Futbolistas fallecidos en la Guerra Civil (2)
De José Ignacio CorcueraRepublicanos
Si ya de por sí es difícil rastrear sucesos históricamente “menores”, acaecidos hace 80 años y envueltos en nebulosas de propaganda, intoxicación, o manipulaciones, toda esa dificultad se incrementa cuando pespunteamos biografías modestas. Porque modesto fue, por fuerza, el legado de quienes cayeron durante ese trienio infausto. Su extrema juventud no daba para rellenar muchas páginas en los respectivos cuadernos de bitácora.
La hemeroteca, a este respecto, no siempre resulta útil. A veces, incluso, retuerce, espesa y falsifica acontecimientos. Hubo tanta mentira desde ambos bandos, tanta censura, que incluso lo real nos llega teñido de dudas. Hechos tan aparentemente incuestionables como la muerte, a menudo ni siquiera responden a la realidad. “Distintas informaciones de primera línea confirman el fallecimiento del futbolista Tena”, recogieron varios medios. O “Ha fallecido en la cárcel de Porta Coeli Francisco Montañés, conocido futbolista en el Castellón, Valencia, Murcia y Gimnástico”. Al propio Ricardo Zamora, y a su compañero de tripleta defensiva Jacinto Quincoces, los dieron por difuntos más de una vez. Todo valía con tal de apuntarse “méritos”, insuflar “ánimos” a la población civil, o minar la moral del adversario. Afortunadamente, los tres hermanos Tena sobrevivieron a la barbarie, por más que dos de ellos pechasen con un simulacro de fusilamiento. Paco Montañés expiró octogenario, y tanto Zamora como Quincoces alternaron meritorias carreras en varios banquillos de posguerra, con incursiones en la filmografía nacional, todavía de blanco y negro.
Una vez más se echa en falta ese inexistente gran Archivo del Fútbol Español, que bien pudo haber promovido, si no auspiciado, nuestra Real Federación. Existe en otros lugares del mundo, donde el deporte rey goza de menos arraigo. Y por supuesto en Italia, Inglaterra, Polonia, Escocia… A falta de él, seguiremos cometiendo errores, conforme ocurre aún con Montañés, a quien publicaciones recientes continúan arrebatándole la vida en cautiverio. Es lo que tienen las cabeceras editadas entre 1936 y 1939, especialmente por cuanto respecta al bando republicano, donde varios muertos sobre el papel seguían estando muy vivos. Resultaba práctico durante el avance de los nacionales, para quienes pudieran sentirse en su punto de mira, luego de haber participado en operaciones harto cuestionables. Dándolos por caídos, pudiera distenderse el cerco. Y aquel asomo de relajación quizás les regalara tiempo para abordar un pesquero, poner rumbo a Portugal, o desembarcar subrepticiamente en cualquier puerto, doblado Machichaco, desde el que saltar a territorio galo. Por terrible que pueda antojarse, la mayor fiabilidad proviene de los ajustes de cuentas, dado el eco otorgado a los mismos desde el lado vencedor. Un eco, reconozcámoslo, trufado a veces de medias verdades, cuando no del gratuito oprobio.
Así ocurrió, por ejemplo, en el caso de los bautizados como “Hermanos de la Logia”, con muy aviesa intención.
Babel García, uno de ellos, había actuado como extremo izquierdo en el Deportivo de La Coruña durante las temporadas 1932-33 y 1933-34, luciendo muy buen promedio goleador. A su talento sobre el césped y espectacular regate, unía fuera del campo un talante hedonista, gran afabilidad, e irrefrenable devoción por las casas de lenocinio, según testimonio de algunos propios compañeros. Junto a sus hermanos Jaurés, José y France, se había significado como miembro de las Juventudes Socialistas Unificadas, entregándose al proselitismo con tanto denuedo como discutibles resultados. Ese radicalismo le había llevado a sostener agrias disputas dialécticas con los falangistas, quienes llegado el 18 de julio decidieron tomar cumplida venganza. Cuando Babel tuvo noticias de que lo buscaban, huyó al monte con sus hermanos France y Jaurés. Pero sin pertrechos ni un plan preconcebido, el 25 de julio del 36 serían atrapados, rendidos de cansancio y hambrientos, cerca de Guitiriz. Cuatro días más tarde, tras juicio sumarísimo, fue fusilado, junto a France, en tanto a Jaurés, aún menor de edad, se le declaraba libre de cargos. Babel tuvo un último gesto de supremo desprecio ante el pelotón, que pronto corrió de boca en boca. Invitado a brindar con champán por su captura y ajusticiamiento, se encaminó hacia el pelotón cantando un tango, desabrochó su bragueta y orinó tranquilamente, a cuatro metros de los fusiles, mientras esperaba la descarga. Con respecto a Jaurés, bien poco pudo disfrutar de la libertad concedida, al ser “paseado” justo durante la madrugada siguiente. Su cadáver apareció en una cuneta.
