RESUMEN:

El F. C. Barcelona es una de las entidades deportivas europeas con más bibliografía histórica. Ello se traduce, además de en la comprensible repetición de hechos y anécdotas, en cierto afán revisionista más ideológico que histórico, bien patente en publicaciones de los últimos cinco lustros. Puesto que el corta y pega no es pandemia nacida

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Historias del F. C. Barcelona

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El F. C. Barcelona es una de las entidades deportivas europeas con más bibliografía histórica. Ello se traduce, además de en la comprensible repetición de hechos y anécdotas, en cierto afán revisionista más ideológico que histórico, bien patente en publicaciones de los últimos cinco lustros.

Puesto que el corta y pega no es pandemia nacida con la digitalización, aunque a lomos de ella cabalgue con más libertad que nunca, ciertas falsedades siguen repitiéndose hasta la saciedad, sea por desconocimiento de los autores, comodidad o simple seguidismo. Y eso conlleva el riego de hacerlas pasar por verdades teologales. Se sigue citando al suizo Hans Max Gamper, por ejemplo, como fundador de F. C. Barcelona, cuando quien lo alumbró realmente fue Narciso Masferrer. Gamper sin duda fue imprescindible en la consolidación de la entidad, y presidente abnegado en tiempos difíciles hasta el punto de desatender sus negocios, llevándolos virtualmente a la quiebra. En suma, figura histórica por demás decisiva, aunque en realidad se limitara a formalizar, apuntalar y engrandecer el empeño de Masferrer, decidido activista del deporte catalán hoy muy en el olvido. Igualmente para casi todos los historiadores “culés”, Garchitorena, involuntario protagonista de un sonoro “affaire” por alineación indebida cuando los extranjeros no podían participar en campeonatos de Cataluña, sigue siendo argentino. Pues tampoco. Garchitorena, efímero jugador “culé” del periodo heroico y más adelante actor de cine, galán y play-boy fuera de las pantallas en el Hollywood del “Star System”, donde sería conocido como Juan Torena, nació en Filipinas y lo inscribieron como ciudadano estadounidense. Jamás tuvo un pasaporte argentino, seguía siendo súbdito de los Estados Unidos cuando luciera de corto, y como norteamericano ni siquiera tuvo que hacer escala en la isla de Ellis tras cruzar el atlántico en pos del éxito. El doctor en Historia Fernando Arrechea se encargó de documentar fehacientemente ambos casos, sin que los autores barcelonistas parezcan darse por enterados.

Más aristas, sin embargo, ofrecen las recientes revisiones muy en línea con determinados movimientos sociales, una innegable inmersión doctrinaria y la creación de “realidades paralelas”, semejantes a las que antaño se ensayaran desde Euskadi. Revisionismo a menudo tramposo, entre ribetes de forzado victimismo, que a fuerza de repeticiones va calando incluso fuera de Cataluña.

Hace unos años, en un escrito sobre las trágicas consecuencias que la Guerra Civil tuvo en el Constancia de Inca, podía leerse: “El Constancia fue el club más represaliado por el fascismo, después del Barcelona”. El Constancia, entidad deportiva patrocinada por una sociedad obrera de socorros mutuos, hubo de llorar a cuatro de sus futbolistas, ciertamente, tres de ellos hermanos, asesinados por corifeos de la sublevación franquista. Y además se encarceló a un emblemático presidente, ya mayor, mientras otro directivo se veía impelido a improvisar una nueva vida entre apreturas sin cuento. Enorme sangría para una entidad de reducido volumen, agigantada, aunque aquel escrito no lo reflejase, por la pérdida definitiva de 7 socios mientras combatían con el ejército de los sublevados.

El problema de los maximalismos sin matices, es que siempre pueden surgir voces con toda la legitimidad para sentirse tanto o más agraviados. La cántabra Juventud Unión Montañesa perdió a 5 futbolistas en combate; El Deportivo de La Coruña a 6, sumando los de ambos bandos; El Muros Balompié, de Muros de Nalón (Asturias), a 7 futbolistas sólo en el bando franquista; el bilbaíno Athletic Club a 8 jugadores y como mínimo 23 socios, 7 de ellos en combate y los demás asesinados en retaguardia; la Cultural de Durango a otros 5 jugadores, dos de ellos como civiles en retaguardia; el aragonés C. D. Español a 6 mientras combatían entre los sublevados, número que considerando la pequeñez de esa sociedad constituía una hecatombe. Y el Arenas zaragozano a otros tantos. Tampoco salió bien librado el pamplonés Club Atlético Osasuna, con 4 jugadores perdidos mientras combatían en el lado franquista, otro en el republicano, y 4 directivos asesinados por sus ideologías nacionalista, foralista y socialista.

Si llevásemos aquella tragedia hasta el ámbito de las masas sociales, nos quedaríamos sin palabras: la cántabra Unión Juventud Rayo tuvo que llorar a 14 de los suyos. El Santoña a 12, entre ellos 4 mientras combatían y el resto masacrados en el buque-prisión Alfonso Pérez, ante una tapia tras ser extraídos de las cárceles, o mediante ajustes de cuentas en retaguardia. La más modesta aún Deportiva Piloñesa, a 13 hombres. El Arnao, de Avilés, una decena. El Gimnástico Caborana, del municipio asturiano de Aller, a 11, nada menos. El Villacarlos menorquín a 14. La también balear S. S. La Salle a 16. El navarro C. D. Tudelano a 10, además de a sus futbolistas Pedro Olleta y Manuel Jiménez, mientras combatían. El Ónuba F. C. a 31, siendo tan sólo un club de dimensión reducida. El barcelonés C. D. Español lloro la pérdida definitiva de 63 socios no republicanos, mayoritariamente asesinados durante los primeros días de conflagración. Más del 10 % de sus devotos con carné, puesto que entonces los blanquiazules contaban con 600 asociados. El F. C. Barcelona posbélico registró 16 socios “nacionales” perdidos, y nada sabemos sobre el número de víctimas republicanas entre sus asociados, puesto que hasta hoy no parece haberse molestado nadie en investigar la cuantía e identidad de aquellas bajas.

