Maradona, un dios en su purgatorio
De José Ignacio CorcueraSiempre es triste despedir a quienes formaron parte de nuestras vidas. Más, si cabe, cuando quien se nos va, como ocurre con el mayor mito argentino desde Carlos Gardel, un día llegó a acariciar el cielo.
Los medios, en sus apresuradas crónicas de urgencia, se decantaron mayoritariamente por la búsqueda de adjetivos que definieran lo nunca visto. Tributo lógico a la hagiografía laudatoria, porque la muerte, ya se sabe, suele confinar al olvido errores y defectos. Lo malo es que esas líneas tan de patrón, de crónica social plagada de tópicos y lugares comunes, suele olvidar al ser humano para recrearse en el prohombre. Y tratándose de Diego Armando Maradona, flaco favor haríamos a las jóvenes generaciones que no pudieron verlo sobre el césped, trasladándoles la figura omnipotente de un dios olímpico, cuando el finado fue, ante todo, hombre contradictorio, capaz de lo mejor vistiendo de corto, y de lo peor fuera de los estadios. Un ser sublime con el balón en los pies, cargado de sombras, grisuras, y hasta luto riguroso en su condición de pobre mortal. Un dios empeñado en vivir su propio purgatorio, no una, sino varias veces, arrastrado siempre por las malas compañías, el dañino canto de sirenas y la plaga de vividores que como buitres esperaban el momento de competir por sus despojos.
Obviamente también él tuvo culpa. Pudo y debió verlos venir, si no la primera vez, más adelante, ya talludito y aun embriagado de ego, pero con esas tablas que proporciona la vida a quienes optan por apurarla con extrema intensidad. Quien un día fuese niño millonario, también se hizo adulto, perdiendo la oportunidad de empuñar con mano firme el timón de su propia existencia. No, no lo hizo. No supo, no se atrevió, o creyó ver amistad donde imperaba el puro interés, quién sabe si por comodidad, por exceso de confianza o por pura negligencia. Eso, también, humaniza al mito. Nos lo aproxima, haciéndolo más real sin envilecerlo. Nos avisa de lo que cualquiera podría hacerse a sí mismo. De ahí que resulte oportuna una mirada a los dobladillos de su alma atormentada.
Todo el mundo conoce, sea o no aficionado al fútbol, los problemas de Diego Armando Maradona con la droga. Imágenes como la de su internamiento en un hospital uruguayo, a donde llegó en paro cardiaco, dieron la vuelta al mundo. En su vestíbulo, agolpados como carroñeros hambrientos, centenares, bandadas de periodistas, aguardaban el parte médico, quién sabe si temiendo lo peor o urdiendo mentalmente un encadenado de tropos con que enriquecer su necrológica. Pero Maradona no quiso regalarles un epílogo aquel 2000, sin estrenar nuevo siglo. Como el niño viejo que en realidad era, perdida hasta la última púrpura de falsa divinidad por la espinosa senda hacia la que dirigió su vida, luchó y venció a la muerte, se reconoció impotente para encarar su adicción y tuvo un último gesto heroico, sometiéndose a otra cura de desintoxicación(1) en la tierra de “su” glorioso Fidel, arquetipo, como él mismo, de una ficción sin calendarios ni relojes.
Aquel cuadro, sin embargo, había comenzado a pintarse muchos años antes. Tal vez en Nápoles, conforme se conjeturó durante algún tiempo, o quizás en Barcelona, al decir de no pocos.
El Maradona que contrató José Luis Núñez para alborotar el Camp Nou, estableciendo, de paso, un récord salarial y en concepto de transferencia hasta entonces inimaginable(2), tenía poco que ver con el monstruo soberbio, desabrido y pagado de sí mismo en que los años, la cocaína y un montón de sanguijuelas, acabaron convirtiéndolo. A Barcelona, en realidad, llegó un imberbe sin mundología ni malicia, un muchacho consentido, incapaz de ver nada por sí mismo, sino a través del orondo Jorge Czyterspiller, capitán con mando sobre su ejército de nefastas compañías. Aunque eso sí, un fenómeno futbolístico. Sucumbió muy pronto a todo tipo de tentaciones. Orgías, carreras en coches de lujo a través de La Diagonal o el Paralelo, madrugadas de sexo e iniciación a la cocaína… Cualquier cosa estaba bien, con tal de entretener al niño por cuya boca caían lingotes de oro tan pronto daba los buenos días. Cualquier cosa, si con ello perdía interés por sus propias finanzas y lo dejaba todo en manos supuestamente amigas, a las que sólo faltaba el guisante y los dedales de trilero.
Nada pudieron las admoniciones. El cerrado círculo del futbolista era un agujero negro, capaz de tragarse hasta el último de los buenos propósitos. Y poco a poco Maradona fue tomándole gusto al blanco polvo.
