RESUMEN:

Subsanado el chapucero error de la Federación Española, al no haber gestionado el transfer internacional desde la Colombiana, el 16 de noviembre de 1953 se procedió al registro de Alfredo Stefano Di Stéfano Laulhe en el libro de incorporaciones procedentes del exterior. Era, según nuestro órgano federativo, el foráneo N.º 101 desde que el deporte

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El fichaje de Di Stefano, como no nos lo contaron (3)

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Subsanado el chapucero error de la Federación Española, al no haber gestionado el transfer internacional desde la Colombiana, el 16 de noviembre de 1953 se procedió al registro de Alfredo Stefano Di Stéfano Laulhe en el libro de incorporaciones procedentes del exterior. Era, según nuestro órgano federativo, el foráneo N.º 101 desde que el deporte rey luciera galas de profesional(1), conforme acredita el recorte adjunto. El francés Charles Ducasse Duperou, o el neerlandés Servaas Wilkes Laarts, “indultados” por la Delegación Nacional de Deportes en el mismo momento que el argentino y atendiendo a idénticas razones, fueron incluidos en el mencionado libro con fecha 15 de setiembre de 1953, asignándoseles los ordinales 86 y 91, respectivamente. De ello se infiere que alguien, en aquella Federación, era conocedor de la anomalía en que el futbolista argentino se encontraba mientras lucía sobre el césped la camiseta blanca. Porque para el 15 de noviembre, es decir un día después de que nuestra Federación y la Asociación del Fútbol Colombiano firmaran la paz, Di Stéfano además de intervenir en el Campeonato de Liga, había anotado varios goles, dos de ellos ante el Barcelona el 25 de octubre. Por resumir, la “Saeta Rubia” jugaba ilegalmente. Poseía ficha federativa, es cierto, pera ésta se la diligenciaron sin el imprescindible transfer internacional, contraviniendo la doctrina común de F.I.F.A. y U.E.F.A. Un pulcro funcionario sacaba los colores a su propio presidente y cúpula directiva, haciendo gala de enorme celo.

Apunte en el registro federativo de jugadores extranjeros. Di Stéfano fue dado de alta el 16 de noviembre de 1953, tras recibir el transfer internacional. Curiosamente, antes de que eso ocurriera ya había debutado en el Campeonato de Liga. Demostración explícita de que nadie dio una a derechas.

Huelga añadir que ambos órganos supranacionales, sorprendidos in fraganti, optaron por actuar como los tres monos budistas: nada vieron, nada oyeron y, consecuentemente, nada dijeron. Di Stéfano ya era jugador “merengue” con todas las de la ley. Y eso, al margen de otras cuestiones esbozadas en el capítulo precedente, gracias el músculo financiero de que el Real Madrid hacía gala en esa época.

Según el celebrado periodista Rafael Gómez Redondo, habitualmente emboscado tras el seudónimo de “Rienzi”, la entidad madrileña disponía de 20 millones de ptas. en su cuenta corriente, gracias a la enorme capacidad de su nuevo estadio. El Barcelona, en cambio, colgando el cartel de “No hay billetes” en sus taquillas, tan sólo era capaz de albergar a 45.000 almas en Las Corts; la mitad de lo que Chamartín acogía en tardes de llenazo. Convendrá recordar que los ingresos del fútbol, entonces, dependían casi exclusivamente del paso por taquilla. Sin esponsorizaciones ni “merchandising”, cuando la publicidad estática en el mejor de los casos daba para sufragar luz, agua y salarios del jardinero, y en tanto la televisión apenas pespunteara alguna retransmisión de prueba, quien contase con más capacidad en su estadio y fuere capaz de llenarlo, vivía en la abundancia. Kubala se bastaba solito para llenar el vetusto escenario de Las Corts. Alfredo Di Stéfano, como tantas veces se ha repetido, iba a ser quien se encargara de arrastrar una auténtica marea humana, domingo tras domingo, hasta el paseo de La Castellana. Desde tal perspectiva, quien inclinó a su favor el duelo en lo puramente económico, fue el Real Madrid. Y además desde el primer momento. Si los graderíos de Las Corts hubiesen podido contener a 55 ó 65.000 feligreses, también Ladislao Kubala, al menos mientras se hallara en plenitud, hubiera podido atiborrarlos. Pero los estadios no se levantan de un día para otro, y además cuestan muchos millones.

El caso es que si en verdad hubo envidias o muestras de descontento en la plantilla blanca, como se apuntara desde las páginas del barcelonés “Dicen”, estas abortaron en cuanto el argentino fue aproximándose a un óptimo estado físico. Cobraba muchísimo, claro. Doblaba, y en el futuro casi triplicaría las fichas de otras estrellas madridistas. Pero a tenor de su rendimiento, era preciso estar loco para acusarle de aprovechado, o aporrear la puerta del despacho presidencial en demanda de emolumentos similares. Bien al contrario, gracias a tan soberbias liquidaciones de taquilla, el Real Madrid pudo incorporar a estrellas internacionales del máximo nivel, captar a prometedores productos del país, y mejorar fichas a casi todos los miembros de su vestuario. Di Stéfano fue transformado un buen equipo hasta convertirlo en uno de los grandes Europa, quizás el más grande, mientras el continente renacía tras el azote bélico. Lejos de sembrar rencillas por culpa del vil metal, su llegada se tradujo en más victorias y consiguientemente mejores devengos en primas, mensualidades y renovaciones contractuales. Si alguien mantuvo dudabas acerca de lo que pudiera aportar futbolísticamente, la fuerza de los hechos se impuso en seguida, acallando incluso a los más exigentes.