No es cuestión de establecer ránquines, porque una sola defunción ya constituye tragedia inadmisible. Por ello tampoco se antojan atinados los ejercicios victimistas, máxime cuando la aritmética desbarata el empeño.

Viene esto a cuento de una reciente publicación azulgrana (“Barça y Catalunya”, de Salva Torres y Frederic Porta), que sin incurrir en la manifiesta manipulación de otras precedentes, parece sustentar la tesis persecutoria contra F. C. Barcelona por su adscripción republicana, el catalanismo de que con anterioridad a la asonada militar hiciese gala, y el enfebrecido odio hacia todo lo catalán expresado con inusitada contundencia por ciertas voces, fuere durante la guerra o a raíz del parte triunfal fechado en Burgos la primavera de 1939.

En verdad por esas fechas hubo mucho odio, tanto en un lado como en el otro. Odio enfocado hacia Cataluña no sólo por haberse convertido en el último foco de resistencia republicana tras la caída de Levante, sino al anidar en ella el ideario anarquista trufado de anticlericalismo, con más arraigo que en otras geografías.

Varias publicaciones históricas sobre el F. C. Barcelona lamentan la modificación de su emblema tras la Guerra Civil. Ese maquillaje fue mínimo, bien al contrario del experimentado en otras entidades. Sobre el de la Unión Deportiva Levante Gimnástico se incrustó el yugo y las flecas, tal y como aquí se recoge.

Suelen rememorarse a ese efecto algunas frases lapidarias: Víctor Ruiz Albéniz solicitó mediante el correspondiente artículo “un castigo bíblico para purificar la ciudad roja”. El cuñadísimo Serrano Suñer veía en el nacionalismo catalán “una enfermedad”. José Artero, canónigo de la catedral salmantina, llegó más lejos sirviéndose de una homilía en Tarragona, al clamar: “Perros catalanes, no sois dignos del sol que os alumbra”. E incluso el lenguaraz Gonzalo Queipo de Llano, educado en un seminario y a quien Franco apartó finalmente de la esfera pública, harto de sus excesos, se despachó a gusto asegurando: “Haré de Madrid mi capital, de Bilbao una fábrica, de Barcelona un solar”. Obviamente un eructo, antes que consensuada declaración de intenciones, pues la realidad inmediata se encargó de desmentirle. Madrid siguió conservando durante algún tiempo ese aire de poblachón manchego, por emplear la definición de Pío Baroja, mientras la ciudad condal desplegaba un cosmopolitismo inequívocamente europeo. Bilbao se limitó a conservar sus altos hornos y astilleros, a medida que iban echando el cierre las compañías mineras; luego ni eso. Barcelona, en cambio, saldría por demás favorecida con las genuflexiones del régimen dictatorial ante el nuevo amigo americano, convirtiéndose en sede de la primera fábrica de “Coca-Cola” o solar de “SEAT”, decidida apuesta gubernamental por la automoción en una España que dejaba atrás la autarquía. Y por ende, en paralelo, su burguesía obtuvo pingües beneficios mediante subvenciones a la industria textil, contratos públicos o licencias de importación.

Las frases que tan a menudo se airean como justificación de tesis victimistas, en realidad sólo sirvieron para avergonzar, años después, a quienes un día las pronunciaran. Lo mismo que tantas loas de juglares pelotilleros dirigidas al “nuevo Cid Campeador”, a la “Gracia que Dios concede a los pueblos una vez cada mil años”, o al “prodigio intelectual, mano férrea, regalo de la divinidad y guía sublime”. Seguro que Ernesto Giménez Caballero, José Mª Pemán y Gonzalo Torrente Ballester, entre otros muchos, se sonrojaron con el paso del tiempo al releer sus excesos. Igual que los artífices de aseveraciones enarboladas de buena mañana y contradichas al ponerse el sol. Porque el franquismo no cambió arbitrariamente el nombre de la entidad azulgrana, como algunas de sus historias afirman, aunque determinados medios de difusión especularan en 1939 con tal posibilidad. Incluso llegaron a barajarse posibles denominaciones, desechadas de inmediato si es que en verdad se contempló semejante idea en algún despacho. La conversión de Fútbol o “Football” Club, en Club de Fútbol, respondió al mismo decreto que en vano intento de despojar a nuestra lengua de extranjerismos, convirtió a los Racing, Sporting, Athletic o Yatching, en Reales, Atléticos, o clubes a secas, rebautizó al coñac como “jeriñac”, procediendo de Jerez de la Frontera y sus aledaños buena parte de la producción nacional, y en las cartas de muchos restaurantes la ensaladilla rusa se transformó en “ensaladilla zarina”, evitando cualquier remota alusión al paraíso bolchevique.