Algunos compañeros de esa época, como Francisco José “Lobo” Carrasco, aseguraron años después, en pleno desmoronamiento del otrora astro, que probablemente pudo haberse hecho algo más por él, pues tenía constancia de que sus problemas habían llegado hasta altas instancias del club. Otros, sin embargo, encontraron más cómodo escudarse en la postura el mono ciego, sordo y mudo. “Nunca lo vi con drogas ni le oí hablar de ellas. Por eso difícilmente hubiera podido prestarle ayuda”. Pero comoquiera que fuese, su relación con el presidente azulgrana, inmejorable al principio, acabó torciéndose del todo.
La final de Copa perdida ante el Athletic bilbaíno resultaría determinante para su salida del F. C. Barcelona. No tanto, quizás, por la derrota, sino a causa de la monumental pelea en que se enfrascaron atléticos y “culés” tan pronto hubo pitado su conclusión el árbitro. Maradona había sido el encargado de encender la mecha, propinando un cabezazo a Miguel Sola cuando éste saltaba al campo desde su banquillo para celebrar el éxito. Liceranzu y Patxi Salinas le pidieron cuentas, Alexanco se interpuso, Migueli arrolló a Urtubi, mientras Julio Alberto y Dani “dialogaban” a puñetazo limpio y Paco Clos emulaba a David Carradine, años antes celebrado protagonista de una serie televisiva mezcla de western y artes marciales, sacudiendo patadas de kung-fu a cuantos tuvieron la desgracia de quedar a su alcance. Todo ello con el monarca Juan Carlos I en el palco y ante 11 millones de atónitos telespectadores. Como José Luis Núñez ya estaba harto de aguantar desplantes, vanos propósitos de enmienda y la imposición de un cortejo que ni elegido en el patio de Monipodio, ese mismo día tomó la determinación de endosárselo al Nápoles por 12 millones de dólares. Así solían cuadrarle las cuentas al hábil constructor: extirpaba un divieso y además ofrecía a sus socios 500 millones de ptas. en plusvalías.
En Nápoles, Maradona tuvo ocasión de sentirse inmortal. No es que aquella afición se le rindiera, es que lo idolatraron. Él supo agradecérselo con dos títulos de Liga, una Copa, otra Supercopa, y de pitanza la Copa UEFA de 1989. Y luego, o mientras tanto, se concedió todo tipo de homenajes, presididos por la velocidad, el sexo y múltiples rayas de cocaína.
Hablar de su vida a partir de Nápoles equivale a acumular disparates. La italiana Cristina Sanagra denunció en 1986 haber alumbrado un hijo suyo, bautizado como Diego Armando. Tras un pleito de varios años, Maradona rehusó someterse a la prueba de ADN y la judicatura concluyó decretando su paternidad, circunstancia que implicaba un abono de 3.120 dólares mensuales (casi 400.000 ptas., o si se prefiere 2.100 euros) para educación y alimentos. Poco antes había arreglado su situación doméstica, casándose con Claudia Villafañe, madre de sus hijas Dalma Nerea y Gianina Dinnorah, en medio de una fiesta excesiva incluso para cuento de hadas. Y el 17 de marzo de 1991, al detectársele clorhidrato de cocaína en el control antidoping después de jugar contra el Bari, se le hizo de noche por primera vez, desde que debutara en la máxima categoría de su país 10 días antes de cumplir 16 años.
La Federación italiana le impuso una inhabilitación de 15 meses y la Justicia 58 semanas de prisión, suspendida al carecer de antecedentes, más una simbólica multa, consideradas sus ganancias, de 5 millones de liras (unas 400.000 ptas.) Atrás había quedado, definitivamente, el mejor Maradona, el inconmensurable lanzador a balón parado, la zurda de oro, el único interior izquierdo capaz de arrancar desde su propio campo durante un Campeonato del Mundo y contra Inglaterra, la enemiga Inglaterra en las Malvinas, para sortear a Beardsley, hacer inútiles las carreras de Hodge y Reid, regatear a Butcher en medio palmo, dejar sentado al guardameta Shilton y empujarla hasta el fondo del portal, en la que sin duda ha sido mejor jugada de todos los mundiales.
Pero Maradona seguía teniendo un nombre. Continuaba siendo un reclamo. Y engañó, como al pato un cazador emboscado, cuando con 32 años y varios kilos de más, cumplida su sanción deportiva, juró hallarse en condiciones para vestir de corto.
Fue el Sevilla C. F., con Bilardo en el banquillo, la víctima del tocomocho. Los andaluces tuvieron que pagar 7 millones y medio de dólares al Nápoles, interceder ante FIFA y la AFA, repartir cheques a unos intermediarios y hacer la vista gorda con otros, para disfrutar sólo de una tarde medio inspirada, captar chispazos a lo largo de muchas jornadas grises y verlo sudar, impotente, el resto de las tardes. Todo eso en el campo, claro. Porque fuera de él siguió dando que hablar.