Quien en ese momento presidía el Club Atlético River Plate, D. Enrique Pardo, ya anticipó lo que todo el mundo iba a ver en seguida, cuando la “Saeta Rubia” acababa de enfundarse la camiseta “merengue”. Había viajado a Santa Fe, donde se inauguraba una filial de la Asociación Cinematográfica Argentina, cuando un periodista local apellidado Graells y firmante como “Toton”, le preguntó si creía que el juego del argentino en el Madrid estaría a la altura del desplegado por Kubala en el Barcelona. Y la respuesta del Sr. Pardo, tal como fue recogida en el medio santafefino “Club”, fue categórica: “Más. Creo firmemente que Alfredo resultará, a poco que recupere su forma normal, puede que algo perjudicada ahora por falta de fútbol, todo un suceso en España. De acuerdo a lo que los muchachos que lo han visto jugar en Colombia me cuentan, es ahora Di Stéfano más jugador que cuando vestía nuestra camisola. Su juego, que antes se caracterizaba por una velocidad endemoniada; su gambeta a toda carrera y sus fulminantes chuts, se ha visto enriquecido por una mayor dote organizadora, por una mayor dosis de juego cerebral”.

El entrevistador también quiso conocer su opinión acerca de algo a lo que nuestra prensa dedicó apenas algún sueltecillo escondido: el teórico interés madridista por Walter Gómez, delantero centro del River, sobre quien se contaban maravillas. Otra serpiente veraniega, quizás. O contribución gratuita a la deferencia presidencial, si es que Enrique Pardo planeaba volver a hacer caja a este lado del océano. El mandatario riverplatense no quiso entrar en comparaciones, aunque tampoco desdeñó la ocasión de alabar su mercancía más fresca:

“Los dos son extraordinarios, aunque de distinta modalidad. El rendimiento de un jugador en el centro de la delantera depende muchas veces del juego de los compañeros. Sin conocer la actual alineación del Madrid, me resulta imposible decirle qué modalidad pudiera ser más beneficiosa para el equipo, si la de Walter Gómez o la de Di Stéfano. Pero ambos, le repito, son extraordinarios”.

La prensa madrileña recogió así los primeros días del argentino en Chamartín.

Por nuestros pagos, distintos medios de información, y en especial los madrileños, celebraban que después de tanto ajetreo el argentino gozara de 4 años contractuales en el club de Santiago Bernabéu. En su edición del 2 de noviembre de 1953, la “Hoja del Lunes” titulaba: “La saeta rubia jugará cuatro años seguidos en el Real Madrid”. Y el redactor firmante como “Eme-Erre” arrancaba su entrevista con música de violines: “Alfredo Di Stéfano, el gran triunfador de estas dos últimas jornadas, en las que ha totalizado cinco goles, no oculta su satisfacción, no tanto por su triunfo personal como por el que su actividad ha deparado al club. Recibe las felicitaciones modestamente, como si se tratara de un deber cumplido y convencido de que en esta difícil victoria no ha sido más que una pieza de ese perfecto engranaje que es ahora el equipo del Madrid. El cronista pregunta al popular jugador qué impresión le han producido las cerradas ovaciones con que el público ha recibido esos dos goles formidables. El que marcó el domingo anterior al Barcelona y el que consiguió ayer frente al Atlético”.

Di Stéfano respondía que las galopadas a la contra eran su jugada predilecta, la que realizaba con mayor facilidad, y a tenor de su acogida entusiasta desde la grada, las que se proponía repetir en cuanto advirtiera la más mínima oportunidad. Luego se arrancaba a perorar, por demás satisfecho: “Esos cuatro años seguidos que voy a jugar en el Madrid representan para mí la meta de todas mis aspiraciones, porque ya vi, tanto aquí como en Bogotá y en Caracas, cuál es la trayectoria, la solvencia moral y seriedad de este club de caballeros al que estoy ligado, y a cuyo servicio he de dedicar todo mi rendimiento y entusiasmo. Le ruego diga a sus lectores que estoy encantado con todos mis compañeros de equipo, a los que admiro y considero, no solamente como excepcionales jugadores que son, sino por las deferencias que me guardan. Era muy difícil para mí encajar en ese perfecto equipo que es el Madrid actual, y es más de agradecer esa solidaridad y esa decidida colaboración, que tantas oportunidades de lucimiento vienen brindándome. Por eso no oculto mi satisfacción ante los dos éxitos conseguidos, que nos permiten mantener la preponderancia en un torneo tan largo y difícil como es la liga española”.