El escudo barcelonista sí sufrió alguna modificación, sustituyendo las cuatro barras de Cataluña por las dos del emblema de la ciudad condal, asemejando su aspecto hasta cierto punto a la enseña nacional. En todo caso una mutación menos escandalosa que la experimentada por otros entes. Sobre el escudo de la U. D. Levante, club representativo del “Cabanyal” valenciano, barriada popularmente conocida durante la preguerra como “Pequeña Rusia”, se incrustó el yugo y las flechas a manera de exorcismo. Obviamente desaparecieron los clubes que detentaban nombres republicanos, y otros con significación obrerista para seguir compitiendo tuvieron que fusionarse o enhebrar propósitos de enmienda. Incluso se prohibió a los Oriamendi de Baracaldo y Gijón seguir su andadura bajo tales siglas, por más que la contribución carlista fuera decisiva en el aplastamiento militar de la república. Con respecto a la abducción franquista del Barcelona posbélico, o al encumbramiento de militares a su presidencia o directiva, fue tónica general, no ya en el ámbito del balón, sino para todas las instituciones deportivas. El mismísimo primer presidente de la nueva Federación franquista habría de anunciarlo sin ambages: “En adelante ya pueden ir olvidándose los clubes de seguir siendo entidades autónomas, como en el pasado. Permanecerán sujetas a la autoridad y darán buena cuenta de sus acciones”. Pocos, muy pocos clubes españoles, carecieron de algún militar victorioso en sus juntas directivas a partir de 1939 ó 40. Y por supuesto todos los directivos, tanto de sociedades señeras como de tercer y cuarto rango, pasaron por el cedazo policial antes de recibir el pláceme o la consideración de “válidos”. El Barcelona no fue objeto de un peor trato que sus contrincantes, en razón de pretéritos vínculos o molestas significaciones.

Curiosamente cuando se esgrimen frases rotundas dirigidas contra lo catalán en abstracto, o más en concreto contra su nacionalismo, suelen olvidarse otras no menos cargadas de trilita si sus destinatarios fueron otros. El teniente coronel Troncoso, presidente de la Federación Española de Fútbol franquista recién creada en San Sebastián, tuvo, por ejemplo, una postura mucho más comprensiva respecto a los jugadores “culés” enrolados en clubes franceses, que la empleada para los componentes de aquel Euzkadi auspiciado por el lehendakari José Antonio Aguirre y su gobierno, en gira europea y americana: “Son muchachos de antecedentes comprobados y magníficos”, dijo refiriéndose a Domingo Balmanya, Raich, Zábalo y Escolá, añadiendo de inmediato: “Difieren un tanto del caso de los vascos”. El cuarteto azulgrana hubo de pechar con una suspensión federativa próxima a los 13 meses como media, en tanto los primeros componentes del Euzkadi no pudieron regresar a España hasta 1946. Y eso que en setiembre de 1939, “Año de la Victoria”, según rezaba su escrito encabezado con la formalidad prosopopéyica del “Arriba España”, José Iraragorri, Isidro Lángara, Emilín Alonso, Cilaurren y Ángel Zubieta, miembros de aquella expedición, expresaran desde Buenos Aires su deseo de pronto retorno, apelando a los buenos oficios del expresidente santanderino José María Cosío, hombre muy vinculado al Régimen.

Paralelamente, el periodista bilbaíno Jacinto Miquelarena, trasplantado a Madrid cuando ingresase en el diario “ABC”, huésped de la embajada argentina durante la Guerra Civil antes de zarpar hacia Sudamérica en el torpedero Tucumán, falangista desde que se creara ese partido y escritor de altura hasta arrojarse a las vías del metro parisino, sabiéndose irremediablemente enfermo de cáncer, dejó esta crítica al nacionalismo enquistado en el fútbol, sin apuntar precisamente hacia Cataluña: “El fútbol era durante la República una orgía roja de las más pequeñas pasiones regionales, y de las más viles. Lo dije claramente. Casi todo el mundo era separatista -y grosero- frente a un match para el Campeonato de España. El bizcaitarrismo se daba tanto en los graderíos de San Mamés como en la tribuna de Chamartín. En la mayoría de los casos, el madridista era un bizcaitarra de Madrid; es decir, un localista, un retrasado mental frente a los límites nacionales. Yo advertí que el fútbol estaba haciendo política sin saberlo. Fabricaba incomprensiones, fabricaba odios y recelos, y desviaba el camino de la juventud a fuerza de arrebatar su generosidad y canalizarla hacia el clan, hacia la secta, hacia la órbita infinitamente pequeña del club”.

No siempre los improperios o aceradas críticas tuvieron como objetivo Cataluña o el nacionalismo que allí estallara, incluso con tintes de insurrección, durante el quinquenio republicano.

La citada obra, “Barça y Catalunya”, dedica un capítulo en su repaso del periodo 1936-1961, al todavía espinoso tema de la Guerra Civil, en apariencia desde una tesis ya enhebrada anteriormente: Los futbolistas azulgrana combatieron fundamentalmente en favor de la república y las víctimas, tanto mortales como objeto de represalias por los vencedores, superaron de largo a combatientes y victimizados del bando opuesto. Todo ello, conviene aclararlo, desde un planteamiento realista, cuando los autores reconocen que lo normal para cualquier residente en las áreas bajo control republicano era nutrir su ejército; que engrosar las filas franquistas implicaba asumir el enorme riesgo de una deserción, la huida, no menos arriesgada, o luchar contra el miedo ante la suerte que pudiesen correr sus familias en retaguardia, una vez consumada la supuesta traición. A partir de ahí se deslizan algunos errores -¿quién no los comete?-, se hincha el volumen de jugadores “culés” combatientes por la república, pero sobre todo se registran omisiones que, casualidad o no, desvirtuarían un tanto la tesis de partida.