Un guardia lo denunció, al rebasar el límite de velocidad con su flamante deportivo, hasta en 80 kilómetros por hora. Fue acusado de escándalo público, de intervenir en grescas, provocar por encima de lo tolerable y mantenerse fiel a su mala amiga, la droga. Cuando partió hacia su país para jugar unos pocos partidos con Newll´s, media ciudad suspiró aliviada, en tanto los directivos blancos entonaban el mea culpa recordando los muchos millones tan alegremente despilfarrados. Con todo, sus compañeros en el vestuario del Sánchez Pizjuán recuerdan con nostalgia su bonhomía en la distancia corta, aquellas charlas extensas donde, sin tapujos, les hablaba de su miseria personal. “Os lo cuento todo -les decía-, para que no os pase también a vosotros. Yo me he equivocado y estoy pagándolo. No permitáis que os ocurra lo mismo, porque cuando has caído cuesta mucho levantarse”. Algunos lo recuerdan como buen compañero, empeñado a sus buenos propósitos, en tanto otros apenas llegaron más allá del genio futbolístico. Pero todos coinciden al afirmar que era un buen tipo en la intimidad, sin los desplantes y maneras de divo que más adelante habrían de caracterizarle. En Argentina, por el contrario, parece lució una imagen más desenvuelta, rebasando lo inadmisible.
Tuvo que detenerlo la policía en su apartamento de Caballito, el 26 de abril, para que todo el orbe pudiera ver su foto de hombre echado a perder, con expresión ausente y las pupilas como globos. Pasó dos días en el calabozo, se le abrió una causa por tenencia de estupefacientes y debió asistir durante un año a curas de desintoxicación, practicándosele varias rinoscopias con el fin de acreditar su no-reincidencia. El 2 de febrero de 1994 volvió a ser visitado por la policía, después de recibir con disparos de aire comprimido a los periodistas que se acercaban hasta su quinta de Moreno para aclarar por qué dejaba empantanado a Newell´s. Se le abrió un proceso, no sin negarle en distintas instancias el cumplimiento de condena mediante trabajos comunitarios. Y cuando contra toda lógica fue inscrito para la disputa del mundial estadounidense, dio otro positivo, esa vez por efedrina, tras el Argentina 2 – Nigeria 1 del 26 de junio de 1994.
De nada sirvieron sus protestas. “No me dopé. Esos comemierda sabían que podíamos ser campeones y decidieron pararme, cortándome las piernas”. La FIFA replicó suspendiéndolo durante 15 meses y aplicando una multa de 15.000 dólares. A comienzos de 1996 admitió por primera vez su adicción a la cocaína desde la revista “Gente”. “Puede ser el comienzo de su recuperación”, opinaron muchos. “Los de FIFA le arrancaron las alas y cayó del cielo”, gimieron sus devotos. Porque caía, sí. A plomo y sin visos de reinserción.
Junto a su imagen menos ejemplar, seguía ofreciendo otras muchísimo más humanas. Algunos compañeros de selección, entre ellos Jorge Valdano, fueron testigos de cierta anécdota muy definitoria. El hotel de concentración mundialista era casi una verbena para periodistas, fotógrafos y curiosos. Un informador de “France Football” se acercó a Diego para solicitarle una entrevista exclusiva, que el argentino rehusó. El enviado especial siguió insistiendo, ya enarbolando la palabra dólar, mientras Maradona continuaba enrocado en su “no”. Mil, dos mil, tres mil, cinco mil dólares… Abatido, el hombre del medio galo se retiró unos metros, instante que habría de aprovechar un jovencito tímido, dubitativo. “Discúlpeme, don Diego -dijo-. Represento a un humilde medio guatemalteco y espero sepa disculpar mi osadía, pero es que a nuestros lectores les encantaría leer alguna declaración suya”. El astro lo contempló un instante, tuvo que ver al redactor francés, casi en diagonal, y sin pensárselo mucho concedió, displicente. “Pues mirá, los lectores de Guatemala van a tener algo más. Seguíme, por favor”. El joven periodista, sin creérselo del todo, acompañó al gran Diego hasta unas butacas algo retiradas y allí tuvo ocasión de entrevistarle durante nada menos que una hora. Admirable lección a la prepotencia de “France Football” y su redactor. Detalle humano de quien para entonces podía sentirse por encima del bien y el mal.
En el control que le fuera practicado después del primer partido del Apertura 97, dio nuevamente positivo. “Es mal ejemplo para los pibes”, recogió por fin la prensa, para la que hasta entonces había sido un intocable. “Quedémonos con el mago que regaló sus dones por las canchas, y volvamos página”, pidió uno de los más grandes locutores del cono sur, el mismo que tiempo atrás, asombrado por una de sus genialidades, lo bautizara como “Barrilete Cósmico”. Maradona, en definitiva, era historia. Triste historia. Porque el mejor futbolista de todos los tiempos, hasta esa fecha, hubiera debido dejar tras sí otra huella menos embarrada. La de Pelé, por ejemplo, convertido en fenómeno mediático, relaciones públicas de FIFA, báculo de políticos en Brasil y embajador universal del buen talante y la sonrisa. Maradona, por el contrario, no era hombre que engatusase con su buen talante. ¿Cómo iba a representar a nadie, si su sola presencia en muchos foros ya resultaba inaceptable?
