Futbolistas nacionales fallecidos en la Guerra Civil (3)
De José Ignacio CorcueraLa pérdida de valores asociada a la Guerra Civil se tradujo en una sucesión de asesinatos alevosos, salvajes, o coronados por el ensañamiento más ruin. Hubo quienes aprovecharon aquel río revuelto para saldar cuentas, fueren estas por cuestión de lindes, afrentas de honor, rencores sentimentales o envidias patológicas. Otros, también, ampliaron sus patrimonios “paseando” a vecinos de madrugada y negociando con las viudas al atardecer, incluso ante los propios finados de cuerpo presente; todo valía para hacerse con fincas y heredades a cambio de unas cuantas pesetas que mal, muy mal paliarían futuras hambres. Y por supuesto tampoco faltaron dementes asesinando sin obtener con ello el más mínimo provecho; matarifes “a contra reloj”. En medio del caos, muchos segaron vidas en retaguardia sin que sus víctimas siquiera les cayesen mal.
Ello era posible, primero porque el asesinato resultaba impune, al hallarse un gran número de policías, guardias civiles o de asalto, nutriendo los frentes. Y segundo porque la locura, al igual que la estupidez, suele prender fácilmente en las masas, máxime cuando estas son pastoreadas hasta el aborregamiento por políticos fulleros, ventajistas y demagogos.
La demencia alcanzó ribetes dignos de estudio sociológico en ciertos casos. Sirvan como ilustración los pormenores de cierto asesinato en la carretera Salamanca – Valladolid.
El salmantino José Andrés y Manso, nacido en el seno de una familia modesta, lograría el título de Magisterio gracias al esfuerzo económico de sus progenitores. Entre tanto, distintas lecturas, la fogosidad verbal de algunos oradores y el ansia de justicia social, cuando ésta no dejaba de ser sino un sueño -máxime en el agro-, acabarían convirtiéndolo en activo pregonero del ideario socialista. Como diputado por dicho partido, parece llegó a granjearse algo más que una profunda antipatía entre terratenientes de la región charra, falangistas y antiguos caciques reconvertidos en prohombres urbanitas. Apenas hubo triunfado el alzamiento por la Tierra de Campos, las dehesas y al Sur de la Cordillera Cantábrica, como tantos otros significados izquierdistas fue conducido a la cárcel, desde donde lo “sacaron”, junto a otros cuatro compañeros. El 28 de julio de 1936, mientras sonaban los primeros disparos, aparecieron sus cuerpos en el término de La Orbada: cuatro de ellos fusilados y él muerto a estoque.
Por distintos ámbitos republicanos correría de inmediato un bulo, trascendido rápidamente a notica, según el cual lo habrían rejoneado en una plaza de toros, ante un público festivo, pródigo en “olés”. Mediante rejón de muerte, también, lo habrían visto desangrarse. Y más aún, se llegó a cacarear que determinados medios “fascistas” en su crónica de la “corrida” expresaron algún descontento ante el poco juego del diputado, “tirando a mansurrón, por no deshonrar el apellido”.
Lo tremendo es que se tomara como plausible tamaña aberración, bien porque los receptores del bulo veían al enemigo capaz de todo eso y aún más, o porque ellos mismos, puestos en situación, tampoco hubiesen regateado ovaciones al “rejoneador” o a los “toreros” de a pie.
El asesinato visto a mitad de camino entre la heroicidad y el arte.
Los peores instintos servidos en barra libre.
Matar por placer, o ante el miedo a ser asesinado.
Asturias fue uno de los territorios donde más a destajo se ajustaron deudas de odio durante el periodo de administración republicano. Por detrás, a no mucha distancia, se situaron Madrid, Cataluña, la región levantina, Cantabria y, ya en menor medida, el país vasco. El Madrid republicano arrojó 16.449 ejecuciones o asesinatos, amén de 22.139 caídos en combate. Cataluña, bastante más poblada, 14.486 asesinatos y ejecuciones durante el mismo periodo, 21.417 víctimas en combate y 3.946 resultado de la represión tras la entrada de los nacionales. El antiguo reino de Valencia 8.928 ejecuciones y asesinatos achacables al bando republicano, 10.388 bajas en combate y 3.973 víctimas tras la entrada de los vencedores. Cantabria, pese a su pequeña dimensión, 530 víctimas bajo control republicano, 710 como consecuencia de la represión franquista y 2.431 en los frentes. Cifras por demás esclarecedoras, a partir de los estudios del militar e historiador Ramón Salas Larrazábal, el Movimiento Natural de Población de España elaborado por el INE, y las correcciones del también historiador Ricardo de la Cierva, referencia de cabecera para estas páginas.
