algún tiempo instalado al otro lado del mar del Plata, en Montevideo. Desde Uruguay, el Sr. Gamboa, bilbaíno de nacimiento, le había ofrecido también a él una colocación en su empresa constructora, como responsable del departamento técnico, cargo en cuyo desempeño iba a invertir ocho años.

En 1940 contrajo matrimonio en Buenos Aires con la azcoitiarra Natividad Vidal, que habría de proporcionarle 6 hijos, los cinco primeros nacidos a orillas del Plata y el último a la vera del Nervión. Regresó a España en 1946, para empadronarse en Bilbao y fundar “Dolmen”, Sociedad Anónima de Construcción. Apasionado por la música, fue socio de la Coral de Bilbao, a cuyos ensayos acudía regularmente. Su hermano Marcelino sentía en cambio auténtica pasión por las matemáticas. Especialmente por la Teoría de la Relatividad, de Einstein. La ficha más alta percibida como futbolista del Athletic por “Chirri II” alcanzó las 25.000 ptas. por dos temporadas. Y cuando falleció en Bilbao, el 9 de setiembre de 1979, cuatro años después de Marcelino, desaparecía de este mundo no sólo el hombre capaz de encarrilar su vida a ambos lados del Atlántico, sino también un campeón con tres títulos de Liga y cuatro de Copa.

(1).- Los alcaldes que Bilbao ha lucido desde la reinstauración democrática, todos ellos del PNV, no se han caracterizado precisamente por su devoción cultural. Jon Castañares (1979-1983) tuvo la ocurrencia de destruir la edición de un concurso de cuentos patrocinado por el propio municipio, entendiendo que la obra ganadora estaba más cerca de la pornografía que del simple erotismo. Fue tan amplio el revuelo, tan duras las críticas recibidas y tanta la estupefacción social, luego de que numerosos medios de difusión lo acusaran de inquisidor o alguacilillo de la censura franquista, que hubo de dar marcha atrás. Primero reimprimiendo la colección de cuentos, con nuevo desembolso de dinero público, bajo el ocurrente título de “Cuentos incombustibles”. Y a continuación invitando al autor del relato “sicalíptico” a leer el pregón en la Semana Grande agosteña. José María Gorordo, el tercero ordinalmente (1987-1990), basó su campaña en el axioma de “Bilbao necesita un equipo con ideas nuevas”, como si no perteneciera al mismo partido político que sus antecesores, Castañares y Robles. Luego, ya desde la alcaldía, aseguró que iba a hacer de Bilbao la Atenas del Norte. Una frase que iba a quedar en gratuito brindis al sol. Como llegaba precedido de Castañares y Robles, desde la oposición se le intentó colgar el remoquete de “Alcornoque”, para seguir completando el bosque. Y es que si por sus hechos los conoceréis, distaba mucho de lucir buenos antecedentes. Siendo director general de la radiotelevisión pública vasca, había dejado una deuda descomunal, hasta el punto de haber engullido el 70 % del siguiente presupuesto anual. Abrazado desde el primer instante al populismo, dedicó dinero del contribuyente a buscar el voto de los mayores llevándolos de excursión, enredó, discutió hasta con la cúpula de su propio partido y fue obligado a dimitir en diciembre de 1990, cuando su mandato concluía en junio del 91. Al ser expulsado del PNV, incapaz de pasar desapercibido optó sin suerte a la presidencia del Athletic Club y montó su propio partido político, saliendo elegido concejal, quién sabe si con los votos de jubilados ansiosos por ir de excursión. El efímero Jesús M.ª Duñabeita, no mucho antes presidente del Athletic Club e hijo de un futbolista del barcelonés C. D. Español y el propio Athletic, bastante hico con salir ileso del legado de su antecesor en seis meses que debieron hacérsele interminables. Sólo así se explica que ni siquiera concurriese a las elecciones municipales de 1991. A Josu Ortuondo tan sólo se le recuerda por haber entregado la vara de mando a Iñaki Azkuna, populista, campechano y con muchísimo don de gentes, que al menos puso en marcha un proyecto largamente olvidado por quienes le precedieron: convertir la antigua alhóndiga en un centro cívico de nivel. Juan M.ª Aburto, además de desterrar el mercadillo dominguero de libro usado -pasándolo al sábado, incluso-, sorprendió a propios y extraños leyendo hasta las salutaciones, ante la pobreza de su oratoria; hizo del casco histórico un gueto turístico, tropezando con el rechazo vecinal en forma de solemnes caceroladas; convirtió parte de la ciudad en un ruidoso parque temático, en medio de quejas periféricas por el abandono que los habitantes de ciertos barrios aseguraban sentir. Y además de registrar una merma de votos digna de análisis, recientemente ha forzado la dimisión de quien al frente de la antigua alhóndiga, rebautizada como Centro Cívico Iñaki Azkuna, hizo de ella un referente real en cultura y vida ciudadana. Parece que a Bilbao no está sonriéndole mucho la suerte, con sus alcaldes.

 

 

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