De nada sirvieron los buenos oficios del presidente deportivista José Mª Salvador Merino, hombre que en palabras del efímero jugador blanquiazul Pedro de Llano, más tarde reputado periodista bajo el seudónimo de “Bocelo”, ayudó mucho a muchos. “Se ha significado demasiado -le dijeron-. Es un marxista de mierda”. El propio mandatario mostró su congoja ante futbolistas y compañeros de junta directiva, según trascendió: “No hay nada que hacer; le tenían muchas ganas”.
Una semblanza de los hermanos fue bocetada arteramente, a partir de 1939. Joaquín Arrarás entregó a la imprenta cuanto sigue en su “Historia de la Cruzada”, refiriéndose a La Coruña: “Destacan tres hermanos tristemente célebres en los fastos locales, a quienes por sus concomitancias masónicas se los conoce por Los Hermanos de la Logia. Su ascendencia racionalista y librepensadora la demuestran sus estrambóticos nombres: se llamaban Babel, France y Jaurés. El apellido es lo único español y sensato que conservaban: García”. Muchos años después, Carlos Fernández Santander deshizo la manipulación: “En realidad los tres hermanos -que eran cuatro, el otro se llamaba José- no eran los de La Logia, sino los de La Lejía, llamados así por una fábrica de dicho producto que poseía su padre. De masones no tenían ni el nombre, pues estos se los había puesto su progenitor -quien no los había bautizado- en memoria de un grupo de socialistas célebres, entre ellos Anatole France”.
Efectivamente, la familia no sólo poseía una modesta industria, sino que el propio Babel tenía a su cargo controlar las entradas y salidas de los obreros, tarea en la que lucía, según parece, manga inmensamente ancha. “¿Quién soy yo para sancionar a los compañeros?”, habría manifestado más de una vez, según quienes le conocieron. Con respecto al cuarto hermano, a José, del que prefirió no ocuparse Joaquín Arrarás, para salvar la piel tuvo que embarcarse en una fuga peliculera.
Máximo responsable de las Juventudes Socialistas coruñesas, tan pronto sobrevino el alzamiento militar se reunió en el Gobierno Civil, junto a otros izquierdistas, para planificar la resistencia. Su denuedo dio de bruces con la realidad, cuando un piquete militar provisto de baterías les conminó a la rendición. Pudo huir hábilmente, aprovechando la confusión, para caer pronto en manos de los guardias de asalto. Tras escapar otra vez de su custodia, según creyó siempre porque tampoco hicieron demasiado por retenerlo, logró refugiarse en el domicilio de un amigo, sito en la calle Estrella. Cuando tuvo noticias sobre la captura de sus hermanos regresó al hogar paterno, pensando que tal vez pudiese ayudar en la búsqueda de soluciones. Días más tarde llamaron a la puerta unos muchachos, indicando a su padre que si se hallaba allí el vástago aún vivo lo conminase a salir, porque pretendían huir apoderándose de un barco pesquero. José decidió jugársela. Si aquellos chicos resultaran policías, militantes de Falange, o izquierdistas vendidos al ejército alzado en armas, a cambio de inmunidad, podía darse por muerto. Si en cambio eran cuanto aseguraban, la libertad dejaba de ser simple palabra hueca.