Según esta obra, 35 futbolistas “culés” combatieron en el bando republicano, mientras únicamente 6 empuñaron las armas con los alzados. Cinco habrían sido los fallecidos o asesinados en defensa de la república y 6, o sea uno más, los caídos mientras luchaban a las órdenes de Emilio Mola y Francisco Franco, o recibiendo disparos mortales en razón de su ideología, sin juicio previo ni asomo de simulacro. Cabría determinar, de cualquier modo, qué ha de entenderse por combatiente, y cuántos eran verdaderamente jugadores del F. C. Barcelona en ese momento, circunstancias ni mucho menos baladíes. No todos cuantos vistieran uniforme, ni en Cataluña ni en ninguna otra región, fueron en realidad combatientes. Los hubo, y no pocos entre el gremio del balón, alejados del frente tras exprimir influencias, con su derivada de destinos “cómodos” y la clara intención de extraer réditos a su habilidad con el esférico, tal y como expresara el internacional del Athletic Club Isaac Oceja: “Durante mis tres años como combatiente, primero en un ejército y luego en el otro, no disparé un solo tiro. Por suerte los pasé entreteniendo a la tropa con lo que sabía hacer: jugar al fútbol”. También habría que retirar de esa estadística a quienes únicamente fueron jugadores barcelonistas una vez concluida la sangría fratricida.

Salvador Artigas, “último aviador republicano” aunque las fechas de su salida hacia Francia continúen sin encajar con la realidad bélica.

Pero empecemos con los errores.

Salvador Artigas no pudo ser el último aviador  republicano, como tantas veces se ha repetido. Las fechas de su escapada a Francia (acabaría incorporándose al Girondins de Burdeos más adelante) contradicen su propia afirmación, puesto que los aviones tricolores continuaron volando, aunque poco y en muy reducido número. Ricardo Zamora Martínez no combatió ni en el lado franquista, conforme se indica, ni en el republicano. Pedro Areso sí regresó a España, contradiciendo lo escrito, primero como futbolista y entrenador, y más adelante para recibir homenajes en Sevilla y Bilbao. Paco Mateo nunca tuvo una ficha del F. C. Barcelona emitida por la Federación Española, y aunque se alineó en algún partido fue extraoficialmente, lo que en puridad no lo convierte en jugador “culé”. También Di Stefano y Puskas disputaron amistosos con la camiseta azulgrana, sin pertenecer por ello a su plantilla. Ricardo Zamora incluso defendió los marcos del Melilla y al menos otra docena de equipos en bolos festivos, sin que ello lo convierta en estrella melillense, mito alicantino, del Algeciras o incluso de una formación gibraltareña. Lo mismo cabe decir de Francisco Suriol Solé, que si bien se alineara con el Barcelona en dos partidos amistosos, lo hizo sin ficha. Y de Ángel Ponz, hombre del vecino Español, alineado sin ficha en un amistoso del Barcelona, o el canario Francisco Ceballos, con quien se apalabró su incorporación para el ejercicio 1936-37, que la conflagración bélica hizo imposible. Este infortunado portero nunca llegó a jugar un partido con el Barcelona, ni se le extendió ficha federativa, puesto que tuvieron que amputarle una pierna cuando cayese herido en el cinturón norteño. Manuel Suárez de Begoña, en fin, sí jugó un par de partidos con el Barça, aunque cabría considerarlo más jugador del Athletic Club, Arenas de Guecho, At Madrid, Betis Balompié o Hércules alicantino, por lo que estas entidades representaron en su carrera. Era entrenador del Hércules, al que había ascendido a nuestra máxima categoría, cuando apareció su cadáver en una cuneta de Aguas de Busot poco después del pronunciamiento militar. Este buen nadador y pelotari, además de excelente delantero, pues no en vano llegó a ser convocado con la selección nacional, tenía amigos falangistas y departió con ellos en público. Pero hasta hoy no parece haber surgido ningún documento que lo vincule al partido que liderase José Antonio Primo de Rivera. Para la Historia no sirve como argumento sólido el “dime con quién andas y te diré quién eres”.

Aun a riesgo de narrar lo ya sabido, convendrá pespuntear algunas biografías, en aras de la claridad.

Pedro Areso confió a pies juntillas en el decreto garantista para cuantos, sin fechorías pendientes, retornasen desde el exilio. Y sufrió una profunda decepción. Había recorrido Europa, México, Argentina, Chile y Cuba con el Euzkadi, equipo pregonero de la causa republicana desde el que, además, salieron loas bolcheviques por boca de su relaciones públicas, Manuel de la Sota, en el periódico “Izvestia” (18 de agosto de 1937), como broche a su andadura por la URSS: “No podemos despedirnos con un simple apretón de manos, os enviamos un abrazo a todos vosotros, nuestros queridos hermanos y camaradas. ¡Viva Stalin, genio de la Humanidad!”. Una frase que iba a pender como espada de Damocles sobre las cabezas de cuantos compusieran aquella expedición.

