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RESUMEN:

Cuando hablo de la gran historia del fútbol pionero con un periodista de Europa o de América, la pregunta que se me presenta inevitablemente es «¿qué dice la FIFA»?. Entonces la charla se complica. Porque detrás de esa pregunta anida la idea de que la FIFA -cuya misión es dirigir el fútbol internacional de nivel

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¿Qué dice la FIFA?

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Cuando hablo de la gran historia del fútbol pionero con un periodista de Europa o de América, la pregunta que se me presenta inevitablemente es «¿qué dice la FIFA»?. Entonces la charla se complica. Porque detrás de esa pregunta anida la idea de que la FIFA -cuya misión es dirigir el fútbol internacional de nivel mundial, y solo eso- es también la referencia en materia de historia, nuestra gran universidad, refugio de grandes sabios. Volvamos pues a la realidad, mucho menos consistente, y devolvamos su verdadero alcance a las posiciones que ciertos presidentes de la federación internacional han podido favorecer en los libros que decidieron financiar para su propio prestigio y afirmar su poder.

La FIFA y un primer supuesto libro de historia

La manía de la FIFA de meterse con la historia del fútbol es relativamente reciente aunque tiene, como se verá al final de este artículo, raíces internas lejanas.

No hubo nada publicado en la materia hasta que salió el libro autobiográfico de Jules Rimet en 1954. Rimet fue el gran presidente de la FIFA. Ejerció de 1921 hasta el Mundial de Suiza. Bajo su mandato, el torneo olímpico se convirtió en campeonato del mundo universal en 1924, y gracias a su esfuerzo personal, el título se mantuvo en 1928. Después de esta fase cien por ciento sana y deportiva, la carrera del presidente francés, a la zaga de la federación italiana, entra en aguas turbias. Rimet cede a las presiones de los dirigentes fascistas apenas cierra el Congreso de Barcelona en mayo de 1929. Abandona durante un año el Mundial de Uruguay. Reaparece a último momento en Montevideo, desacreditado y burlado por los belgas. En 1934 y 1938, siempre cediendo a Mussolini, europeiza la Copa del Mundo. Y durante la Segunda Guerra Mundial, cumple un papel dudoso, que no ha sido aclarado hasta el día de hoy, como presidente del Comité Nacional de Deportes de la Colaboración. Después vuelve a un período positivo, concretando la primera Copa del Mundo verdaderamente impulsada por la FIFA, en 1950, y obteniendo la incorporación de los británicos, primera desde la participación de Irlanda Libre en Colombes.

En momentos de retirarse, el objetivo de Rimet es personal: enceguecido por un autoculto desbocado -la Copa del Mundo ya lleva su nombre-, decide postular al Premio Nobel de la Paz. Su idea es erigirse en una especie de Coubertin plus plus. Inventa entonces la ficción que aparece en el libro «Historia maravillosa de la Copa del Mundo». Rimet expone ahí contra Coubertin (sin nombrarlo una sola vez) y contra la época dorada de los Juegos, que tanto aprovechó, afirmando que los filtraba una policía del amateurismo. Renegando lo mejor de su propia obra, desacredita los dos campeonatos que creó realmente: los mundiales del 24 y 28. En pos de apoyo católico en Roma, coincide así con la línea italiana, y compensa presentándose como «el universalista del deporte», el humanista inquebrantable. Surge entonces el gran cuento: Rimet verdadero conceptor, creador y salvador del primer verdadero mundial, el de 1930 en Montevideo.

El libro de Rimet no se leyó. Es que habla mal de todo el mundo, en particular de sus colegas franceses. Pero fue retomado tardíamente como base del cuento fundador a partir del reino de Havelange. El presidente brasileño de la FIFA impuso entonces la versión según ella cual la Copa del Mundo de fútbol fue un invento genial de Rimet, presentando al francés como el San Pedro de la Iglesia del Dios Fútbol.

Quedaron dudas. Primero porque en aquella época se sabía muy bien que los mundiales universales habían empezado antes. Segundo porque en Sudamérica, sobre todo en Uruguay y en Argentina, no se olvidaba el mal comportamiento de los europeos en 1929-1930, ni las actitudes de Rimet en 1934, 1936 y 1938, en favor de Italia contra América, en favor de Austria contra Perú y en favor de Alemania contra Austria.