Para remate, el florilegio de artista en tournée estival por provincias, donde el público de cada urbe es sempiternamente el más cordial, docto y agradecido, ante cuantos actuara en toda su trayectoria profesional:

“Lo mejor de mi vida deportiva ha transcurrido en mi club de origen, River Plate de Buenos Aires, y posteriormente en Millonarios de Bogotá. Pues bien, creo que el Madrid supera a ambos por su perfecta organización, y sobre todo por las consideraciones que constantemente observan sus dirigentes para con los jugadores. Don Santiago Bernabéu se comporta paternalmente con todos nosotros, y creo que es un modelo de presidentes. También quiero que destaque la fraternal amistad que me une a don Raimundo Saporta. Y porque ellos se lo merecen y porque estoy obligado a la afición madrileña, es por lo que reitero la firme decisión de no escatimar mi fuerza para el engrandecimiento del Madrid. Creo que estos cuatro años van a ser los mejores de mi vida futbolística”.

Cabría apuntar que con el tiempo a Di Stéfano se le fue agriando el carácter, y quizás por ello pasó de la gentil perorata al monosílabo y las respuestas con retranca. Pero algo parece aflorar tras tanto piropo a la “casa blanca”. Algo muy semejante al escozor de una llaga en proceso de cicatrización. Al mensaje en morse, dirigido a quienes en Barcelona no supieran o quisieron mostrarse a la altura. Una especie de “ahí tenéis; mirad lo que habéis perdido”.

También en otros momentos de su carrera dejó testimonios o reflexiones de parecida índole. A Rafael Lorente, autor de “Di Stéfano cuenta su vida”, le regaló esta disertación sobre un punto que en su día lo enojara profundamente:

“Para mí la cosa está bastante clara; el Madrid se interesó por mí antes que el Barcelona. De aquí -y más aún teniendo en cuenta las fraternales relaciones entre sus directivos y los de Millonarios, y el cariño de la población bogotana hacia el club blanco-, que Millonarios se mantuviera firme frente a las sugerencias de la directiva catalana. De otra parte, el Barcelona empezó a echarse atrás, tal vez pensando que teniendo como tenían asegurado el lleno en un estadio como Las Corts, con capacidad para 45.000 espectadores, en realidad no necesitaban de mi concurso. Así pues, el señor Martí y sus colaboradores debieron pensar que, existiendo dificultades y desembolsos a realizar y no ofreciendo, en cambio, ninguna ventaja de tipo financiero, la mejor solución era que me fuese al Juventus”.

Por ampliar el panorama, conviene aclarar que el ariete todoterreno del Real Madrid también obtuvo un buen rédito contable de su temporadita en la ciudad condal. Porque el día 22 de diciembre de 1955 le llovieron desde allí una buena suma de billetes.

Las 8 series del cuarto premio en la lotería navideña, vendido en la administración N.º 6 de la Rambla de las Flores, habían ido a parar a una fábrica textil vallesana. Antonio Tamburini, uno de sus gerentes, era hombre conocidísimo en los ambientes deportivos barcelonenses, como corresponde a quien fuera presidente del Centro de Deportes Sabadell, además de directivo en el C. F. Barcelona y la Federación Catalana de Fútbol. En total, 24 millones a repartir entre 170 empleados, mediante participaciones de 5 ptas. destinadas a los “productores” -eufemismo con que el régimen pretendía desterrar el concepto “obrero”, tan asociado otrora al rojerío y la desestabilización-, y de cantidades algo mayores para empleados de oficina y encargados de sección, hasta alcanzar el boleto de a 100. Naturalmente, la familia Tamburini se reservó unos cuantos décimos para compromisos y como apuesta personal. “En el taller, pese a la comprensible alegría producida por el premio, no se interrumpió la actividad -explicaba la prensa, en sintonía con los valores sacralizados por el régimen: trabajo, honradez, sacrificio y respeto al orden establecido-. Se reanudó la jornada de tarde sin ninguna novedad”. También con evidente intención, consignaban los medios que “varias muchachas de la sección de cosedoras estaban ahorrando para contraer matrimonio, y ahora, gracias al dinero que les ha correspondido, aseguran podrán hacerlo en seguida”.

Entre las amistades de los señores Tamburini -Antonio y José- se hallaba Alfredo Di Stéfano, a quien conocieron durante los días de ida y vuelta Madrid-Barcelona, en tanto se dilucidaba si el argentino vestiría de azulgrana o con camiseta y pantalón blanco. Y puesto que la amistad, afortunadamente, no acostumbra a discriminar por colores, los Tamburini y la “Saeta” intercambiaron un décimo, siguiendo principios de elemental etiqueta. Para Di Stéfano, 300.000 ptas. del ala. “Después de esta jugada cabe asegurar que su estancia en España está resultándole de lo más ventajosa”, bromeó la prensa.

Alfredo Di Stéfano sí se vio favorecido por los niños de San Ildefonso, aquel diciembre de 1955.

Trescientas mil pesetas era más de lo que cobraban en concepto de ficha anual casi todos los astros de nuestra 1ª División. Eulogio Martínez, por ejemplo, auténtico abrelatas “culé”, había suscrito 250.000. Villaverde, excelente extremo blaugrana, quedaba bastante por debajo. “Piru” Gainza, pese a sus 15 años de excelentes servicios, se hubiera dado por satisfecho con la mitad. Campanal, secante tan espléndido como poderoso en el Sevilla, necesitaba año y medio largo para juntar la cifra. Héctor Rial, cuyas botas pespunteaban el ataque “merengue” por la banda izquierda, sólo iba a alcanzarlas más adelante. Ni siquiera Gento, futbolista español mejor pegado a partir de 1961, valía tanto por contrato. Trescientas mil pesetas representaban un capitalazo, habida cuenta que los pisos “rematados a todo confort” en el Madrid creciente, Castellana arriba, podían adquirirse por 360.000, e incluso algo menos.