Aunque Salva Torres y Frederic Porta crean otra cosa, Pedro Areso, en la imagen, sí regresó a la España franquista. Lució pantalón corto en Cantabria y continuó en el banquillo burgalés la andadura que como entrenador iniciase en Venezuela

Había formado parte del ejército gudari, sin combatir realmente. Primero fue a Orduña, con el Batallón Amaiur, como escribiente en la secretaría de Joseba Rezola. Y a continuación a San Mamés, para jugar gratis junto a Paco Bienzobas, Bata, Unamuno, Arqueta, Isaac Oceja, Eguía y hasta Ignacio Aguirrezabala “Chirri II”, que desde el sur francés, donde se había refugiado, regresaba a Bilbao en cuanto se lo solicitaban. Esos partidos, con fines recaudatorios para Acción Nacionalista Vasca, solían contar con la inestimable ayuda de José Mandalúniz Ealo, como reclutador, por más que fuese Ignacio Gracia, consejero de Asistencia Social en el gobierno de José Antonio Aguirre, quien moviese los hilos entre bastidores. Y por fin el vuelo desde Sondica hasta Biarritz con el Euzkadi, los tumbos por Europa, las apreturas económicas, el eco de las muy aceradas críticas provenientes del bando “nacional”, la incertidumbre ante el porvenir, la llegada a América… Y allí más obstáculos. La prohibición de competir contra cualquier club argentino. Acto seguido, cuando velando por su futuro ya entrenaba con la plantilla del River Plate, aquel telegrama del gobierno vasco desde su cómodo exilio en París, conminándole a reingresar en el Euzkadi. El silencio de sus hasta entonces compañeros, tras solicitarles dinero para el pasaje. El cansancio de River ante sus dudas, traducido en carpetazo a la oferta que le girase. La luz, con el repentino interés del Racing bonaerense…

Desde Argentina pasó a Venezuela, como jugador-entrenador del Vasco caraqueño. Y al cabo la vuelta a otra España muy distinta a la que abandonase, no para lucir de azulgrana, siendo el Barça titular de sus derechos federativos, sino incorporándose al Santander, con cesión incluida al Deportivo Tanagra mientras recuperaba el tono, y luego de que los “culés” declinasen hacer un hueco a quien ya sumaba 36 primaveras larguitas. En Santander, también, volvería a ejercer como entrenador, desde donde fue requerido para dirigir a la Gimnástica Burgalesa, justo durante el último ejercicio donde iba a lucir ese nombre (1947-48). Vistos los resultados, un tremendo error, pues ni en sus peores sueños imaginaba podrían complicarle tanto la existencia.

Burgos, con gran presencia militar en sus instituciones, seguía prendida a la luenga sombra del 18 de julio. Un día el general Yagüe lo citó en su despacho para reprocharle su ideología nacionalista, señalándole la puerta de salida del club. En realidad llovía sobre mojado porque, apenas hubo puesto un pie en Madrid, cuando con ayuda de Cesáreo Galíndez y Juan Touzón fuese sometido a prueba por el Atlético Aviación en Albacete, dos mandos del cuerpo aéreo “sugirieron” debía ser vetado, porque alguien como él no era digno de representar al glorioso Cuerpo de Aviación. Otro acercamiento posterior al Gijón concluyó de igual modo. El magnánimo decreto le permitía venir a España con pasaporte emitido en la embajada argentina, pero aparentemente sólo para recibir inequívocas muestras de rechazo. Así que partió hacia Portugal, desde donde regresaría a Sudamérica, dejando huella como entrenador en distintos países antes de hundir raíces en Argentina, desde donde volvió a cruzar el Atlántico al menos en dos ocasiones: la primera invitado por el Real Betis Balompié, al cumplirse el cincuentenario de su único triunfo liguero, y la segunda al conmemorarse la salida del Euzkadi, en su gira propagandística, desde una villa bilbaína ya cercada. En ambos casos compartió emociones con su compañero de zaga Serafín Aedo.

Ricardo Zamora Martínez, colaborador habitual del muy católico diario “Ya”, se hallaba en Madrid cuando llegaron noticias del pronunciamiento militar en África. Y de inmediato pensó que, por una vez, su notoriedad iba a volvérsele en contra. Tras permanecer escondido algún tiempo, lograría refugiarse en la embajada de Argentina hasta su traslado a Alicante, desde donde zarpó hacia Marsella junto a un amplio colectivo de amenazados como él. Gracias al testimonio de aquellos compañeros coyunturales, consta su zozobra, el temor que lo embargada y sus vanos esfuerzos por modificar la fisonomía. Se dejó crecer la barba con el propósito de no ser reconocido, aunque un día cierto miliciano le gritó desde el exterior, mientras vigilaba la representación argentina: “¡Zamora, esa barba no te favorece nada!”.

Ya en Francia fichó por el Olympique de Niza, volviendo a ser compañero de José Samitier. Defendió aquella portería tras haber anunciado su retirada cuando concluyera el Campeonato 1935-36, y entrenó a la plantilla. Con la guerra ya inevitablemente decantada regresó a la franja española bajo control franquista sin que sus problemas ni mucho menos hubieran acabado. Unos lejanos vivas a la república entre sopores espirituosos de un banquete, cuando nada hacía pensar la conflagración civil, unidos a declaraciones realizadas en Francia negando ser fascista, lo convirtieron en individuo a depurar, recetándosele doce meses de descalificación tras interponer un recurso con reducción de la pena inicialmente impuesta. Zamora, para entonces, había sido designado entrenador del nuevo Atlético Aviación, desde donde iba a celebrar los dos primeros títulos de Liga posbélicos. Aunque un escrito del diario “Arriba”, denunciando la tolerancia de que era objeto ante el flagrante incumplimiento de su pena, volvió a ponerlo ante otra encrucijada.

En abril de 1940, la Comisión Depuradora inquirió si “el entrenador D. Ricardo Zamora cumple rigurosamente la sanción impuesta”, punto sobre el que volvería a incidir los días 7 y 17 de mayo.

Y si Zamora, prisionero en el Madrid republicano, cuya vida pendió de un hilo hasta que lograse zarpar hacia Marsella, era personaje dudoso, poco bueno podían esperar jugadores más anónimos, o con bien documentada conducta republicana. En su caso, quienes clamaban dureza lo veían incurso en el apartado “N” del Artículo 4º correspondiente a la Ley de Responsabilidades Políticas, promulgada el 9 de febrero de 1939: “Haber salido de la zona roja después del Movimiento y permanecido en el extranjero más de dos meses, retrasando indebidamente su entrada en el territorio nacional, salvo que concurriese alguna de las causas de justificación expresadas en el apartado anterior”.