Reinterpretando a Francisco González Ledesma, cabría colegir que el ser humano merece su mala reputación.
El Racing de Santander perdió a seis elementos: Eduardo Cosío, Benjamín Gómez, Francisco Aparicio, Juan José Gómez Acebo, Francisco Güenechea Aguirrebengoa, “Cisco” mientras vistiera de corto (el 2-V-1937, en la localidad vizcaína de Basauri), y Emilio Cortiñas Méndez, deportivamente “Milucho” (combatiendo, el 3-X-1937). Cinco bajas tuvo que contabilizar la Juventud Unión Montañesa: Antonio García Solinis, José Lavín, Aparicio, y los dos Rubayo, alineados con los dígitos I y II. La Sociedad Deportiva Santoña no pudo contar con Felipe Alonso Firvida (sacado de la cárcel y asesinado), ni con Emilio Madera Alonso, que jamás regresaría del frente. El Deportivo Torrelavega lloró a José Marcos Ingelmo, en tanto la Gimnástica recibía noticias de que Venancio González acababa de caer combatiendo. La región cántabra, entonces, no era muy pródiga en clubes federados. Pero pagó un elevado tributo.
Tampoco salieron indemnes territorios que, como el andaluz, tantas veces, y tan alegremente, se dijo vivieron aquellos hechos desde la distancia, a través de una radio infectada por las arengas de Gonzalo Queipo de Llano, general muy dotado para la prestidigitación. Desde luego no fue lejos de la refriega como perecieron Alfonso Murube Yáñez-Barnuevo (Ceuta Sport), y Fernando Delgado Luque (Melilla F. C). El primero teniente provisional de Infantería en el grupo de Regulares de Ceuta Nº 3, 9º Tabor, trataba de recuperar la posición de Sodoso, en el frente de Guadalajara, cuando cayó abatido. Su nombre, por cierto, sería adjudicado al campo donde durante muchas campañas disputaron sus choques como locales Atlético de Ceuta y Sociedad Deportiva Ceuta. Fernando Delgado era voluntario en la Bandera de Marruecos cuando dos onzas de plomo lo mataron en el frente del Jarama.
Militar de carrera, en cambio, José Hermosa Gutiérrez (Ceuta, 1891) actuó en la vanguardia del Sevilla Balompié las temporadas 1910-11 y 1914-15, así como Betis (también 1914-15). De hecho serían sus estudios en la Academia los que mermaron considerablemente su presencia sobre el césped, puesto que no andaba escaso de facultades.
Fundador del Sevilla Balompié, junto a un puñadito de estudiantes “modernos”, en 1911 se trasladó a la Escuela de Infantería de Toledo, saliendo de dicho centro como segundo teniente. Al ser destinado al Regimiento de Soria Nº 9, en Sevilla (25 de setiembre de 1914) pudo regresar al Sevilla Balompié, compitiendo durante los que iban a ser últimos meses de la entidad. Al producirse la fusión entre éste y el Betis Foot-Ball Club, dando lugar al Real Betis Balompié, se integró junto con su hermano Andrés en la primera plantilla de la recién creada sociedad. Tuvo el honor, por lo tanto, de saltar a la historia bética como componente de la primera formación que defendiera esos colores en el partido de presentación, ante el Huelva Recreation Club, en el Hipódromo de Tablada (27-XII-1914) resuelto con victoria onubense por 1-3. Era, sin duda, el mejor futbolista, y aun deportista, de los cuatro hermanos que se hicieron notar junto al Guadalquivir a principios de siglo.