Digresiones aparte, con ganas de revancha o sin atisbo de inquina hacia el equipo de Kubala, Alfredo Di Stéfano logró engrandecer la historia del club “merengue”, al tiempo que situaba en primer plano internacional a nuestro fútbol. Y por ende, habría de propiciar un vuelco antológico al medallero doméstico.

Desde 1929 hasta 1953, cuando el argentino hiciera su presentación como jugador blanco, el club capitalino tan sólo había ganado un par de Ligas, sobre 21disputadas. Y ambas, además, las correspondientes a 1931-32 y 32-33, antes de la Guerra Civil. Durante el franquismo, pese a que todavía haya quien considere a la entidad “merengue” -sin mucho sustento- “equipo del Régimen”, no se había estrenado, en buena medida porque la construcción de su imponente campo se tradujo en un adelgazamiento hasta la anorexia de partidas tan vitales como fichajes y salarios. El Barcelona, por el contrario, atesoraba 6 triunfos ligueros (1928-29, 1944-45, 47-48, 48-49, 1951-52 y 52-53). Por cuanto a la Copa española, el Madrid conquistó 9, de ellas 7 antes del estallido bélico (1905, 1906, 1907, 1908, 1917, 1934 y 1936), y sólo dos tras la victoria franquista (1946 y 1947). También en este capítulo vencía el Barcelona, con 8 títulos prebélicos (1910, 1912, 1913, 1920, 1922, 1925, 1926 y 1928), más otros cuatro trofeos recibidos de manos del general gallego (1942, 1951, 1952 y 1953).Además, los de la ciudad condal contaban en sus vitrinas con los tres trofeos de la Copa Eva Duarte de Perón, correspondientes a 1948-49, 1951-52 y 52-53.

Desde la irrupción de Di Stéfano, hasta que durante el verano de 1964 partiese con rumbo al campo de Sarriá con cajas destempladas, sintiéndose traicionado por Santiago Bernabéu ante su negativa arenovarle, los “merengues” celebraron 8 Campeonatos de Liga, uno de Copa, 5 Copas de Europa consecutivas y sendos entorchados menores, como la Copa Latinas (2 veces) y la Pequeña Copa del Mundo (en una ocasión). La entidad azulgrana se alzó con dos Ligas (1958-59 y 59-60), 3 ediciones de Copa (1956-57, 58-59 y 62-63) y 2 de la Copa de Ferias (1958 y 1960).

En resumen, hasta Di Stéfano el club madrileño presumía de 11 títulos prestigiosos, en tanto el Barcelona lo hacía de 21. En las once temporadas siguientes, la afición “merengue” tuvo 17 grandes motivos de celebración, por tan sólo 7 la “culé”. Y además, a lo largo de esos once años el Real Madrid elevó su caché para exhibiciones y partidos amistosos, con la lógica repercusión en su contabilidad. El Barcelona, por contra, impelido a levantar un estadio garante de mejores ingresos, tuvo que recurrir a créditos y dolorosas liquidaciones. Luis Suárez, quizás el mejor futbolista europeo en su posición iniciándose los 60, fue traspasado al “Calcio” por 25 millones de ptas., cifra nunca abonada hasta entonces en el universo balompédico. Dinero que si vino muy bien para aligerar la deuda, en lo deportivo representó un lastre plúmbeo. A lo largo de los siguientes 20 años, tan sólo celebraron un título liguero en la primavera de 1974, cinco de Copa y uno de la Copa de Ferias. El Real Madrid revalidó otro de la Copa de Europa, 10 de Liga y 3 de Copa. Si en la Copa doméstica los azulgrana seguían llevando ventaja, cabría decir que los torneos de Liga llevaban divisa blanca.

El francés Kopa y Di Stéfano en el despacho de Santiago Bernabéu. Días de gloria para el Real Madrid.

En gran medida, ese nadar madrileño a favor de corriente se justificaba en lo que Alfredo Di Stéfano había hecho del Real Madrid. Porque la entidad continuaba a su rebufo. Al decir de veteranos seguidores “merengues”, desde Juan Antonio Ipiña el equipo no tuvo un líder tan carismático, respetado y con mando en plaza, como llegó a ser Di Stéfano. Su carácter ganador, ambición, espíritu de lucha e incluso mala uva cuando era preciso esparcir sermones, contagió a todo el vestuario, hasta el punto de convertir ese modo de entender el fútbol en seña identitaria. Si hacía falta bajar los humos de alguien, ejercía como deshollinador. Si tocaba aplicar sermones, los impartía en público y a la cara. Mal que le pesase, hasta reconocía méritos ajenos, incluso si el emérito llevaba la camiseta adversaria. También era hombre dado a tomar ojerizas. Y en lo tocante a lucir cresta o espolones, no toleraba a ningún otro gallo en “su” corral. Distintas anécdotas ilustran de sobra cuanto antecede. Para muestra, vayan unos botones.