El documento adjunto, remitido por el Comité Olímpico Español en junio de 1940 al arma de Aviación, resulta harto explícito.

Evidencia que tanto el Delegado Nacional de Deportes, como la Federación de Fútbol y el propio club Atlético Aviación, entonces pura dependencia del Ejército del Aire, no sabían a qué carta quedarse, y menos aún cómo solventar la papeleta. El Comité Olímpico actuaba “arrastrado” por la publicación del diario “Arriba”, antes que de buena gana. Desde el ente federativo se daban largas cambiadas y el Atlético Aviación fingía un cumplimiento de la sanción más cosmético que real. Zamora entrenaba durante la semana, a puerta cerrada, y los días de partido “oficiaba” de entrenador un sustituto. Resulta palmario que los más intransigentes pretendían servirse de su notoriedad para sentar un precedente insalvable. Si no se tenían contemplaciones con el “Divino”, con alguien capaz de movilizar a tirios y troyanos en su defensa mientras corriera gran peligro, si ni aquel por quien se abogó ante el mismísimo Jules Rimet, artífice de los Juegos Olímpicos modernos y presidente de la FIFA, recibía especiales contemplaciones, todo el país entendería que nadie iba a eludir el peso de las durísimas leyes recién aprobadas.

Y la verdad es que se lo pusieron difícil. Llegó a ingresar en la cárcel de Porlier, aunque por breves días (mayo de 1940). Pero su incapacitación para dirigir al Atlético Aviación, como incipiente entrenador, resultó más larga: desde finales de mayo hasta el 4 de diciembre de 1940, periodo en que sería sustituido al frente del cuadro “colchonero” por Ramón Lafuente. El aviso a navegantes estaba cursado y la caza de brujas no había hecho sino tomar cuerpo definitivo, puesto que desde hacía unos meses la prensa más visceral, o la más combativa, se empeñaba en señalar con su dedo a cuantos no pudieran justificar una lealtad inquebrantable al naciente régimen.

No fue el único hombre de arraigada ideología conservadora y afín a los alzados, que iba a purgar por el articulado de la Ley de Responsabilidades Políticas. Ni siquiera el único del F. C. Barcelona, cuestión ésta habitualmente “olvidada” en las historias escritas con tinta azulgrana durante el último cuarto de siglo.

Suelen recordar a José Raich como jugador del Séte junto a Escolá y Balmanya, represaliado precisamente por esa escapada a territorio galo, aunque rara vez se profundiza en sus antecedentes derechistas, ni sobre la persecución sufrida por sus padres en zona republicana. Y sí, pese a los muchos avales que presentara se le impusieron 18 meses de suspensión federativa, aplicándosele tan sólo una atenuante, en vez de la eximente completa solicitada, cuando pocos estaban en condiciones de lucir mejores credenciales. Era hombre de Acción Católica, educado en el seno de una familia muy religiosa, con acrisolada ideología derechista. Su traslado a Francia, donde habría de proclamarse campeón de Liga la temporada 1938-39, tuvo lugar ante la convicción de que con toda probabilidad le hubieran segado la vida en Cataluña. En suma, otra víctima de la notoriedad asociada al fútbol.

Con respecto a Francisco Mateo Vilches (Algeciras 16-V-1916), hermano mayor del internacional sevillista de posguerra Andrés Mateo, debe constar que destacó mucho en el fútbol galo, donde recibió consideración de estrella. Tras forjarse en el Algeciras desde 1933, compitió durante la temporada 1935-36 con el At Tetuán, estuvo algún tiempo en Valencia, alineándose con el Levante ya en periodo bélico, y en marzo de 1938 reforzó al F. C. Barcelona de la Liga Catalana. Cualesquiera que fuesen sus razones para cambiar de bando, desde el Norte de África alcanzó la cuenca mediterránea enrolado como fogonero en un buque mercante, constituyendo sus días en Cataluña tan sólo un paréntesis para tomar impulso en la huida. Su posterior periplo francés arroja dudas hasta 1944, y mucha luz después: Girondins de Burdeos 1944-45, Strasbourg 1945-50 y Racing de París 1950-51, donde jugó muy poco por culpa de una lesión en la espalda, como ya ocurriese a lo largo de sus dos últimas campañas en el club alsaciano. Medio volante e interior con tanto empuje como calidad, a la par que ilustre desconocido para los aficionados españoles, su nombre solía ser destacado en la publicidad de los partidos al otro lado de los Pirineos, por constituir buen reclamo. Y desde luego no consta su contribución bélica de choque como soldado republicano.

Sorprenden también algunas omisiones, máxime al engrosar la lista de “culés” republicanos con futbolistas que, como mínimo, merecen el calificativo de dudosos. Una de las lagunas tiene como protagonista a Gerardo Bilbao Bilbao, nacido junto al río Nervión, en el anexionado barrio bilbaíno de Deusto, el 9 de febrero de 1907.

Interior con olfato de gol y medio volante a medida que fue cumpliendo años, hizo su presentación entre los grandes ante el Real Madrid (enero de 1930), en partido de la 9ª jornada liguera correspondiente al torneo 1929-30. Atrás quedaba su aprendizaje en el Rivera Sport, casi dos años en el Racing de Ferrol, un breve paso por el Cartagena y, por delante, luego de casi tres temporadas en el Arenas Club de Guecho, cuatro ejercicios completos luciendo la camiseta rojiblanca del Athletic Club, con cuyo primer elenco habría de debutar el 30 de octubre de 1932, derrotando en Mendizorroza al Deportivo Alavés por un apretado 1-2. Y también, claro, la Guerra Civil y sus funestas consecuencias.