Cuando en mayo de 1916 lo trasladaron al Norte de África, sus días de fútbol concluyeron. Curiosamente, el batallón en que sirviera estaba al mando del teniente coronel Guillermo Wesolwski Zaldo, fundador, como él mismo, del Sevilla Balompié. Desde África sería destinado a Barcelona, ya como primer teniente, hasta que en octubre le fuere dado un breve retorno a Sevilla, sin tiempo para lustrar las botas de tacos, puesto que hubo de incorporarse a su nuevo destino en Ceuta. La vida militar no es sino una sucesión de traslados, entre anhelo y anhelo de ascensos en el escalafón. Y en su caso le llevaría por distintos puntos de la península y el Norte de África, hasta que en 1924 ingresase como capitán en la Escuela Central de Gimnasia de Toledo, donde tuvo ocasión de impartir cursos teóricos y prácticos de Juegos y Deportes.
Cabría decir que la actividad física, sometida, si se quiere, a la disciplina militar, era parte fundamental de su vida. Presente en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam (junio de 1928) y un posterior trasladado al Comité Nacional de Cultura Física, en Madrid (18-XII-1930), podía vérsele mucho más a menudo con atuendo deportivo que con uniforme militar. A partir de ahí, si tomamos como referencia a “Discóbolo”, seudónimo del periodista Gil Gómez Bajuelo, habría ejercido la crítica deportiva, además de ejercitarse con el boxeo y no regatear ningún esfuerzo en su empeño de popularizar la práctica del rugby.
Los funestos acontecimientos del 18 de julio, en 1936, le hicieron anteponer las armas. Falleció como consecuencia de la ensalada de tiros que taladró las paredes del Cuartel de la Montaña, durante el cerco de Madrid. La Delegación Nacional de Deportes, para perpetuar su memoria, instituyó con carácter anual un “Premio Comandante Hermosa”, del que hoy nadie se acuerda.
Vasco de nacimiento, aunque andaluz por militancia deportiva, era Ramos García Arauzo (4-IV-1914), portero a quien se conocía en Bilbao por “Ramitos”. La temporada 1934-35 había asomado a nuestra 1ª División en un partido, que durante muchos años tanto la historia de nuestro deporte rey como el propio Athletic Club se empeñaron en negarle, adjudicándoselo a José Luis Ispizua, suplente habitual de Gregorio Blasco. Convencido de que sus posibilidades de lucimiento iban a ser escasas con Blasco bajo el marco e Ispizua en el banquillo, prefirió probar suerte lejos de San Mamés. En Córdoba, como primera escala, y a la sombra de Gibralfaro, en Málaga, después. Era jugador del Malacitano, antecesor del ya desaparecido Club Deportivo Málaga, cuando se produjo la asonada. Tenía 22 años, edad a la que difícilmente hubiese podido eludir un llamamiento a filas. Y combatiendo en el ejército de Franco la muerte le batió por última vez, con ese gol fatídico que no admite remontadas.
También había pasado por el Malacitano Leopoldo Ruiz-Capillas Del Castillo, caído en el frente madrileño del Cuartel de la Montaña.
Bético, en cambio, fue Modesto González, “Capesto” en las alineaciones, caído en la batalla de Somosierra, cuando los nacionales traban de penetrar en Madrid durante julio de 1936.
Ignacio Ramos, panadero de profesión, aparte de jugador en la Juventud Artística de Puerto Real, tampoco pudo fintar el vuelo de la guadaña.
Los valencianos del Club Deportivo Carcagente Melchor Pastor Grau y Antonio Ureña Adriá murieron combatiendo al ejército que ocupaba su tierra natal. En cambio los futbolistas de la A. C. Castellón Vicente Carbó, José Membrado y Leopoldo Vicente, perecieron en retaguardia, asesinados.
Remontando la ribera mediterránea, hasta alcanzar Cataluña, Pablo Piñol Juliá, del F. C. Samboyano, halló la muerte combatiendo en el Tercio Nuestra Señora de Montserrat. Combatiendo también dijeron adiós a la vida Ángel Piquer Pellicer (F. C. Mollet), José Mª Bolós Llavanera (Unión Deportiva Olot), exfutbolista y directivo al caer; Peña (Gavá) y su compañero de equipo Solé Jacas, movilizado éste a última hora, en un batallón civil de construcción de defensas. Sería enterrado en una fosa común próxima al Eje Transversal, en el término de Grub. Y tampoco deberíamos olvidar al efímero jugador Damián Cañellas, secretario técnico del Club Deportivo Español, a quien asesinaron unos anarquistas tras interrogarlo a viva fuerza sobre su hermana monja, a la que acusaban de ocultar a un sacerdote.