Pero como no había rigor y nadie se preguntaba de dónde salían esas afirmaciones, la creencia terminó imponiéndose. De manera especial, sin duda, porque el relato bíblico de Havelange, que no mencionaba ninguna fuente, parecía provenir de un reconocimiento tardío y noble, de presidente a presidente, y de América a una muy modesta persona, Rimet. Así, para que no se viera la falla, se enterró el libro.

Un primer libro casi «de la FIFA»

Con el tiempo, los disparates de Rimet fueron más o menos arreglados y despegados de la historia personal del presidente. Quedaron sin embargo tres tesis básicas, que marcan una fundación ideológica y política de la federación. Uno, que la FIFA siempre fue universal y los Juegos olímpicos siempre amateurs. Dos, que la FIFA inventó el campeonato mundial de fútbol universal. Tres, que dicho invento se concretó en Montevideo en 1930. Nada de esto era cierto. Así por ejemplo, los Juegos fueron universalistas bajo Coubertin hasta 1930 mientras que la FIFA fue amateurista entre 1908 y 1921. declarándose plenamente abierta recién en 1925 en su Congreso de Praga. Pero poco importaba la verdad. Se instauraba la piedra ideológica angular del «partido FIFA» contra «el partido olímpico», adversario principal desde 1925, con el argumento de una superioridad moral intrínseca.

Cuando se iban a cumplir cien años de la FIFA, Sepp Blatter encargó a su consejero Jérôme Champagne la edición de un libro de prestigio que relatara la historia del fútbol bajo el reino de la federación, entre 1904 y 2004. Salió entonces «El siglo del fútbol».

La obra sigue la estructura del libro de Rimet. La primera parte describe el proceso fundacional respondiendo a las dos preguntas claves de la historia pionera: ¿cómo nació la FIFA? ¿cómo se creó el campeonato del mundo máximo, abierto a todos los futbolistas, un cuarto de siglo después ? En el medio, como lo había hecho también Rimet con gran despliegue de disparates, se estiraban indefinidamente los peros para «explicar» tanta demora.

El equipo de redacción dirigido por el francés Alfred Wahl -cuatro franceses, un inglés y una alemana- retomó las tesis generales de Rimet: torneos olímpicos de poco valor por ser amateurs, creación del campeonato mundial verdadero en 1930 por una FIFA sana y decidida. A estas leyendas viejas se agregaron algunos avances tenues y una serie de extrañas pinceladas que parecían demostrar que, en esta materia y desde la FIFA, puede escribirse más o menos cualquier cosa.

El tenue avance era que se insinuaba el papel negativo jugado por la Football Association durante todo el proceso inicial de la FIFA y se catalogaba el período de la presidencia inglesa como una «dominación» colonial que duró hasta la llegada de Rimet. Pero los historiadores franceses, muy militantes, cayeron en la tentación de utilizar la gran oportunidad que se les ofrecía para «expresarse políticamente». Confundieron a Uruguay, Suiza de América, con el Paraguay oscuro, asimilaron al batllismo avanzado con el fascismo italiano, y en la lista que establecieron de países autoritarios durante la primera mitad del siglo XX anotaron a Uruguay, modelo de democracia avanzada, junto a Filipinas y España, pero no pusieron a Alemania. Se agregaba así una piedra más a la «leyenda negra».

Nada de lo que dice este libro puede ser considerado como «una posición de la FIFA». Lo firmaron cuatro historiadores franceses sin ninguna legitimidad ni representatividad internacional. Nótese que para tratar temas iniciales claves no fueron invitados ni los sudamericanos ni tampoco historiadores del fútbol de Italia o de Europa Central, países cuyo rol histórico fue determinante para bien o para mal.

Punto positivo: en el prefacio, Blatter y los historiadores franceses reconocieron que la obra no tenía ningún carácter oficial. Así, este libro, como el anterior de Rimet, fue nada más que una opinión que solo comprometía a sus autores. No fue nunca ni será «lo que dice la FIFA».

