Gayarre, Memorias transcritas (I). Memoria sobre Felipe Lorente Laventana
De José María Gayarre LafuenteNuestra «peña» futbolística se mantuvo íntegra a través de los años y de las vicisitudes. El café «Europa», el «Oriental» y «La Perla» fueron los lugares de reunión. En el «Oriental» tuvo sus oficinas y su casino el Iberia. Pero donde más intensamente tuvimos acomodo fue en «La Perla», luego transformada en «Salduba». En el piso principal de «La Perla», en lo que un día fueron sus salas de juego, estaba la Casa de Valencia y allí fue a parar el Iberia con todos sus trastos, para tormento de D. Ramón, que había sido tenor de zarzuela y que desempeñaba funciones de conserje de los valencianos. Cuando D. Juan Domenech y Pepito Villar decidieron transformar los locales en lo que hoy es restaurante y café «Salduba» hubo que levantar anclas; pero nuestra «peña» siguió instalada en el flamante nuevo café. También en él se acomodaron otras «peñas» que no eran precisamente «iberistas». Así la de D. Julio Ariño, que era una «peña» teatral que se nutría a última hora con la asistencia de artistas y gentes de teatro. Por su heterogeneidad, sobre todo desde la salida de los espectáculos de noche hasta entrada la madrugada, pudo ser clasificada como el mentidero auténtico de la ciudad. Los acontecimientos del día, las últimas noticias, conocidas allí con rapidez, eran sabrosamente comentadas. Y así en aquella «peña» los temas políticos, los taurómacos, los teatrales, tenían un rango de especialidad, pues autores, artistas, políticos, periodistas que se encontraban de paso en Zaragoza acudían a ella engrosando su núcleo habitual, con lo que la tertulia llegó a adquirir fisonomía típica. Junto a ellos estábamos nosotros, al principio un poco cohibidos por la exclusividad de nuestros temas, pero pronto interferidos en el ambiente general. Cuando se produjo la fusión del Iberia y del Zaragoza, se rompieron los últimos hielos y ya pudo considerarse que la «peña» de última hora la constituíamos todos; y aún puede afirmarse que de aquella circunstancial y nocturna agrupación salieron las más eficaces fórmulas preparatorias de la aludida fusión.
Felipe Lorente Laventana era uno de los asiduos concurrentes a aquella tertulia de última hora. Tenía de toda la vida su señor padre un negocio comercial de almacén de papelería y material de oficina. Yo lo recuerdo establecido en la calle del Temple, de donde pasó a la de Jaime I esquina a San Jorge. En ese negocio trabajaba Felipe Lorente, quien ya casado y con hijos, trataba de independizarse por saber que al fallecimiento de su padre, aquel negocio, que las circunstancias iban poniendo cada vez más difícil, ni era apto para compartirlo con nadie, ni pasaría a sus manos. Tenía Lorente una cualidad estimabilísima: su cordialidad. Quien por cualquier circunstancia tenía oportunidad de conocerlo podía ya considerarse como amigo suyo.
Yo le conocía de muchos años atrás y no podría decir cuál fue el origen de nuestro conocimiento. Nos saludábamos por la calle y nos hablábamos sin mayor transcendencia en la conversación que la propia de quienes conociéndose se hablan por costumbre, pero sin coincidencia alguna. Lorente no era aficionado al fútbol y en ese camino tardamos mucho en coincidir. Lorente sentía atracción por la política; era republicano radical y específicamente lerrouxista. Era cosa de abolengo familiar. Su tío Manuel Lorente Atienza, hermano de su padre, era figura destacada en el republicanismo local y ocupó diversos cargos de elección popular, antes ya del advenimiento de la república del 31. Cuando ésta llegó Manuel fue diputado a Cortes y gobernador civil de Zaragoza. Como era hombre ponderado, ecuánime y consecuente, realizó labor beneficiosa; pero bastaría señalar que las citadas cualidades para sacar la consecuencia de que fue pronto desbordado por los «nuevos» republicanos y por el sectarismo que hizo proclamar a gritos a los auténticos y pocos republicanos sinceros de toda la vida: «No es esto, no es esto».