Aragón, cuyo fútbol ofrecía entonces un aspecto algo subdesarrollado, tanto si atendemos a su bajo número de clubes como a la calidad del producto autóctono, tampoco se libró de crespones negros. Mauro Marco Ordorica Barrenechea, estudiante vasco del Zaragoza, conforme sus apellidos delatan, sucumbiría en el Alto Maestrazgo, más concretamente en Mas D´Oncell, mientras combatía (12-I-1939). Santiago Fernández Portolés, también del Zaragoza, aunque sin poder pasar de su equipo aficionado, pereció igualmente fusil en mano. Felipe Sáez de Cenzano, en cambio, era árbitro reconocido. Y más aún su compañero Antonio Adrados Martín, medalla de oro del Comité Nacional en 1928, que al fallecer (30-VIII-1937) compaginaba su actividad funcionarial en el Ayuntamiento zaragozano con la crítica deportiva en prensa. Del mismo modo que ocurriese con otros caídos del bando vencedor, se le dedicaría una calle próxima al viejo campo de Torrero.
Navarra y el país vasco, tan divididos ideológicamente y por ello enfrentados en los verdes campos de batalla, acumularon bastantes bajas familiarizadas con el balón. Si Álava, al lado de los sublevados desde el inicio, con muy pocos equipos federados hasta 1936, parece no hubo de lamentar pérdidas de futbolistas, Navarra, feudo tradicionalista y con miles de jóvenes requetés combatiendo junto a Mola y Franco a partir del 19 de julio, sí lloró a gentes del fútbol. Al menos el Club Deportivo Tudelano perdería en combate a Pedro Olleta Martínez y Manuel Jiménez Romé. Guipúzcoa, en cambio, y sobre todo Vizcaya, fieles a la República hasta su temprana capitulación, tuvieron razones para enjugar más llanto.
El irundarra Andrés Ausín, futbolísticamente conocido por “Pichi”, cayó en combate, igual que José Luis Rodríguez del Castillo (San Sebastián, 9-XII-1910) exfutbolista del Real Unión de Irún, Osasuna y Donostia -denominación de la Real Sociedad en tiempos republicanos-, ingeniero industrial y asesinado en su ciudad natal cuando finalizaba el año 1936. Ambos tuvieron a sendos compañeros de vestuario combatiendo en el otro bando; el irunés cayó en combate durante el mes de setiembre de 1938, y el donostiarra un triste 18 de noviembre, fusilado, tras pasar por las cárceles de Logroño y Ondarreta, a causa de su afiliación a UGT. El Tolosa, como ya se dijo en capítulos anteriores, registró dos bajas por bando, los cuatro caídos en combate y de ellos Juan Saracho como requeté voluntario (20-IX-1938).
Entre todos los jugadores guipuzcoanos caídos, el más señero, sin duda, sería Juan Ramón Gregorio Artola Letamendía (San Sebastián 28-XI-1895) medio de la Real Sociedad, Madrid, Jolastokieta, Betis, Sevilla y de nuevo Real Sociedad, antes de que se instituyera el campeonato Nacional de Liga. Todo un atleta para su época y diestro cerrado con potente disparo, su integración en el Madrid, las temporadas 1914-15 y 15-16, tuvo lugar por razones de estudios. Su llegada a Sevilla, en cambio, se produjo al ser destinado a la Base Aérea de Tablada para cumplir el servicio militar obligatorio. Allí, tanto él como otro soldado gallego apellidad Canda, llamaron la atención de un oficial con presumible querencia bética, puesto que se apresuró a ofrecerlos al Real Betis. Su debut con la camiseta bética se produjo ante los ingleses del Prince of Wales, al que habrían de derrotar por 8-3. Poco más tarde fue protagonista involuntario de un hecho que incendió no sólo a la Sevilla futbolística, sino distintas tertulias en las que el “foot-ball” acostumbraba a salir esporádicamente. De un día para otro, el capitán general Ximénez de Sandoval prohibió expresamente a los militares bajo su mando toda participación en partidos de “foot-ball”. El Betis salía perjudicado respecto a su rival más inmediato, al perder a Canda y Artola, dos de sus más destacados elementos. Convencidos de que tan insólita prohibición respondía a maniobras arteras del Sevilla, cuando ambos clubes tuvieron que enfrentarse en un partido de desempate donde se dirimía el Campeonato de Andalucía, el Betis, para dejar bien sentado su enojo y a manera de protesta, saltó al campo con un equipo poco menos que infantil. El resultado, por supuesto, fue tan escandaloso como pretendía: 22-0; récord histórico entre enfrentamientos de máxima rivalidad.