La supuesta historia oficial de la Copa del Mundo

Después del golpe orquestado contra Blatter y Platini, el personal de la FIFA sufrió una intensa represión interna seguida de cambios brutales. Los historiadores franceses de Blatter, que estaban trabajando en la elaboración de un relato para el Museo de la FIFA, fueron despedidos y sus borradores terminaron en el tacho de basura. Para la tarea, Infantino contrató a un periodista inglés, Guy Oliver, con plenos poderes para redactar el gran libro referente que el Museo vendería a los visitantes.

Oliver reescribió todo barriendo el relato francés (supuestamente «anti-inglés») e inventando una nueva verdad en la cual la Football Association quedaba mágicamente bien parada.

La cantidad de disparates que se pueden leer en las diez primeras páginas de este libro es apenas creíble. Se indica por ejemplo que la primera Copa del Mundo de fútbol tuvo lugar… en Londres en 1908, y que la ganó… Inglaterra. Claro que era amateur porque los ingleses, siempre tan fair play, no querían humillar con goleadas a sus adversarios continentales. Se afirma igualmente -colmo de la burla- que la verdadera FIFA, la FIFA activa y efectiva, fue creada por Inglaterra en 1906. Y que la FIFA del presidente francés, Robert Guérin, un pobre hombre depresivo y perezoso, era una FIFA de papel.

Como de costumbre, para la redacción de este libro no fueron invitados historiadores de América o de países de Europa Central, resultando los textos de la opinión de un solo individuo, exterior a la FIFA, un inglés para defender a los ingleses. Hábilmente, la FIFA decidió no mencionar autores. Y recuerdo que en el momento de la salida del libro, Infantino prohibió al servicio de comunicación que diera nombres.

No vale la pena extenderse en refutaciones. Notemos simplemente que nadie jamás, y menos la Football Association, consideraron el micro campeonato europeo amateur de 1908 como un Mundial. El autor no entiende los conceptos olímpicos que regían en aquél entonces, empeñándose en compensar con títulos de papel un pasado inglés víctima de su propio encierro. Recordemos también que no fue Inglaterra la que ganó en Londres sino Gran Bretaña con camiseta de Gran Bretaña. Señalemos igualmente que fue la Football Association y no Coubertin la que reglamentó ese y los dos siguientes torneos olímpicos de fútbol como amateurs. Y que fueron los ingleses, no los franceses, quienes consideraron, hasta muy tarde, que el British Home Championship era una Copa del Mundo mayor que la de la FIFA.

En cuanto al pobre Guérin (nombre verdadero Robert Clément), luchó hasta el último momento, como pudo, yendo incluso a Londres a fines de octubre de 1905, para salvar el Campeonato de Europa votado en 1905 por el segundo Congreso de la FIFA. Y que no pudo contra el sabotaje instigado por los Ingleses y sus aliados belgas.

Origen de todo esto

Dije al comienzo de este artículo que las «historias de la FIFA», con su afán superproductivo de inventos, tenía orígenes internos.

Es que dentro mismo de la FIFA se desarrolló tempranamente una cultura del argumento mentiroso. Y la mentira fundadora fue la que impusieron los dirigentes de la Football Association en la Conferencia de Londres del primero de abril de 1905, oficializada en el tercer congreso de la FIFA en 1906. Decían entonces los dirigentes londinenses expertos en materia de goles verbales: la FIFA no es una organización suficientemente madura como para organizar un campeonato internacional; que alcance primero su plena madurez y después veremos.

El objetivo obvio de este razonamiento era impedir que el campeonato internacional, para cuya organización muchas asociaciones nacionales de la FIFA estaban perfectamente preparadas, no se hiciera.

Saben bien los dirigentes del deporte que no hay desarrollo de una organización deportiva si no hay acción deportiva, vale decir, campeonatos. Saben también que los grandes campeonatos internacionales se crearon y se organizaron exitosamente sin que se estructurara previamente organización alguna. Así sucedió con la Copa América que precede a la creación de la Confederación Sudamericana. Así sucedió con el British Home Championship, que emanó siempre de una coordinación directa entre asociaciones británicas sin intervención alguna de la IFAB. Así sucedió en 1908, con el campeonato olímpico organizado por la Football Association, o en 1912, en Estocolmo, brillantemente liderado por la flamante asociación sueca.