La temporada 1959-60 el Real Madrid se hizo con los servicios de dos brasileños: Darcy Silveira dos Santos, para las alineaciones “Canario”, y Waldir Pereira, el “Didí” bicampeón mundial con la “canarinha”. Al primero le colocó el mote de “Pajarito” tan pronto se lo presentaran, y así habrían de dirigirse a él, amistosamente, los demás miembros de la plantilla. “Canario” era un extremo clásico, veloz y con regate, acostumbrado en su país a intervenir poco en el juego de conjunto mientras no le pasaran balones. Con la pelota en el pie, sin embargo, partía como una flecha por su banda, recortaba al defensa lateral y si no concluía él mismo la jugada, enviaba excelentes servicios entre el punto de penalti y el segundo poste. A Di Stéfano le exasperaban sus eclipses parciales y una tarde, viéndole tan tranquilo mientras los adversarios movían el balón, le gritó: “Pajarito, aquí corremos todos; te quiero transpirando ahora mismo”. “Canario” completó tres campañas en Madrid, de ellas la segunda con rendimiento más aceptable (6 goles en 19 partidos), y la última, estando ya sentenciado, apenas testimonial (4 partidos y ningún gol). Cuajó en cambio un año excelente en el Sevilla (5 goles en 30 partidos), pero donde habría de dejar huella imperecedera fue en Zaragoza, componiendo junto al tinerfeño Santos, el ferrolano Marcelino, el interior izquierdo Juan Manuel Villa, otrora canterano madridista, y el aragonés Carlos Lapetra, un quinteto atacante de devocionario, bautizado como “Los Cinco Magníficos”.

Con “Didí” las tuvo muchísimo más tiesas. El mago “da folha seca” tenía lo que el astro argentino nunca pudo alcanzar: un título mundial. Y además estaba casado con una mujer de rompe y rasga, de las que no se achantan ni bailan el agua a nadie. El inevitable choque de trenes tuvo lugar en seguida, y “Didí” salió perjudicado. Sus 19 partidos de Liga con 6 goles, unidos al boicot de “La Saeta” y el repetido consejo de su propia esposa sobre la conveniencia de cruzar nuevamente el charco, sirvieron de preámbulo a su elegante despedida. Como el caballero que era, fue estrechando manos en el vestuario, entre buenos deseos y palabras de agradecimiento, mientras observaba a Di Stéfano haciéndose el desentendido, botas en mano. Por no forzar la situación, el brasileño le dirigió la palabra desde cierta distancia: “A tí, Alfredo, te veré en Chile. Puede que incluso nos enfrentemos en el Mundial”. A lo que el argentino replicó, desabridamente: “Tú no irás. Estás acabado y van a dejarte en tierra”. “Didí” abandonó el vestuario, contrito, aunque sin perder los papeles, entre el silencio general. Luego, en Chile, la selección española del para entonces nacionalizado Di Stéfano cayó ante Brasil. El argentino ni siquiera pudo disputar un minuto, al hallarse lesionado. Y “Didí”, pocas semanas antes de cumplir 34 años, volvía a levantar el trofeo de campeón.

Amancio Amaro recibió una buena lección del para entonces mito “merengue”, en su debut con el Real Madrid. Y supo aprovecharla.

Ese mismo año (1962), Amancio Amaro cambiaba la camiseta blanquiazul del Deportivo de la Coruña por el merengue madridista, y el día de su debut, en un amistoso veraniego, estaba dispuesto a hacerse respetar por los José Emilio Santamaría, Puskas, Evaristo de Macedo, Tejada, Paco Gento, Lucien Müller, Vicente Train, y demás estrellas. Los 25 goles de su temporada anterior, bien es cierto que anotados en 2ª, unidos al hecho de que pujaran por él hasta seis equipos de 1ª, le tenían subidito. Desconocía que el para entonces ya veterano argentino hubiera transmitido órdenes muy concretas al utillero. Y cayó en la trampa, al ver que su camiseta era la única sin escudo. Protestó con malos modos, arguyendo que no tenía por qué aguantar novatadas, siendo todos lo bastante mayorcitos. Di Stéfano se plantó ante él, desgranando tranquilamente: “Chaval, para lucir el escudo del Madrid primero hay que sudar mucho esa camiseta. Demuestra sobre la cancha lo que vales y gánate el escudo. Tampoco estaría mal que empieces por respetar a tus mayores. Aquí lo hacemos”. Amancio enmudeció. Luego, sobre el césped, derrochó esfuerzo, arte y pundonor muchísimas tardes, hasta convertirse en mito de la entidad, festejar triunfos y suceder a su maestro como presidente honorario.