Finalmente los muchachos lograron colarse de polizones en un pesquero, provistos de una sola pistola cuyo correcto funcionamiento les inspiraba dudas muy serias. Ya en alta mar tomaron posesión del barco, sin necesidad de emplear el arma, haciéndose conducir hasta Francia. José, sin embargo, no concebía convertirse, como tantos otros, en exiliado de su propia guerra perdida. Así que regresó en cuanto hubo recuperado ánimo y fuerzas, alistándose en el ejército republicano. Cuando por fin cesó aquella sangría, el balance por fuerza debió resultarle descorazonador. Sin hermanos y con una pierna menos, perdida durante la batalla de Brunete, enderezar el rumbo tuvo mucho de batalla nueva, embebida en agrores de purgatorio.
La sublevación militar, por cierto, se saldó en La Coruña con sólo 18 víctimas, incluidos los hermanos García.
Y es que la muerte, por esas fechas, podía aguardar emboscada tras el más fútil argumento, tal y como sorprendió al medio andaluz Salvador Llinás (Sevilla, 1902). Alineado a veces como “Salvador”, y en otras crónicas como “Llinat” durante sus ocho campañas béticas (1915-1924), colgaría las botas en La Puebla de la Calzada, allá por 1926, junto a su cuñado, el también jugador bético José Menudo. Todo corazón, derrochador de fuerza, campeón ciclista, además de buen pateador del balón, se ganó por su constante brega el apodo honorífico de “Caballo”. Y también, a causa de su carácter volcánico, una humillación nada desdeñable, con ocasión de un enfrentamiento Sevilla – Betis (4-II-1923).
Puesto que por entonces el arbitraje corría a cargo de directivos de los contendientes, en aquella ocasión se acordó pitase José Antonio de Rentería, antiguo socio y directivo bético “huido” al Sevilla, lo que ya entonces le hizo ser visto por los balompédicos como “renegado”. Su actuación, al parecer, tuvo mucho de parcialidad indisimulada, con culmen en la concesión del tanto que suponía el empate, obra de Kinké mediante flagrante mano. Tan pronto se hubo señalado el final, Llinás, hecho una furia, abofeteó al trencilla, siendo detenido a instancias del abogado criminalista Manuel Blasco Garzón, directivo del Sevilla y tiempo después presidente de la Federación Regional Sur. Según el cronista de “La Unión”, Salvador Llinás habría deambulado por la calles, entre sendos guardias civiles, como un vulgar asesino. Por ello y a manera de desagravio, tan pronto hubo recuperado la libertad recibió el correspondiente homenaje bético, mediante soberbia comilona.
Al parecer, durante los convulsos meses prebélicos seguía siendo líder en la empresa donde trabajaba. Circunstancia que para él supuso un triste punto final. Encarcelado primero y fusilado a continuación, su familia nunca recibió noticias sobre el lugar donde lo enterraron. Puesto que no dejó descendencia, a día de hoy nadie parece haberse molestado en incluir su nombre entre los posibles ocupantes de fosas comunes.
A Joaquín Arater Clos (Arater para el fútbol), natural de Figueras y buen defensa en el Iberia de Zaragoza, Patria zaragozano, Atlético Madrid, Español de Barcelona y Levante, podemos considerarlo futbolista activo al producirse su óbito, puesto que disputó con los “granotas” valencianos la última temporada prebélica. El 27 de julio de 1936, apenas tuvo lugar el alzamiento, ingresó en el Ejército Popular de la República como soldado, convirtiéndose pronto en líder. Delegado Político de la 3ª Compañía del 250 Batallón de la 43 división, 130 Brigada Mixta, sería para el bando franquista un comisario político, denominación que trataba de convertir a esta figura en refugio de burócratas poco amigos del riesgo. En su caso, no obstante, había demostrado con creces el valor, destacando como pocos en la toma de Biescas (setiembre de 1937), hallándose aislada la 43 División en el Pirineo, y otro tanto en el frente del Ebro, o la sierra de Caballs. Mediaba setiembre de 1937 cuando, en plena arenga a sus hombres, le cayó un proyectil de mortero procedente del bando nacional, fulminándolo en el acto.