Irascible y veleidoso, había criticado a todo tipo de personajes, perdiendo cualquier átomo de razón con sus maneras adustas, desabridas, de sumo pontífice. Joao Havelange (presidente de la FIA), Grondona (presidente de la AFA, o Federación Argentina), Menotti, Bilardo, Sanfilippo, Pelé, José Luis Núñez, el periodista Bernardo Neustadt, Ramón Díaz, Passarella, Latorre, José Luis Chilavert, Redondo (los últimos cinco compañeros de profesión), y hasta el Papa Juan Pablo II, no se libraron de su insolencia. Con el aborrecible presidente de Argentina Menem fue sucesivamente embajador deportivo, severo crítico y abierto propagandista para las elecciones de 1995. Así de voluble era, conforme acreditaría al participar en la campaña oficial “Operativo Sol sin Droga”, hasta alejarse tan disgustado como henchido de recriminaciones. Pero eso sí, él, que nada tenía de revolucionario, que había dilapidado millones y paseaba su leyenda con desdén, no sólo se hacía tatuar un busto del Ché Guevara, sino que ensalzaba a Fidel, al Fidel Castro que o mataba de hambre a sus súbditos o los fusilaba después de un juicio-farsa, por haber secuestrado un lanchón en su desesperada huida rumbo a Miami.
Aunque deshecho físicamente, gordo y desmañado, parecía probable que nunca llegara a sentir el rabioso mordisco de la ruina económica. Y no sólo por haber ganado dinero a espuertas durante su mejor época, sino porque si no lograra desintoxicarse, entraría en lo probable un final súbito, consecuencia de alguna sobredosis o paro cardiaco. Aunque hasta en ese capítulo fallaron las predicciones.
Mal ejemplo el suyo, sí. Muy malo. Sobre todo, habida cuenta de su ascendiente entre los límites del Gran Chaco el estuario platense, la Cordillera Andina y Puerto Williams, como se puso de manifiesto en el homenaje que le tributara la Asociación del Fútbol Argentino en noviembre de 2001. Aquella noche, recién operado de la rodilla, barrigón e incapaz de correr 20 metros, disputó sus últimos minutos ante el fervor de 60.000 fieles, sin alcanzar el sueño de ver retirado en ese momento el número 10 de la albiceleste, conforme alguien planeara. La FIFA, una vez más, tuvo que colocarlo en su sitio recordando que, para el próximo Mundial, la numeración de los equipos tendría que ser correlativa desde el 1 hasta el 23, con todos los dorsales incluidos. Y aunque él se despachara a gusto con frases como “pase lo que pase, juegue quien juegue, dirija quien dirija, todo el mundo sabe que la camiseta número 10 de la selección será mía para siempre”, muchos prefirieron quedarse con asertos como el de Óscar Ruggeri, ex jugador del Logroñés y Real Madrid. “Cuando él entraba a una cancha, el mundo se paraba para verlo jugar”.
Formaba parte no sólo de la historia, sino de la leyenda. “Sólo le falta morirse para trascender a la inmortalidad”, escribió un articulista. Otros le llevaron la contraria desde Argentina, convirtiéndolo nada menos que en Dios, aunque para ello tuviesen que crear una esperpéntica religión, la Iglesia Maradoniana, con sede en Rosario y 60.000 teóricos adeptos repartidos por todo el planeta, cuya mayor bufonada pasaba por poner en marcha el reloj universal a partir del 30 de octubre de 1960, día en que naciese el astro.
Y él, como buda feliz, sonreía, se crecía en sus miserias y engordaba su ego hasta la exageración.
Si durante los años 90 sonó con insistencia en bares, emisoras de radio y discotecas, una canción compuesta por Andrés Calamaro y titulada -cómo no- “Maradona”, en enero de 2004 comenzó a representarse en Buenos Aires la obra teatral “Entre el cielo y el infierno”, basada en su biografía. La introducción corría a cargo de un improbable Maradona sesentón, cuyos recuerdos, entre críticos y nostálgicos, se iban desgranando en flash back. Era, conforme resulta fácil imaginar, una inversión segura para actores y empresario. Y al mismo tiempo una nueva fuente de ingresos para el exfutbolista, pues todo cuanto se relacionara con su nombre y figura exigía el correspondiente paso por taquilla. No iban a venirle mal esos dólares, amenazado, como estaba ya para esas alturas, de bancarrota. Su esposa acababa de dar el portazo y de resultar cierto cuanto se escribió, Diego Armando, parasitado en su particular limbo cubano, tendría serios problemas para afrontar no ya el abono de la parte de gananciales, sino incluso las cuotas para alimento, techo y estudios de sus hijas.
Nadie indagó en sus teóricos problemas financieros -más tarde confirmados desde distintas esferas- porque el 19 de abril tuvo lugar un nuevo ingreso en la clínica Suizo-Argentina. Esta vez no había drogas de por medio, sino una grave afección respiratoria declarada después de que presenciase en La Bombonera el choque Boca – Nueva Chicago.