Al torrelaveguense Pachín (Enrique Pérez Díez) tampoco le faltaban motivos de agradecimiento a “La Saeta”. Tras hacer gala de un enorme despliegue físico en el Burgos, pudo debutar entre los grandes con el pamplonés Club Atlético Osasuna, cuando sólo contaba 19 años. Un día, Sabino Barinaga, entrenador “rojillo”, le anunció que iba a marcar a Puskas en la inmediata visita del Real Madrid. “Aquella noche no pude dormir -recordó el cántabro a menudo-. Marcar a un mito, a un Dios del fútbol. El domingo por la mañana me acerqué hasta el Hotel Tres Reyes, en el parque de La Taconera, donde se alojaban los campeonísimos, y vi al húngaro sentado ante un velador mientras tomaba un refresco. Me pareció gordo y viejo, así que pensé: con éste no tengo ni para empezar; es cosa hecha. Llegó el partido y aquel gordito, a quien me pegaba en cuanto pisaba el área, de pronto desaparecía como por arte de magia. Con ese sprint suyo de ocho o diez metros, el puñetero alcanzaba la posición de remate mientras yo lo miraba embobado. Así una vez, otra y otra. Durante el descanso Barinaga cambió los marcajes, encargándome de secar a Di Stéfano; a ver si así tenemos mas suerte, dijo. Y en efecto, todo cambió para mí. Me iban más las carreras continuas que esos sprints de ciclista, de modo que apenas le dejé hacer nada. Luego en la prensa nacional saldría que el marcaje de Pachín anuló por completo a la estrella blanca. El caso es que tras el pitido final, camino de la caseta, Di Stéfano me preguntó si alguna vez pensaba en fichar por el Madrid. Convencido de que pretendía tomarme el pelo, picado quizás por mi marcaje, le dije que naturalmente; que yo y cualquier otro; que a ver si me creía tonto perdido. Y entonces va él y para mi asombro, me dice muy serio: Pues a lo mejor tienes noticias. Pasaron los meses y cuando ya ni me acordaba de aquel partido, recibo un aviso para subir hasta la secretaría de Osasuna, donde me aseguran que el Madrid acababa de hacerles una oferta por mi traspaso. Puesto que ambas directivas se entendieron, yo acabé allí, y durante el primer día de entrenamiento Di Stéfano se me acerca y con ese tono suyo, que no sabes si habla en serio o te toma el pelo, me dice: Bueno, pues ya estás en el Madrid, como querías. Ahora ni se te ocurra dejarme mal, porque he movido muchos hilos para traerte acá. Has de jugar cada partido como si fuera el último de tu vida, pensando que en este equipo todos entramos por la puerta, pero muchos salieron por la ventana”.

Pachín permaneció en la casa blanca hasta 1968, cuando después de varias lesiones y pérdidas de titularidad halló acomodo en el Real Betis, por esa época en 2ª División. Fue 7 veces campeón de Liga y una, respectivamente, de Copa, Copa de Europa y Copa Intercontinental.

El trubieco Rafael García Martínez, para el fútbol “Falín”, sin embargo tenía motivos de resquemor. Máxime porque su desencuentro con Di Stéfano obedeció a una completa estupidez.

Tras darse a valer con el Vetusta entre 1946 y 1948, fue incorporado al primer equipo ovetense, rindiendo a plena satisfacción durante 12 campañas. Era hermano del extremo internacional Emilín, por lo que el fútbol en aquel domicilio, cuyo páter familia ejercía como jefe de estación en el ferrocarril Vasco-Asturiano, casi se sorbía del biberón. Cumplida la treintena, y no sin sorpresa, el Real Madrid decidió ficharlo a razón de 125.000 ptas. anuales, sueldos y primas aparte. Dinero de 1958, cuando un maestro con plaza en propiedad liquidaba 23.400 brutas por año, y los empleados de banca alrededor de 1.400 mensuales netas, sin antigüedad ni pluses de ayuda familiar. Pero se le hizo noche cerrada en la “casa blanca” cuando tuvo con el argentino un choque verbal, mientras el tren expreso conducía a la plantilla hacia Oviedo, donde iban a disputar el inmediato partido. Don Alfredo vio a unas mujeres con zuecos en el andén de una estación, y de inmediato inquirió al asturiano, con sorna: “¿Qué país éste, donde la gente una zapatos de madera?. ¡Andá que no estáis atrasados acá!”. Y Falín, a quien Di Stéfano se le antojaba un soberbio desde que ambos se midieran bajo distintos pabellones, le respondió despreciativamente: “Este país es el que a ti te quitó las plumas y el taparrabos”. Desde ese momento la relación entre ambos fue malísima, sentenciando al centrocampista, que apenas tuvo ocasión de estrenarse durante sus dos años de contrato. Había sido internacional “B” en dos ocasiones, cosechando sendas victorias, y todavía antes de colgar las botas disputó otro torneo con La Felguera, en 3ª División. Luego, por matar el gusanillo, dirigiría desde el banquillo a clubes modestos de la región asturiana, tanto en 3ª como en categoría Regional.

Personaje contradictorio, Alfredo Di Stéfano, con virtudes y defectos, filias y fobias, a menudo impaciente, cariñoso a veces, intolerante si estaba de mal humor, socarrón en cuanto se desprendía de su coraza, exasperante, diplomático en ocasiones solemnes… Y sobre todo agradecido al fútbol y a la vida, como evidenciara aquella inscripción bajo la pelota de piedra que hizo instalar ante su vivienda: “Gracias, vieja”.

Del césped al celuloide. Los avispados productores de cine, cuando en nuestro país existía una próspera industria del entretenimiento, no podían pasar de largo ante la oportunidad de sumar algunos millones convirtiendo en “actor” a la “Saeta Rubia”.