El gijonés Jesús Rodríguez Álvarez, “Chus” en el Unión Deportivo Racing, Sporting de Gijón y Oviedo, en este último desde 1930 hasta el 36, también hubiese podido seguir regalando tardes de triunfo, pues acababa de estrenar las 25 primaveras al estallar la Guerra Civil. Fiel a su ideología, fue de los primeros en penetrar en el cuartel de Simancas, alcanzando el rango de comandante en el ejército republicano. Manejaba carros de combate rusos cuando los nacionales rompieron el frente asturiano por Galicia, resultando embolsado por las columnas enemigas. Poco después de ser hecho prisionero, lo fusilaron, no porque su hoja de servicios recogiese actos reprobables, vergonzosos o de venganza pura, sino, simplemente porque esa solía ser la suerte reservada a los mandos adversarios. Sobre la injusticia de aquel acto en particular, por más que abochorne emplear el vocablo “justicia” si implica segar vidas, se comentó, e incluso escribió bastante. Hasta la más beligerante prensa franquista se refirió a ese hecho con suavidad, quién sabe si sacudida por cierta mala conciencia. Obsérvese, si no, como remataba su párrafo “El Ideal Gallego” (10-XII-1937): “Otros tres jefes del Ejército bolchevique fueron los futbolistas Morilla, del Sporting de Gijón, que alcanzó el grado de comandante; Abdón, que pasó por la Academia de Noreña y lució también sus estrellas; y Chus, que pagó con la vida su equivocación”. Por su parte, Antón Sánchez Valdés, aquel futbolista que con la boina bien calada compatibilizó un trabajo en ferrocarriles con carreras por la banda en el Real Oviedo, durante casi todo el decenio de los 40, evocó ante Julián García Candau: “Fusilar a Chus fue una equivocación muy grande”.
Antón distaba mucho de ser comunista. Combatiente en el lado vencedor, había pasado las de Caín ante el enemigo: “En Guadalajara un frío impresionante, tuve piojos a barullo y estuvimos mal alimentados; por las mañanas bebíamos agua caliente y en Jadraque cogíamos lo que podíamos, pues nos daban sólo una lata de sardinas”. Carecía, en suma, de razones para defender el buen nombre de su antiguo compañero, como éstas no fuesen las de una justa equidad.
Lo de Abelardo Carracedo, conocido en el Racing de Sama por su nombre de pila, ya fue otra cuestión.
Según fuentes nacionales, participó activamente en la “limpieza” de Irún, “como exaltado marxista”. También habría intervenido en los asesinatos de Honorio Maura, Beunza y Leopoldo Matos, y hasta parece, ante el caudal de testimonios, que él mismo acostumbraba a jactarse de tanta bestialidad, mediante alardes incalificables: “Me faltan diez para mil”. Fuesen o no exageración aquellos 990 muertos a su espalda, esparció el terror por el Norte asturiano. Ascendido a capitán republicano, sería hecho prisionero en el área de Langreo y condenado a muerte en juicio sumarísimo: “Fue capitán, pero no pasó de ahí, porque en el frente hay tiros y Abelardo, lo mismo que todos los grandes criminales, era un cobarde. (…) La fuerza pública lo atrapó igual que a un perro inofensivo”, escribieron de él, al declinar el año 1937. Cobarde o no, según distintos testigos antes de enfrentarse al verdugo se dirigió al público congregado, asegurando: “Muchos de los que estáis ahí pensáis lo mismo que yo, pero no os atrevéis a manifestarlo”. Su ejecución tuvo lugar el 15 de noviembre de 1937.
Llevaba tiempo retirado el valenciano Antonio Folch, de quien ni siquiera consta llegase a participar como futbolista activo tras el advenimiento del Campeonato Nacional de Liga. Forjado en el Invencible, rama juvenil de Levante, falleció en febrero del 37 como miliciano de la 22 Brigada Mixta, Tercer Batallón Administrativo.
El vizcaíno Ricardo Basaldúa, guardameta del Baracaldo desde 1931 hasta 1934, parece que también había dejado de atajar balones al estallar el conflicto donde iba a encontrar una muerte prematura, encuadrado en el ejército gudari.