Había regresado de Cuba el 22 de marzo, y su médico personal Alfredo Cahé estaba tratándolo de la miocardiopatía dilatada que constituía su enfermedad de base. Pronto se supo que el cuadro de hipertensión y fiebre lo tuvo durante unas horas a las puertas de la muerte. Su muy castigado corazón no daba garantías, pese al buen ánimo que procuraban contagiar los sucesivos partes médicos: “Su evolución hemodinámica es satisfactoria hasta el momento, con normalización sostenida de la presión arterial y buena diuresis bajo drogas, lo que indica que el paciente está más estabilizado y con buena función renal, que es un factor clave para la evolución favorable del cuadro”. Ajenos a la literatura médica pero llenos de devoción, decenas de seguidores peregrinaron hasta las puertas del hospital, en cuyo interior velaban desde el primer momento su exmujer Claudia y sus hijas. “El pueblo está con Maradona”, proclamaba una pancarta improvisada. “Diego, te queremos”, “Fuerza, 10”, o “Diego, aguante”, se leía en otras. Y algunos ni siquiera tenían bastante con velar su esperanza, texto en mano.
Eso, al menos, denunció Guillermo Cóppola, apoderado y representante de Diego Armando hasta hacía escasas fechas: “Desde que Diego dijo que le había robado la plata de sus hijas, Argentina me maltrata. La otra noche salí a cenar y me insultaron, los camareros no me atendieron como es debido y al final casi me despachan. Me están linchando y no es justo”. Toda una demostración de lo que el culto al mito puede significar, como huida, como abstracción de una realidad hostil, sofocante y desesperanzadora. Algo así pregonaron los más sesudos psicólogos bonaerenses, rama universitaria particularmente necesitada de poda por esos pagos.
Superada su crisis cardiaca, Maradona abandonó el hospital contra los consejos del equipo médico. Se supo que estaba jugando al golf en una finca del gran Buenos Aires, situada 50 kilómetros al Oeste de la capital, y tanto su tribu de admiradores como el habitual ejército de periodistas trasladaron rezos, pancartas, micrófonos y teleobjetivos, hasta la verja que lindaba la propiedad. Tampoco allí faltaron los incidentes. Un vehículo conducido por un familiar del astro atropelló a una periodista embarazada, que hacía guardia junto al portón de hierro. Y mientras tanto el gran Buda con sobrepeso continuaba en su nube, si bien dando muestras de dolorida humanidad, conforme quedó claro en la entrevista televisiva que Susana Giménez le hiciera el viernes 30 de abril. Entrevista muy bien pagada, puestos a puntualizar, ya que obtuvo 80.000 pesos (unos 20.000 euros), más un carrito eléctrico para desplazarse por el campo de golf.
El Maradona de aquella charla, un poco más deshinchado y con la ronquera característica de quien ha permanecido entubado algún tiempo, dijo haber sentido mucho frío la tarde del domingo 18 de abril. “No me podía abrigar con nada, me estaba muriendo, vi la muerte… En ese momento lo que más quería era que me abrazaran, que me mimaran, que me hicieran caricias”. La entrevistadora, rostro y voz de uno de los programas con mayor audiencia en la televisión argentina, se desbocó en frases y epítetos laudatorios. Tanto que el propio exjugador, apabullado por expresiones como “el más fuerte”, “el único”, “el ídolo”, “el que nos tiene a todos alucinados” o “la persona más famosa del planeta”, intentó rebajar la desmesura. Debió ser cuando Maradona, como viejo César paseado en triunfo, pudo escuchar el prudente susurro del esclavo: “Recuerda que eres mortal”. Porque luego volvió a lucirse con disparates de gran gurú, para permanecer fiel a su propia caricatura. “Voy a agradecerles sus oraciones -dijo-. Voy a hacer el esfuerzo de ir a verlos a todos. No estoy loco y quiero viajar, viajar y viajar. Me gustaría ver los Juegos Olímpicos de Atenas, pero también ir a Irak o Afganistán; son locuras mías”.
Locuras, ciertamente. ¿Acaso se consideraba capaz de llevar la distensión a esos rincones abrumados, donde balas y misiles mataban indiscriminadamente? Resbalando por el alambre volvía a pisar la tierra. “Pero primero regresaré a Cuba, para ordenar las cosas. También tengo pendiente un viaje a Italia. Y la fiesta de cumpleaños de mi hija menor”. Para despedida, después de reconocer un sentimiento de vacío muy grande tras haber roto vínculos afectivos y comerciales con Cóppola, una de sus frases rotundas, extraídas de algún manual bufonesco: “A Argentina le deseo que el presidente Kirchner sea Jesucristo”.