Concluida la temporada, Artola fichó por el Sevilla, junto a su antiguo compañero Canda y el también gallego Balbino. Gesto que entonces estaba casi tan mal visto como hoy día. Y de vuelta a la Real Sociedad, sería seleccionado para los Juegos Olímpicos de Amberes, es decir la primera comparecencia oficial de nuestra selección, donde llegó a disputar 2 partidos, colgándose la meritoria medalla. Se olvidó de los borceguíes en 1924, aunque siguiera disfrutando del fútbol como espectador. Desgraciadamente la guerra no habría de saldarse para él con victoria o derrota, al estilo de los partidos que disputara 12 años antes, sino con muerte, puesto que fue asesinado por desconocidos en 1937. Era hermano del también futbolista Manuel Artola.
Las bajas “nacionales” del fútbol vizcaíno estuvieron por encima de lo que cabría esperar en una zona que hasta la caída de Bilbao (junio de 1937) fue republicana. El Baracaldo perdió en combate a Francisco Martín Madera y Ricardo Basaldúa. Sus vecinos sestaoarras a Serafín López López, del mismo modo. La Cultural de Durango a tres combatientes (Antonio Mendía, Pedro Unzueta y Jaime Ellacuría), además de a otros dos (José González y Juan Zavala), asesinados. El San Vicente baracaldés a Albino Aedo Renieblas, combatiendo en el frente cántabro de Ontáñez (12-VIII-1937). Julián Ramón Santiago, hermano del defensa valenciano durante todo el decenio de los 40 Juan Ramón, e igualmente jugador de fútbol, aunque modesto, fue asesinado en Lérida. El Erandio, y también el Arenas de Guecho, donde había actuado con anterioridad, lloraron a Domingo Zarraonaindía Montoya, hermano del ariete internacional Telmo Zarra, cuando en Amorebieta combatía encuadrado en un tercio requeté. Curiosamente tanto el club de Guecho como el erandiotarra prefirieron olvidarlo en sus libros del Centenario -muy bien documentado, por cierto, el de Erandio-. Algo extraño, pues por razones familiares debía ser sobradamente conocido. Además distintas fuentes periodísticas lo daban por fallecido en el frente del Ebro, mientras otras lo confundían con Tomás, su hermano mayor, portero del Arenas, igualmente, cuando los rojinegros competían en 1ª División, así como en el Oviedo y Club Atlético Osasuna. Lo de considerar a éste caído en el Ebro tenía menos defensa, primero porque estuvo compitiendo con los erandiotarras durante la primera campaña de posguerra, y segundo porque lo retiró Gorostiza involuntariamente, al propinarle un pisotón en pleno partido amistoso, fracturándole varios dedos de una mano.
El Athletic Club tuvo caídos en ambos bandos: cuatro “nacionales”, si incluimos entre ellos a Justel, que con toda seguridad hubiese tenido un hueco en la primera plantilla posbélica, tres inequívocamente republicanos, y otro más cuya definición ideológica se antoja más discutible. Manuel Garnica Serrano era su nombre y estas las truculentas circunstancias de su deceso.
Jugador del Athletic Club desde 1910 hasta el año 16, mientras cursaba la carrera de Derecho, debutó con el club bilbaíno el 15 de abril de 1911, doblegando en San Mamés al Español de Barcelona por 3-1. Ya titulado colgó las botas, conforme solía ser costumbre durante el pleistoceno deportivo, dispuesto a compaginar el ejercicio profesional con la administración de una heredad en tierras oscenses. Su aniquilación, y la de los 40 desdichados que compartieron mala suerte, estuvo teñida de un ensañamiento feroz. Fusilados primero, rociados con gasolina después y pasto de las llamas al fin, sus restos irreconocibles sólo pudieron ser enterrados casi dos semanas más tarde. Corría el 7 de febrero de 1939, la tragedia estaba a punto de concluir, y todo ese salvajismo tuvo lugar en el término gerundense de Pont de Molins.
