José Mena (1941-2005). El bravo delantero del conjunto balear del Constancia que estuvo cerca de tocar la gloria.
De Javier Aznar SalaEn el Campo Parroquial de Deportes L’Almenà -de la pequeña y modesta localidad de Villanueva de Castellón (Valencia)- se fraguó una gesta que casi acaba en leyenda. Un niño con pantalones cortos y zapatos viejos tenía la habilidad de golpear el esférico tan fuerte como nunca se había visto hasta entonces en un lugar pertrechado en el arte del buen fútbol. El campo, ahora en ruinas, poseía el sabor de la épica y la afición se unía a su equipo los domingos por la tarde formando entre ambos un solo corazón. Los noventa minutos que duraba un duelo entre equipos de la categoría se transformaban en batallas que emulaban a espartanos y persas, donde coraje y emoción se repartían a partes iguales. Las gestas de la Unión Deportiva Castellonense permitían reducir, aunque fuera en el arco de un encuentro de fútbol, el lado más duro de la vida cotidiana, donde el sudor y las lágrimas eran la tónica habitual del duro trabajo en el campo.
El estadio local, de reducidas dimensiones y tantas veces un infierno para el conjunto visitante, estaba rodeado por varias gradas levantadas por las distintas Peñas de hinchas locales que se arremolinaban en torno al conjunto blanquinegro (Peña Tro; Peña el Canari…). Este viejo recinto, que ahora permanece callado y en ruinas, guarda todavía la fuerza de escenificar un mausoleo de gritos, goles y todo tipo de recuerdos en torno al mundo del cuero. En cierta ocasión, el director de cine John Ford señaló que cuando la leyenda se convierte en realidad, entonces aparece el mito, y ese instante es el que pretendemos rescatar. El niño de pantalones cortos del que hablábamos al inicio creció y con el paso del tiempo se fortalecieron sus piernas. Aunque era un chico de extremada delgadez, empezó a marcar goles por pares en cada partido de la UD Castellonense. Se empezó a gestar el héroe local y la asistencia al campo de deportes se multiplicaba en una época donde la única distracción era esta.
La década de los sesenta todavía contenía los ecos de la postguerra y del hambre, que sin duda influían en un joven criado en una zona rural donde la única salida de la pobreza era poseer ciertas habilidades con el balón. La televisión en blanco y negro era la única ventana que permitía soñar a chicos pertrechados en el dominio de un esférico tan pocas veces amigo y en pocas ocasiones aliado. El buen trato del balón prefería la habilidad innata que la naturaleza otorgaba [o que los dioses repartían caprichosamente] a aquellos que les venía en gana que a interminables horas de entrenamientos en casi plena oscuridad. También nuestra España sometida a tanta pobreza tuvo su particular Villa Fiorito representada en campos de futbol de tierra y piedras en que simulaban los palos de las porterías y que vieron salir de la penuria a un puñado de muchachos. Todos ellos soñaban con jugar en aquellos míticos estadios que la pantalla de un pequeño televisor mostraba y alrededor de la cual todos los niños del pueblo se concentraban.
La épica en el deporte siempre ha sido una seña de identidad de nuestra España de camisa blanca, tanto en el fútbol como en el ciclismo. El Giro de Italia, el Tour de Francia, los mundiales de fútbol… eran momentos para la aparición del héroe y, con él, la esperanza para miles de almas que soñaban con salir un día del anonimato y conseguir las más grandes gestas: Puskas, Di Stefano, Luis Suarez o Pelé y ciclistas como Ocaña o Bahamontes, poseían la capacidad de despertar un ansia distinta a la que nuestros chicos estaban acostumbrados: la de la gloria. Fue en este contexto donde nuestro futbolista emergiera con fuerza en sus primeros años. El joven delantero, con un disparo duro y seco, como pocas veces se había visto, era capaz de batir cualquier arquero que se le pusiera delante. Se trataba de un golpe seco al balón lleno de rabia y propio de aquel que buscaba la diferencia que es donde se forjaba el rebelde.