Lo que Maradona tenía que arreglar en Cuba era un nuevo ingreso en la clínica de desintoxicación. Osvaldo Curci, especialista argentino en Toxicología, había sido contundente en su diagnóstico. “Hay que medicarlo con antidepresivos, tranquilizantes y ansiolíticos. Hay que tratar de que siga sin consumir drogas ni alcohol, y evitar que entre en un pozo depresivo del que será difícil sacarlo”. Todo ello sin olvidar la administración de complejos vitamínicos capaces de engañar al organismo cuando surgiera el ansia de alcohol y cocaína.
Maradona no estaba para enderezar el camino, sino como él mismo confesara en la televisión, “para tratar de seguir viviendo sin joder a nadie”. Tarea ardua, porque todos sabían que su precaria salud iba a esparcir más sobresaltos, simultaneados con nuevos detalles sobre pésimos balances financieros o recaídas en su adicción.
Pocos días después de aquella comparecencia televisiva, volvió a ser internado. Su familia, perdida toda paciencia, ordenó ingresarlo en una clínica de desintoxicación -eufemismo bajo el que en realidad se ocultaba un hospital psiquiátrico-, al tiempo que se planteaba tomar medidas contra el médico Alfredo Cahé, por tolerancia excesiva ante el nunca abandonado consumo de estupefacientes. El enfermo hizo cuanto pudo para evitar el internamiento. Amenazó, suplicó, trató de fugarse… Atado al lecho, no tuvo otro remedio que resignarse. Permanecía aún a las afueras de Buenos Aires cuando le llegaron ofertas de traslado a sendas clínicas de desintoxicación sitas en Suiza y Brasil, a cambio de medio millón de dólares. Sorprendente. El espectro en que se había convertido Diego Armando seguía siendo un buen negocio, incluso en los instantes más críticos.
Durante dos meses resultaron vanas sus tentativas de liberación ante la Corte de Justicia. Quería volver a Cuba, donde le esperaba una novia, según él, y el ambiente capaz de regenerarlo. Varias fotos aparecidas en un periódico del Cono Sur, donde se veía a Diego Armando en Cuba, esnifando y con una joven desnuda cabalgándolo, demostraron que en el “cortijo” de Fidel Castro le aguardaba algo bien distinto. Su vida, lo que quedase de ella, pues cada vez presentaba un aspecto físico más calamitoso, había derivado hacia el abismo.
Por fin obtuvo de un juez el permiso para viajar a La Habana, con la condición de ingresar en la ya conocida clínica. Y hacia allá fue, orondo, muy orondo -llegó a acumular 130 kilos en su metro sesenta y ocho de estatura, rebajados considerablemente luego de que le fuese practicada una reducción de estómago-, sin resuello e incapaz de entender todo el mal que se había infligido.
La prensa narró con detalle, entonces, por qué la perla antillana tiraba de él como un imán poderosísimo. Su antiguo asistente, Marcelo Rajoy, parecía empeñado en eliminar de sus declaraciones cualquier vestigio de diplomacia: “Diego no va a curarse en Cuba. Allí hace cuanto le viene en gana sin que le lleven la contraria, porque lo están utilizando como propaganda. En esa clínica ondean tres banderas: la de Cuba, claro, la de Venezuela, porque Chaves envía algunos drogadictos, y la de Argentina. La de Argentina es por Diego, puesto que no hay más compatriotas. Diego no hacía otra cosa que pasear, practicar deporte cuando le apetecía y recibir visitas femeninas. No sé quién le proporcionaba droga, pero consumía. Tampoco sé de dónde salían las chicas. Lo cierto es que a Diego no le faltaba compañía”.
Maradona ya ni se tomaba la molestia de contradecir declaraciones. De cuando en cuando, alguna fotografía suya emboscada entre las páginas del periódico certificaba una decrepitud ruinosa, de la que volvió a intentar recuperarse a lo largo de 2005. Porque mediado agosto de ese año, en pleno invierno austral, el Canal 13 de la Televisión Argentina inauguró una experiencia de 13 programas con Diego Armando como animador. Su título -¿quién hubiera podido elegir otro?- era “La Noche del Diez”. En su presentación, el antiguo futbolista, que por cierto lucía mucho mejor aspecto físico, entrevistó a Pelé, otra leyenda del balompié con la que llevaba largo tiempo enemistado.
Su irrupción ante las cámaras, el 15 de agosto, daría para concienzudos estudios sociológicos sobre la miseria mental de una abundante capa de ciudadanos argentinos. Un himno cuya letra evocaba la historia de Jesucristo precedió a la salida de Maradona, que se hizo esperar hasta el quinto verso: “En una villa nació, fue deseo de Dios, crecer y sobrevivir a la humilde expresión, enfrentar la adversidad con afán de ganarse a cada paso la vida”. El público del plató, puesto en pie, ondeaba banderas argentinas y cantaba el estribillo: “Maradó, Maradó, nació la mano de Dios. Maradó, Maradó, sembró la alegría en el pueblo, regó de gloria este suelo…” El realizador alternaba los primeros planos de un Maradona fresco, recuperado de su obesidad mórbida, con barridos del público y breves pausas ante el cartel izado por algunos incondicionales. “Gracias, Dios, por ser argentino”. Cuando la canción llegaba al clímax –“Carga una cruz en los hombros por ser el mejor, por no venderse jamás al poder enfrentó. Curiosa debilidad, si Jesús tropezó, por qué él no habría de hacerlo”-, el propio Diego, micrófono en mano, entonó unas estrofas compuestas en su honor: “Sembré alegría en este pueblo, regué de gloria este suelo, si Jesús tropezó, por qué no habría de hacerlo yo”. El ciego arrebato del público, su embeleso, y cuanto al día siguiente se dijo en los medios de comunicación argentinos o escribieron los columnistas, daba, ciertamente, para muchos estudios sociológicos.