Mientras Di Stéfano triunfaba a lo grande, protagonizando películas, cediendo su imagen publicitaria a un fabricante de medias femeninas, convirtiéndose en el futbolista mejor pagado de España para envidia de tantos compatriotas que a duras penas llegaban a fin de mes, sin concederse al menor capricho, la suerte de quienes le acompañaran en su deserción colombiana fue variopinta. Unos regresaron a sus clubes de origen, otros apostaron por continuar en el país, encontrándose con que el invento, sumido ya en la precariedad ante vuelo de sus más llamativas estrellas, apuntaba hacia el naufragio. Y los menos habrían de purgar cuando al comparecer por las entidades que dejaran empantanadas, se les dispensaba trato de apestados.

Algo de eso le sucedió a Máximo Mosquera Zegarra, en su país apodado “Vides”, interior izquierdo de raza negra con clase desbordante, uno de los que como Di Stéfano también diera la espantada en Colombia, aprovechando un permiso de Navidades, y que andado el tiempo habrían de ver en España los asistentes a campos de 2ª División.

Mosquera, hermano de otros dos internacionales peruanos y tío de un tercero, debutó a lo grande con 17 años, ante el Sport Boys, de El Callao, celebrando dos goles en su presentación. Estrella del Deportivo Municipal, en 1949 acompañó a Colombia a sus compañeros Valeriano López y Guillermo Barbadillo. Tras dos temporadas en el Deportivo Cali, conocido por esa época como “El Rodillo Negro”, y no viendo muy claro el horizonte luego de suscribirse el Pacto de Lima, en 1951 desanduvo caminos para regresar al Municipal, encontrándose con una afición de uñas, dispuesta a hacerle pagar la deserción. De modo que las siguientes cuatro temporadas las disputó con el Alianza de Lima, otra vez al lado de Barbadillo y Valeriano López, alzándose con los títulos nacionales de 1954 y 1955, además de proclamarse máximo goleador en este último. Para estrenar la treintena quiso cambiar de aires, en el recientemente fundado Sporting Cristal, donde le aguardaba un nuevo festejo por el título liguero. Su última campaña peruana la completó en el Alianza de Lima, a punto de cumplir 35 años, entonces edad a la que pocos seguían en activo. Pero él no estaba dispuesto a colgar las botas. Bien al contrario, cuando un intermediario se ofreció a colocarlo en España, no se lo pensó. Le dijo que iba a Mallorca, dando a entender que su destino era el equipo bermellón, aunque en realidad se trataba del más modesto Atlético Baleares, entonces en 2ª. Como rubricara 10 goles en 20 partidos, y pese a su lentitud impartiera clases doctorales de técnica y colocación, suscribió otro compromiso con el Cádiz C. F., igualmente en 2ª, para las campañas 1962-63 y 63-64. Lo de la “Tacita de Plata” ya fue para no olvidar.

De inmediato empatizó con los gaditanos. Su carácter llano, afable y modesto, su paciente modo de atender a la chiquillería, para quienes un futbolista negro constituía enorme novedad, y hasta su rendimiento inicial en el estadio Carranza, mientras el calor se imponía a la húmeda brisa del estrecho, hicieron de él casi una atracción turística. Luego, cuando arreciara el viento de levante, el frío invernal, según su propia calificación, pareció venirse abajo, aunque siguiera anotando goles. Dejó un registro de 7, en 17 partidos, y enseñó a una generación de espectadores cómo se controlan balones, se dribla al adversario, se lanzan los golpes francos y crea peligro, corriendo lo imprescindible. A tal punto llegó su popularidad que durante los carnavales de 1963 la comparsa “Los Dandys Negros”, de Enrique Villegas, le dedicó una murga con este estribillo: “Mosquera, Mosquera, métete otro gol que vamos a Primera…, Mosquera…, a Primera División, já, já, já,”.

Consciente de que se le atragantaban la fuerza y velocidad del fútbol europeo, y no digamos la agresividad rayana en violencia de aquella categoría de plata, durante el verano de 1963 renunció a su segundo año de contrato, dejando tras sí un rastro de bonhomía y naturalidad, dudas acerca de la documentación aportada y varias anécdotas jugosas. A Perú se llevó una hija gaditana.

Las dudas documentales se justifican en que nuestra Federación lo inscribiera como Español-Peruano, es decir como oriundo, el 13 de setiembre de 1961, con el número registral 257. Y que aportara como año de alumbramiento 1934. O lo que es lo mismo, fingiendo seis años menos. La normativa que consideraba “extranjeros” a los hijos de padres o abuelos españoles con presencias internacionales en cualquier otra selección, no entró en vigor hasta 1962. Pero, ¿realmente existían ancestros españoles en el árbol genealógico de la familia Mosquera, sin remontarnos a Francisco Pizarro?. Si alguien alteró sus papeles para regalarle juventud, ¿no pudo hacer otro tanto, en aras de su españolidad?