Este argumento mentiroso pesó mucho, al punto de estructurar éticamente aquella segunda FIFA inglesa. Y Rimet, que siempre se consideró discípulo de los ingleses en materia de maniobra política, recurrió, cuando lo creyó necesario, a métodos semejantes. Así en 1927, para impedir el surgimiento de la Copa de Europa y de la consecuente Confederación continental, pretextó que un campeonato europeo derivaría necesariamente en campeonato mundial, y que por lo tanto, era prerrogativa de la FIFA.

Los libros «de la FIFA» no son «de la FIFA»

La primera conclusión que puede sacarse de todo esto es que hasta el día de hoy no hay libro de historia escrito por la FIFA, sino textos redactados por individuos exteriores contratados, del gusto de la Presidencia, acordes con equilibrios del poder interno, entre las dos potencias que siempre se disputaron el liderazgo de la organización: Francia e Inglaterra. Y que después de una dominación francesa muy larga, en el último round de manipulaciones, los ingleses asestaron un golpe duro que dejó a los universitarios galos en la lona y sin debate.

¿Qué dice la FIFA pues? Nada. Nada que se le pueda atribuir a ella, como producto de lo que ella es: una federación mundial, un encuentro mundial de posiciones de asociaciones que votan en el congreso.

¿Y por qué no hay libro de la FIFA? Sencillamente porque esta organización es una federación deportiva y no una academia de historiadores. En ninguna parte, en ningún texto estatutario, la FIFA se ha atribuido tareas de investigación y de redacción histórica. La palabra «historia» no figura en los estatutos. Y ningún texto votado por el Congreso desde los años iniciales se atreve a esbozar la más mínima tesis sobre los complicados puntos que son objeto de nuestra investigación histórica central: el desarrollo de la FIFA y el desarrollo de los mundiales.

Dirá algún entendido que el Reglamento del Equipamiento menciona en uno de sus artículos el tema de las estrellas y expresa algún concepto muy vago sobre «Copas del Mundo» y «Campeonatos del pasado». Los ex secretarios generales de la FIFA, que administraron en su momento dicho reglamento, son unánimes: el texto solo trata aspectos comerciales y apunta a la protección de derechos de marca. La prueba es que en caso de litigio, la decisión final queda en manos de la Comisión de Marketing, comisión que por otra parte fue disuelta cuando fue despedido Jérôme Valcke.

En consecuencia, ningún relato histórico enunciado por un secretario general, un presidente o un equipo de la FIFA puede ser considerado como «posición oficial de la FIFA» porque no hay vía oficial posible para su elaboración. Basta para entender bien esto preguntar, ante un eventual relato, quién es el autor -nombre y apellido- y dónde se aprobó.

¿Acaso un individuo externo, contratado a dedo, redactando a título personal su defensa de posturas nacionales, puede dictarle al fútbol del mundo su verdad? Vemos ahí todo el atraso cultural de nuestro deporte.

¿Una comisión de historia?

Un libro «de la FIFA», con un «relato histórico de la FIFA» -si es que algún día estas expresiones tienen algún sentido-, solo podría emanar de instancias legítimas y representativas internacionalmente, de una Comisión de historia debidamente constituida, por ejemplo, cuya misión sería abrir el debate y cuyo informe se sometería periódicamente a la aprobación de las asociaciones. Se vería entonces que en el seno del fútbol organizado no hay una sola historia del fútbol sino muchas, y que cada una de ellas refleja, no la verdad histórica del fútbol, sino el punto de vista de un país, generalmente poco autocrítico.

«Lo que dice la FIFA» se volvería entonces «lo que dicen contradictoriamente diferentes asociaciones de la FIFA» para dar coherencia a su propia historia. El informe de la comisión compilaría todas las posiciones, democráticamente, limitándose a exponerlas al público para que este, desprovisto de intereses de aparato, se haga su propia opinión.

Sería un progreso. No oiríamos más la eterna y falsa pregunta del «¿qué dice la FIFA?» sino otra, más sana, más moderna: «¿cómo se inscribe esto en el debate internacional?».

Paralelamente, los historiadores seguirían su camino independiente, libre de presiones. Podrían colaborar con la federación sin ceder al oportunismo. Y el debate entre ellos se volvería posible y benéfico.

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