Así lo entendió Pablo Alabarces, profesor de Ciencias Sociales en la Universidad de Buenos Aires y estudioso, desde hacía algún tiempo, de la vinculación entre el fútbol y el carácter de nación en Argentina. Alabarces declaró en un programa radiofónico que la emisión protagonizada por Maradona había sido un espanto, y muchos quisieron lincharlo. “No sólo los oyentes que llamaban enfurecidos, sino mis amigos, mis colegas”. Y cuando se atrevió a escribir en un artículo de prensa sobre el narcisismo descomunal del antiguo futbolista, alguien, en su propia Facultad, erigió un altar al astro resucitado. “Uno ve eso -explicó- y comprende que la escenografía de la resurrección en el programa no era ninguna metáfora. Se lo creían de verdad. No ha de olvidarse que hace poco más de un año Maradona tartamudeaba, balbuceaba, entraba y salía del hospital mientras una masa se congregaba fuera rezando para que no muriese. Y ahora, como un milagro, reaparece con un aspecto tan juvenil que da la impresión de haber perdido 20 años. Está más lúcido que nunca. ¿Qué lección sacan sus devotos? Que sólo Dios puede salvar a Dios”.
De la televisión argentina saltó a la italiana, también como conductor estrella en un programa de variedades. Y si bien resultó una aventura breve, dio la impresión de continuar por el buen camino. La cadena SER lo presentó como comentarista estrella en sus retransmisiones del Mundial 2006. La prensa publicaba fotos suyas jugando al golf. Parecía un hombre rehecho, aunque arruinado económicamente. Un ser capaz de concederse otra oportunidad. Parecía… Porque durante la primavera de 2007 tuvo que ser internado otra vez, a causa, según se dijo oficialmente, de sus excesos con el alcohol. Tratándose de Maradona, el chico de barrio al que una cohorte de aduladores había hecho creerse Dios, y por lo tanto inmortal, cualquier proyecto debía ser sometido a prudente cuarentena.
En 2009 la Federación Argentina encomendó su selección al mito. En realidad, jugó a la ruleta rusa con la albiceleste, puesto que Maradona no era nadie en los banquillos. Y como el fútbol es cosa seria, la selección perdió partidos, a la par que proporcionaba una patética imagen. Goleados con estrépito en las cumbres andinas, a punto de no clasificarse para el Mundial de Sudáfrica, pese a contar con magníficas individualidades (su yerno Agüero y Lionel Messi entre ellas, la mejor pareja atacante del momento en todo el orbe, sin olvidar al ariete Milito, gracias a cuyo concurso el Inter de Mourinho pudo alzar el trofeo de campeón europeo), tras el 0-1 en Montevideo que garantizaba la presencia argentina en la Fase Final del Campeonato, volvió a dar otra muestra más de inaceptable soberbia. “Los que no creyeron, que la chupen” -espetó a los periodistas durante su rueda de prensa-. “Ustedes, que me trataron como me trataron, sigan mamándola”.
“Chupar” y “mamar” poseen para un argentino exactamente el sentido que todos pensamos.
Una vez más quedaba archidemostrada la imposibilidad de ejercer de dios cuando se tienen pies de barro.
La FIFA, tras abrirle expediente, decretó el 16 de noviembre de 2009 su inhabilitación para cualquier actividad futbolística durante 2 meses, al tiempo que le imponía una multa de 25.000 francos suizos, o si se prefiere 16.500 euros. Pero estaba visto que ni a partir de multas o suspensiones iba a lograr nadie enderezar su errático rumbo. Diego Armando Maradona había hecho de su vida una pura provocación. Disfrutaba zambulléndose en todo tipo de tempestades. Incluso en momentos de calma chicha, propiciaba vendavales.
El 4-0 con que Alemania dejó en la cuneta sudafricana a la albiceleste, luego de que los bicampeones del mundo exhibieran un juego tan pobre como deshilvanado, le costó el cargo de seleccionador. Otro descenso más en su vida de montaña rusa. Otra cura de humildad para cualquiera, que sin embargo él nunca quiso asumir.