Igualmente eran historia balompédica José Mª Muniesa Belenguer y Pedro Ventura Virgili, conocido durante su etapa de guardameta en el Gimnástico de Valencia como “Guantes”. El primero, médico en Zaragoza y directivo del primitivo club maño, aquel que denominaron “tomate” por el color de sus camisetas, entre 1920 y 1935, así como de la Federación Aragonesa, fue fusilado luego de que algún enemigo personal lo acusara de pasar armas al ejército republicano en Teruel. Años después sería rehabilitada su memoria por un tribunal militar.
Guantes fue una víctima más de la mala suerte, corriendo tiempos donde al destino le dio por emplearse con burlona crueldad. Acompañaba al diputado y expresidente del F. C. Barcelona Josep Sunyol un fatídico 6 de agosto de 1936, recién iniciada la sangrienta orgía, cuando el coche en que viajaban hacia Madrid penetró en zona ocupada por el ejército sublevado, tras sufrir un despiste en el área de Guadarrama. Tanto su cuerpo, como el de Sunyol, serían encontrados con múltiples impactos de bala, en el Kilómetro 50 de la carretera de Segovia. El otrora guardameta ejercía como periodista cinematográfico en Barcelona y su único delito consistió en acompañar a un amigo.
Otro ilustre retirado, pues no en vano llegó a ser suplente con la selección nacional en 1923 -ante Francia, en San Sebastián, y Portugal, en Sevilla-, fue el medio Juan Caballero Ribera. Había jugado en el Racing de Madrid desde 1915, para pasar luego al Nacional, de la capital española igualmente, Madrid, de Nuevo Racing de Madrid y otra vez Nacional, hasta degustar con los racinguistas el primer Campeonato Nacional de Liga, desde donde saltó al Malacitano. Tuvo una destacada actuación en la defensa de Madrid, hasta caer cuando avanzaba hacia Carabanchel, curiosamente cerca del campo de fútbol.
El también madrileño Raimundo Guijarro, para el fútbol “Quincoces II”, había defendido los colores del Nacional, por más que su ideología fuese inequívocamente republicana. Cayó cuando la contienda avanzaba hacia su ineludible desenlace, en diciembre de 1938, combatiendo en la Casa de Campo. Según “ABC” de Madrid, entonces medio de la República, el popular futbolista habría muerto heroicamente, como suboficial del Batallón de Octubre, “luchando a favor del Gobierno desde que se inició el movimiento y destacando en cuantos combates participó. El entierro se verificará hoy (4 de diciembre) a las cuatro de la tarde, desde la Agrupación de Dependientes Municipales, calle Miguel Ángel, 3”.
Sin apartarnos de Madrid, bien merece unas líneas Julián Alcántara, futbolista del Nacional caído el 19 de octubre de 1936, mientras combatía en defensa de su ciudad. La sede de la F. E. F., entonces situada en la en el Nº 10 de Claudio Coello, había organizado un “Batallón Deportivo” donde formaron distintos componentes del Deportivo Valladolid, Madrid, Nacional, Athletic de Madrid o entidades menores de la Región Centro. Aunque se exigía a los voluntarios una edad mínima de 21 años, parece que acabaron alistándose muchachos bastante menores, fuere porque mintiesen a los secretarios, o porque ante el difícil trance que atravesaba la villa, con los nacionales a tiro de pistola, se hiciese la vista gorda. Alcántara se convirtió en la primera baja de aquella milicia y su ataúd, según la prensa, fue portado, junto a un miliciano anónimo, por tres compañeros suyos sobre el césped y con las armas: Simón Lecue Andrade (Arrigorriaga, Basconia, Deportivo Alavés, Betis, Real Madrid, Valencia, Chamberí y Real Zaragoza), Emilín Alonso Larrazábal (Arenas de Guecho, Madrid, Euskadi, San Lorenzo de Almagro y España de México), y Mariano García de la Puerta, a quien durante sus mejores días apodaron “Maravilla” (Murcia en dos épocas distintas, Real Madrid, Betis, Nacional de Madrid, Ferroviaria y Mallorca), cuyo anecdotario y trapisondas darían para varias páginas.
Julián Alcántara debió ser de los que creyeron a pies juntillas el contenido de ciertos anuncios insertos en la prensa madrileña:
“Miliciano desertor del frente: Huyes ante el enemigo por el temor de que una bala te mate. Has de saber que de cada cinco mil balas, sólo una hace blanco. En cambio si desertas ante el enemigo, el Gobierno puede fusilarte por traidor.