El disparo descomunal de nuestro protagonista permitía, como señalan las crónica de la época, que “se les cayera a los aficionados el puro de la boca”. Pocos jugadores de fútbol poseían esta innata condición de disparar al balón desde cualquier posición y con una potencia inusitada A ningún aficionado a este bendito deporte se le olvidan referentes como los del cañonero chileno Jorge Aravena, los cariocas Roberto Carlos y Zico o el charrúa José Luís Salazar. Únicamente estos pocos elegidos tuvieron la posibilidad de disparar desde más de cincuenta metros al arco e introducirlo en las redes como un obús imparable que levantaban al respetable de sus asientos.
En este sentido, José Mena fue un modelo que no pasó inadvertido para muchos equipos de superior categoría que le querían ya en sus filas. Primero en el fútbol valenciano, pero después ya pasó al futbol nacional. Conjuntos como el Olímpic de Xàtiva, Gandia, Torrente, CD Eldense, fueron algunos de los equipos que firmaron al jugador. Entre los años 1957-1965, la silueta de un joven con un ansia imparable de gol, emergió en los terrenos de juego como un halcón en busca de presa. En la mayoría de encuentros se mostró como un estilete para el adversario, especialmente para los guardametas, que únicamente tenían tiempo para recoger el balón dentro de la red sin saber cómo ese balón les había superado. Partidos donde nuestro pichichi anotaba cinco goles comenzaron a ser habituales. Temporadas donde alcanzaba la cifra anotadora de 45 goles y donde numerosos conjuntos se veían derrotados. Todo ello que merced una serie encadenada de goles que subían a lo más alto del marcador y encaraban a la cumbre de la clasificación al conjunto que él defendía. Estas características adornaron a un ariete valenciano y que fueron santo y seña de sus tiempos dorados.
En el año 1964 jugó en el mítico estadio de Mestalla con la Selección Valenciana de fútbol, anotando uno de los goles que les dieron la victoria frente al filial valencianista. De poco servían tácticas y charlas de pizarra cuando un ariete como José Mena lograba cazar un balón y armar la pierna en dirección frontal al arco. Como era de esperar el futbol profesional llamó a su puerta. Un recién ascendido a la Segunda División del futbol español, entrenado por el mítico ex guardameta del FC Barcelona y del Valencia CF, Quique Martín, pidió de forma expresa el fichaje de un joven jugador valenciano para su nuevo proyecto deportivo. No en vano lo conoció en etapas anteriores en el CD Denia y ya lo tenía en mente para cuando la ocasión se presentara.
Corría el año 1965 cuando el conjunto del Constancia de Inca -de las Islas Baleares- se asomaba con descaro a competir entre los grandes del futbol. El nuevo delantero incorporado a sus filas, al igual que su nuevo equipo, poseían sed de nuevos desafíos y de triunfos. En todos los campos de la categoría de plata se puedo contemplar, no sin asombro, la potencia con la que el joven ariete encaraba la portería rival y que nadie esperaba que emergiera tan pronto y casi son pestañear.
Conjuntos del momento como el Granada, Valladolid, Betis, Las Palmas, Murcia, Real Oviedo, Málaga, Hércules, Elche, Sabadelll, Rayo Vallecano, Levante, Mestalla, Mallorca, Recreativo de Huelva, Cádiz, Tenerife, etc. vieron perforada la red de potente disparo por un joven casi desconocido hasta entonces. Entre sus características, a parte del disparo, figuraban las del juego aéreo, la velocidad en carrera y una enorme intuición que nunca puede faltar a un buen estilete. Ciertamente resultaba un tanto anárquico en su situación táctica, pero se le perdonaba cada vez que uno de sus potentes disparos levantaba al público en las gradas.