Su nombre, a pesar de los pesares, seguía significando algo. Así lo entendieron, al menos, en el multimillonario, aunque pobre deportivamente fútbol de los Emiratos Árabes Unidos. Uno de esos dirigentes, queriendo convertirse en noticia universal, habría de incorporarlo a su equipo -precisamente al cuadro donde militaba el basauritarra Fran Yeste- durante el año 2011. Si treinta millones de dólares por dos temporadas hubiesen animado a cualquiera, con más razón a un antiguo multimillonario caído en la bancarrota. Yeste no tuvo ocasión de conocerle en el banquillo, porque le abrieron la puerta tan pronto puso un pie el viejo campeón del mundo en aquella entidad. Nuestro compatriota, también caracterizado por su displicente modo de ver la vida, entender la disciplina y rehuir el sacrificio, hallaría acomodo en el Olimpiakos de El Pireo, entrenado por Ernesto Valverde. Meses más tarde, luego de diversos problemas disciplinarios y paupérrimo rendimiento deportivo, Fran Yeste volvió a ser reexpedido hacia los Emiratos, a tiempo de presenciar el cese de Maradona, siquiera fuese desde otra entidad. De nuevo los resultados, la pobre capacitación de Maradona para dirigir colectivos, su egolatría y las decepciones de siempre, motivaron su salida del Golfo Pérsico en julio de 2012, mucho antes de lo previsto.
El dios de los desfavorecidos, de tanto soñador crédulo, envuelto en su propia frustración, aunque esta vez con más peso en la faltriquera.
Ese final temprano y no por ello menos previsible de un rostro universal, enredado en la serpiente de su propio éxito, debería servir de aviso y meditación no sólo a tantos millonarios prematuros de la pelota, todavía en ejercicio, sino a cuantos se acercan a ella henchidos de entusiasmo y confianza en sí mismos. Y a quienes, sin meditarlo mucho, a veces contribuimos al sostenimiento de esa idolatría vacua, ponzoñosa y espontánea, sin reparar en su posible efecto. Hace falta una cabeza muy bien amueblada para no sentirse inmortal cuando sólo se pisan alfombras mullidas, se escuchan vítores, grandes nombres de la política, la empresa o el famoseo se desviven por una foto junto al mito en estrecho abrazo, y las masas le rinden pleitesía, arreboladas. Podríamos acercarlos inconscientemente hacia el abismo, como ocurrió con Diego Armando Maradona.
Aunque una cosa es cierta. El 25 de noviembre de 2020 no nació su leyenda. Ésta llevaba viva, pero que muy viva, desde hacía varios lustros. En eso sí fue Diego Armando muy afortunado y por demás especial. Degustó néctares y aroma a incienso en vida, aunque a la postre tanto honor le sentase rematadamente mal.
Ya es mala suerte que el primer capítulo de tan dramática biografía se escribiera en Cataluña, con tinta azulgrana. Porque durante su estancia en la ciudad condal cabría argüir que no faltó nieve en Can Barça.
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.- (1) La tercera, que se sepa, después de una primera en su propio país (1994) y otra en Suiza (1996), coronadas por el fracaso. Así, al menos, lo atestiguó a un redactor del semanario “Gente” el propio Diego Armando, al confesar en enero de 1996: “Fui, soy y seré drogadicto”.
.- (2) Los 8 millones de dólares pagados a Boca Juniors en 1982 representaban casi 1.200 millones de ptas. Un salario medio de oficinista rondaba por aquel entonces las 60.000 mensuales. En vísperas del Mundial de España podían adquirirse televisores a color de 26 pulgadas por 45.000. Los pisos de 80 metros cuadrados costaban poco más de 2 millones y la producción anual de muchas empresas medianas ni se aproximaba al costo del fenómeno argentino. Se entenderá, pues, que la elevada cuantía del traspaso instalara un profundo malestar en el Ministerio de Economía, no sólo porque implicada despedirse de tantas divisas, sino porque la directiva barcelonesa ni siquiera tuvo la delicadeza de consultar a los más altos funcionarios. Según recogió Fernando Barciela en la revista “Tiempo” (julio de 1982), a Luis Valero, subdirector general de Finanzas, se le antojó un insulto la postura catalana, ya que incluso la factoría Ford solicitaba opinión ante inversiones de envergadura. Por si no hubiera bastante, el 29 de junio tuvo lugar una llamada telefónica del ministro de Economía, Juan Antonio García Díez, al director general de transferencias, interesándose por el asunto. Acto seguido, el director general, Antonio Comín, manifestó que la adquisición de derechos federativos para jugadores inscritos en clubes extranjeros no estaba liberalizada, y por lo tanto requería autorización ministerial. El Ministerio de Hacienda cursó un telegrama a la sede culé, que guardó silencio, como también hiciera la Federación Española, receptora de otro comunicado. Durante varias fechas estuvo evaluándose en el Ministerio la posibilidad de emprender acciones legales contra el Barcelona. No se hizo nada finalmente, al entenderse el tema como dudoso en los juzgados, y entrar en juego otras razones de índole política. Tras un tira y afloja sobre el límite de divisas que el Ministerio de Hacienda pretendía poner al C.F. Barcelona, se produjo la capitulación en Madrid, aunque estableciendo condiciones y plazos.