Los caídos republicanos del Athletic fueron José Antonio Careaga Hormaza, Ángel Careaga Ruiz, Luis Rodríguez Gómez y el ya citado en otro capítulo Aniceto Alonso “Toralpy”. José Antonio Careaga, jugador rojiblanco la temporada 1926-27, cayó en el frente norteño de Villarreal (11-XII-1936) formando en una unidad de voluntarios auspiciada por Acción Nacionalista Vasca, rama juvenil próxima al P.N.V. Luis Gómez expiró en el frente de Barázar (5-IV-1937) tratando de frenar el incontenible avance de las tropas nacionales, durante el cerco de Bilbao. Y Ángel Careaga Ruiz (8-XI-1913), combatía igualmente entre los voluntarios de A.N.V. cuando cayó herido de muerte en las trincheras de Villarreal, finalizando noviembre de 1937. Gracias a la aportación de Lartaun de Azumendi, unido por estrechos lazos de amistad con la viuda e hijos del “Chato” Iraragorri, cabe añadir que este óbito se produjo a escasos metros de quien fuere su compañero en el vestuario y línea atacante rojiblanca, así como componente en la expedición del Euskadi, causándole un gran impacto emocional.
Por cuanto respecta a los “nacionales” rojiblancos, el delantero centro Manuel Echevarría Martínez-Beraza (Bilbao 20-II-1916) había jugado en el Solocoeche la temporada 1934-35, desde donde llegó a San Mamés para debutar entre los grandes el 5 de enero de 1936, con derrota ante el Barcelona por 2-0 en feudo catalán. Sólo contaba 22 años al fallecer (13 de mayo de 1938) combatiendo en tierras levantinas como requeté, con el Tercio Nuestra señora de Begoña.
Fernando Bergareche Maruri (25-V-1916) llegó al equipo “B” del Athletic Club la temporada 1935-36 procedente del Guecho. Era hermano de Luis Bergareche, autor del primer gol rojiblanco en el Campeonato Nacional de Liga y director de la Vuelta Ciclista a España durante los años que dicha prueba fuese organizada por “El Correo Español-El Pueblo Vasco”, diario bilbaíno de referencia. Cayó en el Monte Archanda, a escasos metros de la capital vizcaína, cuando la toma de Bilbao parecía cantada.
La tercera baja atlética también dio lugar a numerosas confusiones, fruto de la abundancia de apellidos “Careaga” y del entramado familiar con paso por el Athletic Club en su lejano pretérito.
Alfonso González de Careaga Urigüen estuvo entre los asesinados en el buque-prisión “Altuna Mendi” el 26 de noviembre de 1936, por más que a menudo se le confundiera con su hermano Miguel Ángel, piloto en la escuadrilla del as “nacional” García Morato. Otros lo hicieron también con distintos miembros de la relación que sigue. Y es que, ciertamente, los “Careaga” hacen imprescindible un esbozo de sus biografías, siquiera a vuelapluma.
En 1903 el Athletic Club tuvo por presidente a Enrique González de Careaga Urigüen, que cesaría en su cargo cuando el Bilbao F. C. decidió integrarse en la estructura atlética.
Otro González de Careaga Urigüen, nacido en Bilbao el 3 de febrero de 1905, jugó con el Athletic Club la temporada 1926-27.
José Mª González Careaga, ex directivo del Athletic Club y su hijo Adolfo González Careaga Urquijo, al igual que Alfonso González de Careaga Urigüen murieron en las matanzas de los buques-prisión. Y para enmarañar más los hechos, José Antonio Careaga, directivo desde 1934 hasta el 36, sin parentesco con los anteriores, también sería asesinado en retaguardia.
Finalmente, el atacante Ángel Careaga Ruiz, en el Athletic desde 1932 hasta 1936, y sin parentesco con los anteriores, recibió una herida mortal en las refriegas de finales de noviembre del 37.
Ajeno a los Careaga, pero asesinado igualmente en el “Altuna Mendi”, expiró otro atlético de corazón; el árbitro del máximo nivel Pelayo Serrano de la Mata, abogado y socio del Athletic.