Tan pronto hubo caído Bilbao en poder franquista huyó a Cataluña, alineándose en algunos partidos con el F. C. Barcelona. Un club azulgrana sembrado de ausencias, incautado, y en fase de apresurada reconstrucción, luego de que sus anteriores estrellas hubiesen aprovechado la gira americana para asentarse en México, o la escala francesa, ya de retorno, para enrolarse en clubes galos. En lo puramente personal aprovechó ese periodo proclamándose vencedor en el Campeonato de Cataluña, llegando a disputar, incluso, un partido con cierta “selección de Cataluña” (julio de 1938), ante una formación de Carabineros. Entre éstos se alinearon Gamborena y Venys, y con la selección catalana Zamora, del Avenç (nada que ver con “El Divino”); Montero, Abad, Lloret, Grec y Judice, del Sants; Domenech y Canals del Europa; Martínez, del Español, y Castro del Barcelona. “Selección” de ínfimo rango, confeccionada a base de retales. Mucho tiempo después, cuando con subvenciones públicas algunos chiringuitos se dedicaron a confeccionar listados de internacionales catalanes, habrían de convertirle en “internacional” con la selección de Cataluña merced a esa única y coyuntural comparecencia. “Internacional” catalán quien naciese en Vizcaya, nunca compitió oficialmente en territorio catalán, y se midiera una tarde, en choque puramente recaudatorio con finalidad bélica, a un grupo de teóricos carabineros. La política tejiendo sus hilos hasta enmarañar el perfecto discurrir del balón.

Concluida la guerra, un breve paso por Bilbao y salida hacia México, desde donde habría de recalar en Venezuela. Allí le aguardaba una nueva carrera futbolística, con 10 años distribuidos entre el Deportivo Venezuela (3 temporadas), Loyola (4, en dos etapas distintas) y Vasco (3 consecutivas). Paralelamente en Caracas, todavía soltero y acompañado por una hermana, se colocó de administrativo en una compañía mercantil, mientras mataba el gusanillo de la pelota disputando partidillos hasta acercarse a la cincuentena. Falleció en la capital venezolana el 21 de junio de 1982, con 75 años.

“Barça y Catalunya” recoge la peripecia vital de Carlos Comamala, futbolista azulgrana durante los años 10 del siglo XX, cuando apresado por sus ideas derechistas lo reconoció un miliciano y en atención a sus días de gloria deportiva se las arregló para ponerlo en libertad. Magnífico, pero se esconde al lector otro hecho de muy similar naturaleza, donde quien hizo gala de buen corazón fue un mando intermedio franquista. Y parece raro que a lo largo de la investigación no se tropezara con este hecho, máxime cuando se dedica un breve espacio al retrato de personaje tan significado para el barcelonismo, como lo fue Ángel Mur.

Ángel Mur Sr. Barcelonista de corazón y personaje muy popular, hasta el punto de protagonizar una campaña publicitaria para el “Linimento Sloan”.

Ángel Mur Navarro, atleta de fondo y campo a través, cinco veces campeón de España en 3.000 metros obstáculos y masajista del Barça en aquella gira americana mientras las bombas asolaban la piel de toro, se hizo durante la misma con el cariño del elenco. Y luego sería correspondido cuando, concluida la guerra, tuvo problemas en Francia, desde donde pretendía embarcar hacia México. Militante de un sindicato radical, en su día supo se avecinaba la incautación del F. C. Barcelona y puesto en la disyuntiva de elegir entre política y devoción deportiva, ganó ésta. Su aviso sirvió para que los incautadores sólo encontrasen telarañas; ni dinero en las arcas, ni libros registrales ni el prontuario de socios. Posteriormente Raich, Escolá y Balmanya, los tres compitiendo en el Séte galo tan pronto regresaran de la gira americana, teniendo noticias sobre sus dificultades le hicieron llegar ropa y dinero para garantizarle el regreso a la zona “nacional”. Tal y como le pintaba allende los Pirineos, el retorno tampoco se antojaba una mala alternativa. Así que cruzó a España por Pont Vandrés y en Figueras, cuando lo conducían a la plaza de toros convertida en campo de prisioneros provisional, se lo encontró el capitán Colomé, un gerundense también atleta, contra quien había competido. El diálogo fue breve: “Vaya, ¿Qué haces aquí?”. “Pues ya ves; las cosas en Francia estaban muy mal”. Ese hombre le tomó del brazo, sacándolo de la fila para rellenarle un salvoconducto. Y mientras se estrechaban calurosamente las manos, dijo: “Compórtate con discreción y mucha suerte, porque esto es todo cuanto puedo hacer por ti”.

Resultó suficiente, porque con toda probabilidad a partir de su ingreso en el campo de clasificación habría salido a la luz su antigua sindicación, y con ella el subsiguiente purgatorio en cárceles sobresaturadas o algún batallón de trabajadores forzados. Conforme él mismo narrase, volvió a sonreírle la suerte cuando hubo de comparecer judicialmente, al contar con avales de otros atletas, como Manuel Torres o el valenciano Justo Borrás, del C. D. Español, camuflado durante la guerra como cenetista, aunque en realidad fuese miembro de Falange: “El suyo fue uno de mis mejores avales”, rememoró ante Julián García Candau, ya retirado y con un brillo de gratitud nublándole la mirada.