Entre las anécdotas que sobre él se narran, quizás la más chispeante tiene como protagonista al fuerte ventarrón que tanto le molestara. Llegó tomarle el punto de tal modo, como para servirse de él en los lanzamientos a balón parado. Fue su secreto durante dos o tres meses, hasta que él mismo lo descubriera cuando desde el graderío, al no haberse alineado, llamó a gritos a su compañero lanzador, tan pronto el árbitro pitase un libre directo. Como entre el espeso murmullo no pudiera hacerse oír, otros muchos espectadores tuvieron que unir sus voces hasta que el futbolista gaditano, entre el asombro general, corriera hacia la banda. Entonces Mosquera le ordenó: “¿Ves la tercera letra de ese cartel? El de que está a la derecha de la portería, ¿la ves?. Pues apunta a ella y aplícala fuerte”. El aludido le miraba sin entender nada, así que Mosquera insistió: “A la tercera letra; dispara a la tercera letra y el viento se va a encargar del resto”. Sin tenerlas todas consigo, el encargado del lanzamiento puso su punto de mira en el rótulo publicitario, tomó carrera y, para su asombro, fue gol. El viento, arrastrando al esférico hasta hacerle dibujar una parábola perfecta, se erigió en goleador esa tarde. Los espectadores más próximos al peruano lo abrazaron, alborozados, como si desde fuera del rectángulo su magnífica zurda hubiera impulsado aquel balón…

Este repaso quedaría cojo sin algún apunte a vuelapluma sobre el único personaje directamente concernido, y hasta ahora sin reflejo. El presidente federativo que facilitó la alineación de Di Stéfano -quizás de forma inconsciente-, merced a la ficha que sus subordinados le diligenciaran sin el preceptivo transfer internacional. Tan sólo ocupó dos años la poltrona; dos ejercicios a todas luces excesivos.

Sancho Dávila y Fernández de Celis, natural de Cádiz (5 de junio de 1905), nobilísimo de cuna y en su juventud con marcada tendencia a enredarse en pleitos, fue político falangista cuyo destacado rol durante el periodo guerra civilista lo convirtió en hombre influyente tras el parte triunfal fechado en Burgos. Al menos hasta que Franco se sintió seguro en su papel de generalísimo. Primo de José Antonio Primo de Rivera, en 1933 se le encomendó expandir el falangismo por Andalucía occidental, convirtiéndose al cabo de unos meses en máxima autoridad andaluza para los de camisa azul. Detenido en agosto de 1935, cuando tras el asesinato en Sevilla del falangista Antonio Corpas sus correligionarios se vengaran, acribillando a balazos el local de la Unión de Sindicatos en la capital hispalense, con el saldo de dos fallecidos, trató de instruírsele un expediente como presunto instigador. Aunque aquellas diligencias no prosperasen, se dictó orden de clausura a las sedes falangistas de Sevilla y Dos Hermanas, así como la imposición de una multa de 1.000 ptas. a sus directivos. En mayo de 1936 volvió a ser detenido durante una redada policial, acusado de agitación violenta y vínculos con actos terroristas. Suerte similar a la que corrieron otros destacados elementos del mismo partido, con José Antonio a la cabeza. Falange Española había sido ilegalizada desde hacía dos meses.

Recluido en las cárceles de Cádiz, Sevilla, la capital alavesa y la Modelo, de Madrid, donde se hallaba el 18 de julio de 1936, logró alcanzar la zona de los sublevados con ayuda de diplomáticos cubanos. De nuevo volvería a erigirse en cabeza de la Falange andaluza, estableciendo una lucha con la facción de Hedilla, cuajada de escaramuzas hasta que Franco se hiciera personalmente con el control del partido. Encarcelado una vez más, la intervención del general Queipo de Llano se tradujo en su puesta en libertad apenas transcurridas tres semanas.

Su mala relación con Francisco Franco le privó de cargos y responsabilidades en la FET y de las JONS, hasta 1938, cuando un grupo de encendidos partidarios del nazismo hitleriano se hicieran con el poder del núcleo azul. Entonces, en mayo de dicho año, sería designado delegado nacional de la Organización Juvenil. Y ya tras la victoria franquista, con la disolución de ese órgano, dando lugar al nacimiento del Frente de Juventudes que él mismo siguió presidiendo, detentó una membresía en el Consejo de la Hispanidad durante el breve lapso de 30 días. Su inmediato sustituto fue el destacado hombre del deporte, allá por los años 50 y 60, José Antonio Elola-Olaso.

En realidad, la caída política de Sancho Dávila transcurrió en paralelo al distanciamiento entre Franco y su cuñadísimo Ramón Serrano Suñer. Tuvo que contentarse con un escaño de palmero en las Cortes franquistas, y la coyuntural presidencia federativa. Poseedor de la Gran Cruz de la Orden de Cisneros y la Gran Cruz de la Orden Imperial del Yugo y las Flechas, falleció en Madrid el 14 de noviembre de 1972.

Tiempo después de su óbito, el cantante de copla Miguel de Molina, “rojo y homosexual”, como él mismo se definiera a menudo, lo identificó, junto al también noble José Finat Escrivá de Romaní, conde de Mayalde, como dos de los tres individuos que haciéndose pasar por policías lo secuestraron al salir de una actuación, apalizándolo entre amenazas de muerte. Miguel de Molina se exilió en Argentina tras ese tropiezo, sin atreverse a revelar las razones de su huida. Ya retirado y disueltos los últimos reductos del franquismo, encontró arrestos para “confesarse” con Carlos Herrera.

Miguel de Molina era para entonces un mito imperecedero, no sólo por su capacidad de transgresión. De Sancho Dávila, en cambio, no se acordaba casi nadie.

Y menos, aún, en los ambientes futboleros.

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(1)-En realidad había ingresado alguno más. Ni siquiera la contabilidad federativa podía presumir de exactitud, en este capítulo.

 

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