La bárbara matanza de los buques-prisión anclados en la ría bilbaína, es página que debería avergonzarnos aún hoy a todos, vascos o no, por el simple hecho de pertenecer como especie al homo sapiens.
Durante el periodo de administración republicana, en Bilbao, al igual que en tantos puntos de nuestra geografía, se procedió a detener y encarcelar a cuantos por su ideología fuesen vistos como enemigos. Daba igual su significación, o si alguna vez hubieran dado muestras de estar dispuestos o en condiciones de empuñar un arma. El pavor ante la posible aparición de quintacolumnistas embotaba mentes y amordazaba conciencias. Pues bien, como las cárceles de Larrínaga, Ángeles Custodios y El Carmelo quedasen pequeñas ante el irreflexivo cúmulo de detenciones, se habilitaron, por decirlo de algún modo, unos buques surtos en la ría del Nervión. Allí, amontonados, mal nutridos y rebozados en sus propios excrementos, no menos de 2.800 personas esperaban el devenir con máxima incertidumbre. El propio obispo de Dax (Francia), monseñor Mathieu, quedaría horrorizado al visitarlos: “En los pudrideros de la ría de Bilbao, 3.000 rehenes esperan la libertad o la muerte” manifestó, compungido.
Tras la caída de las dos poblaciones más representativas de Guipúzcoa, el general Mola ordenó sembrar Vizcaya y Cantabria de octavillas como la aquí recogida, cuyo texto reproducimos para mayor comodidad lectora:
Vascos y Montañeses
Conquistados Irún y san Sebastián por mis tropas, inmediatamente voy a dar órdenes prosigan las operaciones sobre las provincias de Vizcaya y Santander.
En evitación de derramamientos de sangre inocente, os doy un largo plazo para que puedan ser puestos en salvo los no combatientes de ambos sexos, en inteligencia de que nada tienen que temer los ciudadanos que quieran venir a nuestro campo, donde serán respetados en sus vidas y enseres y, además, atendidos. También tendrán igual acogida cuantos rebeldes depongan su actitud entregando las armas.
Sólo los que sean responsables de delitos contra el derecho de gentes, devastación y saqueo, tendrán que temer de la Justicia, por mediación de los Tribunales competentes; pero nunca de la arbitrariedad y del terror. Igual práctica se seguirá con los jefes militares que han sido cabezas directoras de la rebelión roja.
A partir de la una hora del día 25 del corriente, quedo en libertad de acción para proceder contra los objetivos técnicos y estratégicos con la violencia que las necesidades militares lo requieran. A partir de esa fecha ningún bombardeo aéreo será anunciado.
Para adoptar una decisión se da tiempo suficiente.
Valladolid, 18 de Setiembre de 1936
El General Jefe del Ejército del Norte
Mola
Emilio Mola cumplió su palabra, bombardeando a partir del mismo día 25 las localidades de Durango, Baracaldo y Bilbao. No eran aquellos, de cualquier modo, los primeros que soportaba el área próxima a la capital vizcaína. El 8 de agosto de 1936 un aeroplano ya había arrojado varios proyectiles sobre Santurce. Apenas siete días más tarde, el destructor “Velasco” cañoneaba la misma población, incendiando los depósitos de combustible en el puerto bilbaíno. También durante el mes de agosto San Sebastián sería objeto de bombardeos. Cuando el acorazado “España” ocasionó 4 muertos y 38 heridos en la capital guipuzcoana, la Junta cumplió su propia amenaza, consistente en tomar represalias tan pronto se produjeran bajas civiles en cualquier ataque indiscriminado. El 18 de agosto un consejo de guerra condenaría a muerte a 13 militares y civiles simpatizantes de los alzados, recluidos tras la sublevación. Acababa de sonar el pistoletazo de salida en una carrera de odios sobre la que nada bueno cabía esperar.