Felipe Lorente era también republicano sincero, de los que estimaban fundamentales las virtudes de un género de régimen político. Pero como todos ellos, un equivocado, pues no acertó a comprender hasta el último momento que la República advenida no era para los republicanos, sino para los ambiciosos sometidos a todo género de poderes ocultos y para quienes al servicio de ideas internacionales habían pronto de arrasar toda partícula de convivencia y habían de repudiar a los idealistas y a cuantos se opusieran a sus trágicos designios. Venía Lorente a la tertulia con su correligionario Bauzo, antítesis de Felipe en orden a sociabilidad y simpatía. Pronto hizo buenas migas con nosotros. Metido en asuntos teatrales, se quedó con el arrendamiento del teatro Principal, en cuyo asunto no debió irle muy bien. Políticamente, fue elegido concejal en las elecciones de abril del 31 y fue teniente de alcalde algún tiempo. Por aquella época, de intensa lucha social, mejor dicho de dura pugna entre la UGT y la CNT, que se diputaban la hegemonía sobre las masas obreras, tuve ocasión de intensificar mi relación con Lorente y de llegar al establecimiento de una sincera amistad. Fue a raíz de los problemas planteados a Cementos Zaragoza por la antedicha pugna socializante, pugna tan aguda en disgustos y contrariedades que a más de incontables perjuicios materiales proporcionó a la empresa la prematura muerte de sus presidente del consejo y director gerente tremendamente afectados por los apasionamientos de una lucha en la que se vieron totalmente desasistidos por las autoridades locales. Lorente vino a Cementos y nuestra convivencia me permitió conocerle a fondo. Pude comprobar las zozobras de su espíritu ante el panorama general que se cernía sobre España y día a día me fue dado asistir al naufragio de unos ideales sustentados sinceramente durante tantos años y difuminados ante el deplorable espectáculo de la barbarie desatada. Cuando estalló el Alzamiento Nacional, no quedaba ya en Lorente, como en tantos desilusionados españoles, más que el afán de que pronto viniera algo, lo que fuera, que barriera aquel malhadado Frente Popular, prisionero de sus propios errores y desbordado en su propio sectarismo por las fuerzas incontrolables que él mismo había fomentado para su sostenimiento.
Entre tanto, Felipe, incondicional amigo mío, intensificó su relación futbolística con todos nosotros; nos ayudó en cuanto pudo y cuando llegaron momentos de cansancio y de vacilación la voz sincera de Lorente se dejó oír y para dar ejemplo y ánimos a todos no tuvo inconveniente en cargar con la presidencia del Zaragoza, en la que estaba cuando el equipo ascendió a la Primera División en la temporada 1935-36. De su paso por la directiva del club quedó como fundamental, aparte de la materialidad del ascenso y de la nivelación de la situación económica, su incansable labor por aunarnos y mantenernos en tensión a quienes ya comenzábamos a dar señales de disentimientos producidos por el agotamiento inherente a muchos años de incesante batallar. Seguramente y como inmerecida compensación a sus buenos deseos puestos en práctica, le cupo la mala suerte de que su mandato presidencial acabara teniendo que presidir la horrible Junta general del Iris Park, que acabó también con casi todos nosotros; pocos días después se producía el Alzamiento nacional y el paréntesis abierto, glorioso en su finalidad, ya no pudimos cerrarlo futbolísticamente muchos de los que asistimos a su iniciación, por muy diversas causas. Con todo, aún prosiguió Lorente su tarea de buena voluntad y de servicio al fútbol aragonés. En el año 1937 los clubs existentes en Zona Nacional dominada por Franco, acordaron reunirse en San Sebastián para dar señales de vida y recabar la auténtica representación del fútbol español, ya que la Federación Española permanecía en Madrid y en manos de los rojos. Lorente fue a San Sebastián representando al Zaragoza y a la Federación Regional. Abogó con todos por la reorganización del organismo nacional y defendió la candidatura de Julián Troncoso, a la sazón Comandante Militar de Irún y Jefe de Fronteras, para la presidencia del Comité directivo. Troncoso pertenecía a la Junta del Zaragoza y el fútbol aragonés tuvo la satisfacción de ver encumbrado al primer puesto de la organización nacional a uno de los suyos. De aquel Comité de San Sebastián formaron parte hombres tan representativos como los hermanos De la Riva y Juanito López García. Y con eso sí que se acabó el fútbol para Felipe Lorente.
Incorporado a él, como queda dicho, más que por afición por adhesión personal a quienes llevábamos las riendas directivas, cumplió con exactitud los fundamentos de su incorporación, pues sirvió a todos con lealtad, con entusiasmo y prestó beneméritos servicios también al fútbol local, pues no hay que olvidar los difíciles momentos por los que atravesábamos, en todos los órdenes, cuando Lorente ofrendó su incondicionalidad y sus buenos deseos.