¿Qué prefieres: la inseguridad de que una de las 5.000 balas disparadas por el enemigo te hiera, o que te mate la única disparada por el pelotón de ejecución? La elección no es dudosa. ¡No huyas, pues, miliciano!”.
El destino, ese día, decidió saltarse la ley de probabilidades.
Permanecía activo en el Sporting de Gijón, donde por edad y condiciones sin duda hubiera seguido jugando, el defensa Abelardo Prendes Álvarez. Pero una bala se lo impidió mientras combatía como soldado de reemplazo. Su último partido serio lo vivió con 20 años raspaditos.
Estaba retirado, en cambio, el muy desconocido, a día de hoy, Aniceto Alonso Rouco, “Toralpy” mientras atajaba balones en distintos clubes de su provincia. Si desde 1921 hasta 1923 estuvo compitiendo en el bilbaíno Cantabria Sport, en vísperas de la temporada 1923-24 duplicó ficha con el Acero de Olaveaga, destacada entidad de la era amateur, y el Abandotarra. Hubo conflicto entre ambas formaciones y ello le supuso varias semanas de inactividad, hasta que la Federación Vizcaína le obligó a competir con los de Abando. Incapaz de permanecer mucho tiempo en el mismo sitio, actuó luego, a razón de club por año, en el ya desaparecido Sestao Sport, Athletic Club de Bilbao, Erandio y de nuevo Cantabria Sport, donde colgó los guantes sin degustar el advenimiento del Campeonato Nacional de Liga. Mecánico ajustador de profesión, compaginaba su trabajo en un taller con las estiradas bajo el marco.
De ideas socialistas, se alistó en el Batallón Nº 2 de U.G.T., que acabarían denominando Batallón Prieto. La valentía que luciese con el balón de por medio parece le acompañó a las trincheras, pues sólo así se explica que sin estudios ni formación militar, ayudado por sus dotes de liderazgo, alcanzase el grado de comandante. El 18 de junio de 1937 ingresó en el Hospital de Basurto con una herida en la cabeza, de la que fue atendido. Apenas 24 horas después, entre las 5 y las 6 de la tarde, roto el inútil “Cinturón de Hierro” y sin hallar resistencia, la primera avanzadilla “nacional” entraba en Bilbao. Parece que Toralpy evolucionaba favorablemente cuando, a primeros de setiembre y siguiendo directrices de la nueva autoridad franquista, fue entregado para hacer frente a sus hipotéticas responsabilidades. Este tipo de juicios sumarísimos no eran sino puro trámite cuando el encausado lucía galones. Ya había enunciado el mismísimo general Emilio Mola, en su “Instrucción Reservada; Base 5”, el trato a dispensar al enemigo: “Es necesario crear una atmósfera de terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todo el que no piense como nosotros. Tenemos que causar una gran impresión; todo aquel que sea abierta o secretamente defensor del Frente Popular debe ser fusilado”. La sentencia, pues, estaba cantada: “Autor de un delito de alta rebelión por acción directa, y sin circunstancias modificadas de responsabilidad”, lo fusilaron junto a las tapias del cementerio de Derio el 7 de setiembre de 1937, lugar donde cayesen abatidas algo más de 400 personas durante los dos meses que siguieron a la toma de la villa, desbandada general de los combatientes, rumbo a Cantabria y Asturias, y huida del Lehendakari Aguirre hacia el exilio, cargado de ese “peligroso optimismo”, en palabras de sus allegados, que rara vez le permitió afrontar los hechos desde una óptica real.
Toralpy, nombre adoptado por Aniceto Alonso como homenaje a un gran portero inglés de principios de siglo, únicamente disputó con el Athletic Club un partido oficial (21-II-1926), precisamente ante el Acero, equipo con el que la Federación le impidiese actuar dos años antes. Al menos disfrutaría de la victoria por un apretado 3-2.