Cuando las alarmas aéreas comenzaron a sonar con regularidad en la villa bilbaína, casi todos sus habitantes se limitaron a buscar refugio en sótanos de los no muy abundantes edificios con armazones de hormigón armado, así como en los túneles del trazado férreo Bilbao-Las Arenas. El del día 25 resultó particularmente duro: cinco “Junkers Ju 52” germanos efectuaron sendas pasadas por la mañana y al atardecer. Durante el día siguiente, junto a los habituales artefactos explosivos fueron lanzadas bombas incendiarias. Entre tanto, la rabiosa respuesta de los más viscerales se había traducido en asaltos a los buques-prisión “Cabo Quilates” y “Altuna Mendi”. Si ya habían sido asesinados 7 de sus prisioneros como respuesta al bombardeo del día 31 de agosto, nada menos que 75 fueron masacrados el 25 de setiembre. Y todavía el 2 de octubre volvería a ser asaltado el “Cabo Quilates” por marineros del acorazado republicano “Jaime I”, asesinando a cuantos pudieron, entre ellos a 12 sacerdotes. En Durango, igualmente, a raíz del bombardeo sufrido por la villa el 25 de setiembre de 1936, milicianos del batallón “Rusia”, de las Juventudes Socialistas, fusilaron en represalia a 22 carlistas de la localidad, tras sacarlos de la cárcel.
Fuere porque esos desmanes salieran gratis, o porque el odio se propagase de pecho en pecho, el 4 de enero de 1937, como respuesta a otro duro bombardeo, una turba enfebrecida irrumpió en las cárceles de Larrínaga, El Carmelo, Casa Galera y Ángeles Custodios, todas ellas en los barrios bilbaínos de Begoña y Santutxu, asesinando como mínimo a 225 recluidos por sus ideas o clase social. Había entre ellos, además de vizcaínos y alaveses de Amurrio, Barambio y Llodio, guipuzcoanos trasladados por el Bizkargi Mendi antes de que San Sebastián cayese en manos del ejército franquista. Tras el estupor inicial, envuelto en disculpas fútiles que achacaban los hechos a “inmigrantes no vascos”, resultaría evidente la colaboración del batallón de milicianos socialistas Nº 7 de UGT -el batallón “Asturias”-, enviado a las cárceles justo para proteger a los reclusos. Entonces sí, abochornado, el gobierno vasco de José Antonio Aguirre ordenó una investigación sobre lo acaecido y la búsqueda de culpables. Por primera vez alguien parecía tomar en serio tanto libertinaje. Pero a la postre todo iba a quedar en nada, pues ni uno sólo de los 61 detenidos, y por supuesto ninguno de sus condenados a muerte, vieron cumplidas las sentencias. El propio Aguirre pidió perdón por la masacre varios años después, en 1956, reconociendo la responsabilidad del Gobierno vasco “por improvisación e inacción”.
Si Emilio Mola contaba con una rápida toma de las ciudades norteñas, como parece desprenderse de las octavillas arrojadas sobre Bilbao, erró en el diagnóstico. El 7 de abril de 1937, cansado quizás, volvía a emplear su tono más amenazante en otro comunicado: “Último aviso. He decidido terminar la guerra en el Norte de España. Si vuestra sumisión no es inmediata arrasaré Vizcaya”.
A los infortunados del “Cabo Quilates” y “Altuna Mendi”, así como a tantos acuchillados entre barrotes carcelarios, el avance del ejército “nacional” les llegó demasiado tarde. Cuando por fin las brigadas navarras penetraron en Bilbao y otras puntas del ejército franquista alcanzaban Santander, varios cientos de vidas arrebatadas, esta vez republicanas, iban a satisfacer momentáneamente tanta sed de odio, sin resolver, en el fondo, nada de nada.
Hoy el cementerio bilbaíno de Vista Alegre, sito en el municipio desanexionado de Derio, ofrece al visitante, en no muy buen estado, una cripta conteniendo 321 restos mortales en sus 340 nichos. La mayor parte (154) corresponden a asesinados en el tumultuario asalto a las cárceles, ya descrito. Otros 96 nichos acogen a masacrados en los buques-prisión. Y 56 a víctimas de “paseos” y ejecuciones durante el periodo de control republicano.
Se diría que el ser humano perdió todo atisbo de humanidad en la España de 1936-39, primero, y a continuación en la muy civilizada Europa, desde el 39 hasta 1945.
NOTA: Agradeceremos vivamente cualquier corrección, ampliación o comentario sobre el listado de bajas inserto en el primer artículo de esta serie, que contribuya a enriquecerlo. Pueden establecer contacto dirigiéndose a:
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