Pero Felipe Lorente, hombre trabajador y siempre bien intencionado, tiene sobre sí la mala suerte de que se malogren en flor todas las cosas en las que pone su fe y sus mejores intenciones. Preparado desde chico en el negocio de su padre y dominador de él al cabo de los años tuvo precisión de abandonarlo por disensiones familiares inherentes al fallecimiento de su padre. Orienta su vida por otros derroteros. Se queda con el arriendo del Teatro Principal y pierde dinero. Logra en Cementos Zaragoza una misión comercial de importancia y cuando puede comenzar a recoger los frutos de su trabajo, se proclama el Alzamiento nacional, viene la Guerra de Liberación y todo se va al traste. Ha sido republicano de toda la vida; ve llegar la república, contempla con amargura las orientaciones de la misma, completamente dispares con lo que él ha defendido siempre y en cinco años calamitosos la ve desaparecer ahogada en sus mismos errores y barrida en descomunal batalla por la reacción de los auténticos españoles entre los que él se encuentra. Su dinamismo no descansa y pronto surge en él la iniciativa de montar un negocio en Irún, modesto en sus orígenes que domina perfectamente y que puede llegar a ser un asunto interesante. Y cuando ya lo tiene en marcha surgen los apetitos y el afán de muchos por significarse, enmascarando de patriotismo lo que no son sino iniciativas mercantilistas y le intervienen sus instalaciones y su negocio en aras de un monopolio que sirve para enriquecer a unos pocos y para dar colocación a otros muchos…
Pero Lorente no descansa y con el argumento de aquel modesto negocio presta a la Comandancia Militar de Irún servicios inapreciables. Lorente tiene buenos amigos personales en Francia y en un continuo pasar y traspasar la frontera logra organizar una información eficiente que tanto el Cuartel General como el V Cuerpo de Ejército estiman y aprovechan. Aquello no rinde a Lorente utilidad alguna, pero él ha sido toda la vida desinteresado y se complace en ser útil, no sólo a la Causa, sino también a cuantos a él acuden en demanda de auxilio para localizar a un familiar desaparecido, para reincorporarse a la España de Franco y para cuantos innumerables casos se dan en circunstancias como aquellas para hacer un favor.
No se le va de la cabeza el recuerdo de un episodio harto amargo, en el que se ha puesto de relieve esa mala suerte que le acompaña. Cuando se produjo el Alzamiento tenía a su familia en Alcalá de la Selva. Tras los primeros días de desconcierto y de incomunicación, logra trasladarse a Teruel para intentar recoger a los suyos. Desde Teruel inicia gestiones para comunicar con Alcalá de la Selva. Con su familia están en el mismo pueblo Antonio Sánchez y José María Muniesa con sus familias. Ello le hace estar un poco confiado, pero a la vez le produce una gran preocupación tremenda. Él sabe que Augusto Muniesa ha sido detenido y sabe también que se busca a José María; le intranquiliza la suerte de los suyos, pero le intranquiliza todavía más lo que pueda ocurrirle al amigo, a quien querría prevenir. ¿Cómo hacerlo? En la vacilación natural se precipitan las cosas. Los veraneantes de Alcalá han evacuado el pueblo ante la inminente entrada de los rojos procedentes del penal de San Miguel de los Reyes. Las familias de Lorente, Muniesa y Sánchez con José María y Antonio han alquilado una caballería y han salido monte a través. Penosa marcha, pero al fin la liberación. Y al encontrarse, lo irremediable. Muniesa es detenido y Felipe, con el dolor de no haber podido avisarle con tiempo para evitarlo. Lo demás sería ya por mucho tiempo un motivo de triste amargura para Felipe Lorente, que nada pudo hacer por aquel amigo a quien tan de verdad apreciaba.
Lorente concibió nuevas empresas y se trasladó a Madrid. Buenos horizontes, magníficas perspectivas; pero cuando el fruto parece sazonar, el derrumbamiento. Y vuelve a empezar con mayores bríos; pero nuevo retorno a una interminable calle de la Amargura, cuyo tránsito parece ser el sino de este hombre sinceramente bueno, que no ha hecho más que servir a todo el mundo y que nunca acaba de encontrar quien le sirva a él, como si no lo mereciera o como si una mala suerte le acompañara con tenacidad.
La única compensación que puede tener a tantos afanes frustrados es el sentirse asistido de los suyos, que estoicamente han encajado los infortunios, alentándole a proseguir sin desmayos, en el intento de salir adelante. Unos hijos inteligentes, trabajadores y optimistas que han sabido encarrilar brillantemente sus actividades y sus vidas, son el auténtico remordimiento por creer que no ha podido hacer por ellos cuanto él habría deseado.
Yo siempre espero con ansiedad saber que un día Felipe Lorente ha logrado cuajar en realidad una de sus innúmeras buenas iniciativas, y además de esperarlo, lo deseo vivamente, pues Lorente lo merece, por buen amigo y buena persona. Algún día quedará vencida su mala estrella y logrará la compensación de un vivir tranquilo, libre de preocupaciones de toda clase. Mientras esto llega, quede aquí constancia del reconocimiento y la gratitud que merecen los buenos servicios que colectiva y personalmente nos ha prestado la buena amistad de Felipe Lorente.
Madrid, junio de 1952.