Pero sin duda el caso más sorprendente de futbolista caído en defensa de la República tiene nombre y apellido extranjero. Jugaba como defensa en el SK de Belgrado, era comunista, contaba 26 años cuando se desplomó con su avión, derribado por Joaquín García-Morato, héroe franquista adornando con más de 50 muescas, y se llamaba Bozidar Petrovic.
Internacional con Yugoslavia en una ocasión, nada menos que en el parisino Parque de los Príncipes, ante Francia (16-IV-1934), y conocido coloquialmente como “Bosko”, compaginó con el balón sus estudios de Derecho, sin desatender la práctica aérea en la Academia Militar de Novi Sad. Tras estallar nuestro conflicto viajó a París, según todos los indicios para verse con Ettienne Mattler, adversario en su única comparecencia internacional y sin embargo camarada de ideales. Éste le habría allanado el camino hacia la obtención de un pasaporte falso, con el que pudo cruzar la frontera y enrolarse en el ejército republicano.
Entró en combate tras un mes de entrenamiento, sufrió un derribo, resultando herido en tanto su acompañante perecía, y tras restablecerse volvió a la carga, luego de recibir instrucción soviética en el aeródromo cartagenero. Desde ese instante formaría a las órdenes del ruso Ivan Trifimovich, junto a un puñado de pilotos españoles, austriacos y dos estadounidenses. Aunque no tuvo ocasión de combatir mucho, contabilizó cinco derribos adversarios, marca relativamente aceptable, comparada con las 42 victorias del soviético Lev Shestakov, considerado máximo as del cielo republicano.
El 12 de julio de 1937, sobre la vertical madrileña, viendo que Joaquín García-Morato ponía en serios aprietos a su jefe de escuadrilla, intentó ayudarle. Demasiado bocado para quien contaba con mucho menos bagaje de experiencia y no demasiadas horas en vuelo. Trifimovich, su capitán, salvó la vida. Pero él se desplomó, envuelto en humo y llamas. Fue uno de los 525 yugoslavos muertos en acción militar, entre los 1.512 efectivos de ese país, según registro de las Brigadas Internacionales. A esas bajas habría que añadir otros 31 desaparecidos, entre presuntos desertores o aquellos de quienes nada se supo tras caer prisioneros.
Un hermano de Bosko Petrovic, que había cruzado los Pirineos con documentación falsa, emitida, probablemente, por los mismos que facilitasen la del aviador, no llegó a tiempo de verlo vivo, como era su propósito. Tan pronto tuvo conocimiento de la desgracia reclamó una hoja de inscripción y acabaría convirtiéndose en otro brigadista más.
Joaquín García-Morato (Melilla 4-V-1904) sobrevivió a la guerra, aunque apenas pudo disfrutar de sus laureles, pues pereció en Madrid el 4 de abril de 1939, tres días después del último parte militar, al estrellarse durante una exhibición aérea, en la que se pretendía filmar la recreación de una escaramuza. Había participado en 511 misiones bélicas y más de 140 combates. Allá por 1950, los revisionistas de “La Cruzada” movieron hilos hasta conseguirle, a título póstumo, el Condado del Jarama. Ivan Trifimovich, jefe de escuadrilla a quien otro extranjero salvase a cambio de entregar su propia vida, alcanzó rango de general en la aviación soviética. Al declinar el año 1986, cuando expiró en Kiev, aún no se había descompuesto la U.R.S.S. Y para entonces el antiguo internacional yugoslavo, tan olvidado entre nosotros, ya había recibido honores en Belgrado. Porque el 23 de mayo de 1959, la Federación Yugoslava de Fútbol descubrió una placa en el estadio del Partizan, a nombre de Bozidar Bosko Petrovic.
Si parece condición humana despojar de rencillas el debe de los difuntos, ensalzar sus virtudes tan pronto reposan en su ataúd y empequeñecer déficits, ¿por qué no se actuó de igual modo ante los cadáveres de nuestra última gran vergüenza? Ni antaño se fue justo con los vencidos, ni hoy, aparentemente, nos mostramos muy capaces de mirar hacia ese pretérito sin pesadas mochilas.
¿Será, quizás, que olvidamos con facilidad nuestra condición de seres humanos?
En tal caso, disparates como el de aquella Guerra Civil deberían recordárnoslo.
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