Un histórico como el Real Madrid ya sufrió en sus carnes, en un partido disputado en la ciudad alicantina de Elda, datado el 6 de diciembre de 1964, uno de sus goles en medio de un resultado final de 3 a 2 a favor de los alicantinos. Para el recuerdo de los aficionados y simpatizantes del equipo merengue decir que aquella fría tarde debutaron en el equipo de la capital de España jugadores tan prometedores como Serena y un joven Pirri. Ambos jugadores tuvieron el honor de ganar dos años más tarde la sexta copa de Europa con el Real Madrid.
El Valencia CF había puesto sus ojos en él y no tardó en proponerle pertenecer a sus filas, pero en ocasiones la fortuna juega tan fuerte como el talento y una inesperada y grave lesión en el estadio Colombino de Huelva segó su proyección y quién sabe si su trayectoria profesional. En ocasiones las hadas reparten talento de forma caprichosa y el azar decide por nuestra cuenta cuando nadie lo espera. Esta es la historia de un futbolista que merece ser recordado, como tantos otros que dotados de un enorme talento soñaron con las más grandes gestas de un deporte tan amado para aquellos que lo han practicado.
Pocos jugadores pueden presumir de haber jugado en el Santiago Bernabeu, y a José Mena le llegó la oportunidad un 2 de febrero de 1967, ante un Real Madrid plagado de jugadores que hoy serían considerados como “galácticos”, como el caso del mítico portero Antonio Betancort, internacional, y de extraordinarios reflejos, ganador en dos años consecutivos del prestigioso “Trofeo Zamora”, otorgado al portero menos goleado de la 1ª División; el húngaro Ferenc Puskas, uno de los mejores futbolistas de la historia y máximo goleador de todos los tiempos, Benito, Miera, Echarri, Grande, Serena, Juanito, Veloso, etc… todos ellos ganadores de numerosas ligas y copes de Europa. Aquella tarde, donde el Constancia de Inca perdió 3-2 contra el conjunto merengue, nuestro cañonero particular dejó huella de su enorme calidad sobre la el césped de la Castellana. El primer gol del conjunto balear vino precedido de un penalti cometido sobre Mena en el minuto 8. Ya en la segunda parte, corría el minuto 23, a centro de Joselito, el delantero valenciano se elevó majestuosamente ante los centrales madridistas y de potente y preciso testarazo anotó un tanto extraordinario que ponía el inesperado 1-2 en el luminoso a falta de poco más de 20 minutos.
Como hemos indicado al finalizar la temporada 1966-67, una grave lesión en la rodilla impide su paso a la división de oro del futbol español. A partir de este momento, un rosario interminable de médicos y fisioterapeutas son preludio de un calvario sin fin. El delantero había cambiado en un minuto el césped por las consultas y una y mil veces aquella jugada pasaba por su cabeza sin poderla remediar.
A nadie se le esconde que la historia se escribe sin pedir permiso a sus protagonistas y ya en la distancia se intuye la grandeza de uno de sus personajes. Es posible que José Mena fuera un hombre corriente fuera de los terrenos de juego, pero no cabe duda que cuando se vestía de corto y se calzaba sus botas de piel, era alguien muy distinto al que todos trataban en la calle. Cuando los tacos de sus botas tocaban el césped algo emergía dentro de su alma y que ahora es imposible de comprender, la sed de victoria parecía insaciable y sólo el infortunio pudo detenerle. Cuando su vista se levantaba y visualizaba las gradas, las banderas, el conjunto rival, el griterío del gentío… se alimentaba a una fiera que había nacido para ese preciso instante. La naturaleza le arrebató lo que caprichosamente le había dado años atrás. Pero esta misma naturaleza no le enseñó cómo poder vivir fuera de las dimensiones de un terreno de juego. Un sinfín de entrenadores que le tuvieron entre sus filas: Paquito Sala, Vicente Liñana, Vicente Asensi, supieron ver en él la mirada y esperanza de un joven que tenía cualidades para asomarse al Olimpo.