También el Barcelona supo agradecerle tan trascendental aviso en cuanto se reanudaron las competiciones, convirtiéndolo en masajista hasta que, avanzados los años 70, legara esa función a su propio hijo, Ángel Mur Ferrer, poco antes futbolista en el Rosas, Barcelona Aficionado, Condal, Real Gijón y San Andrés de Barcelona. Ambos, además, fueron masajistas de cabecera en la selección nacional.

Aunque esta obra recuerde el elevado número de jugadores azulgrana en la plantilla prebélica que habría de aprovechar la gira mexicana para establecerse en tierra azteca,  y otro tanto a quienes, ya de regreso emplearan la escala en Francia para evitar las trincheras, enrolándose en el fútbol galo, se pasa de largo sobre la parca vocación republicana de varios, pese a figurar en el listado de combatientes gubernamentales. Pero aun con todo, sin podas, la contribución bélica azulgrana al bando republicano exige ser contemplada con muchos matices. Dieciocho futbolistas del vecino C. D. Español en la temporada 1935-36 nutrieron los frentes gubernamentales, el mismo número aportado por el Gerona C. F., siguiendo en la lista los 13 del Sabadell, por cuanto respecta a clubes grandes. Y es que entre entidades menores hubo plantillas movilizadas casi al completo. De los 12 combatientes republicanos con respecto a la plantilla “culé” del Campeonato 35-36, varios lo hicieron desde destinos en retaguardia y sólo hasta el verano de 1937.

Finalmente, con respecto al elenco de combatientes republicanos en el listado de futbolistas azulgrana, 9, nada menos, sólo se enfundaron esa camiseta después de acabada la Guerra Civil, por lo que deberían haber quedado fuera del recuento, o si acaso recogidos en otro registro bajo el epígrafe de “Combatientes republicanos fichados por el Barcelona tras la Guerra Civil”.

El extremo izquierdo aragonés José Valle perteneció a la entidad entre 1939 y 1948. Gonzalvo I únicamente la temporada 45-46, luego de haber pasado por las plantillas del Sabadell y C. D. Español. Manuel Rosalench fue “culé” desde 1939 hasta 1944. También llegaron al Barça en 1939 Jaime Sospedra, procedente del Sabadell, Luis Miró, con pasado en el Sans y el Murcia, y el madrileño Juan Rocasolano, cuando fue preciso sustituir a los exiliados en México, a los competidores en Francia desde que concluyese la gira americana, o a los suspendidos federativamente por ausentarse de España durante más de dos meses en plena conflagración. El mulato Francisco Betancourt sólo llegó al Barcelona posbélico en 1942, después de ejercitarse en el Gracia, Gerona y Badalona. El durangués Luis Zabala lo hizo en 1940. Y Emilio García Martínez, el gran “Emilín”, como Herrerita únicamente fue azulgrana durante la campaña 1939-40 y en condición de cedido desde el Oviedo, ante el año de moratoria concedido a los asturianos para reconstruir su estadio, literalmente arrasado. Los también ovetenses Soladrero y Antón reforzaron al Zaragoza  durante ese mismo torneo y por idéntica razón.

Se puede adulterar la Historia sin mentir del todo, tan sólo escondiendo partes de la verdad, aunque ello nos convierta en paladines del autoengaño. Por esa misma razón los trazos de aguafuerte en crudo blanco y negro, sin tonos sepias, malvas o grises al acercarnos a lo acontecido tanto tiempo atrás, carecen de sentido cuando la Guerra Civil, por fortuna, aportó matices y no pocas muestras de bondad. Además de cerrazón sin límites, revanchismo y barbarie, hubo gentes ofreciendo amparo, abrigo, consuelo y esperanza a compañeros de trabajo, vecinos o conocidos de ideologías contrarias. Alcaldes de izquierdas cobijando en sus domicilios al cura del pueblo. Funcionarios traspapelando intencionadamente sentencias de ejecución. Falangistas, conservadores abrazados al franquismo e incluso presbíteros o frailes, avalando judicialmente a republicanos confesos. Y manos tendidas cuando no pocos derrotados hubieron cumplido condena en penales o campos de trabajo virtualmente esclavistas, teniendo ante sí el difícil reto de improvisar desde la nada una nueva existencia.

La objetividad es viga maestra del relato histórico ponderado y fidedigno. Razón suficiente para que mientras unos confunden olvido con reconciliación y otros transforman la memoria en venganza, alguien convierta a personajes ejemplares como “El Ángel Rojo” en materia de estudio para colegios e institutos. Tal vez así desterrásemos tanto gusto por el tremendismo y los aguafuertes, o se escribiera menos desde postulados ideológicos, cualesquiera que éstos sean.

Melchor Rodríguez García, anarquista de corazón y ante todo hombre de elevados principios, sería conocido con sobrados motivos como “El Ángel Rojo”. Por los alrededores de su Sevilla natal quiso hacerse un hueco en el mundillo de la tauromaquia, sin atisbar el triunfo ni de lejos. Así que le tocó doblar el lomo. Calderero de oficio y líder de la CNT, era Delegado de Prisiones el 10 de noviembre en el Madrid republicano, cuatro días después de iniciarse las fatídicas “sacas” rumbo a la matanza de Paracuellos. Si Santiago Carrillo, con un cargo de mucho más relumbrón que el suyo nunca tuvo constancia de aquellas ejecuciones salvajes, a tenor de lo que tantas veces manifestara, este hombre sí lo supo. Y actuó a pecho descubierto. Armado con una pistola sin balas, paró a una columna de camiones en la que otros milicianos de la CNT conducían hacia la muerte a cerca de cien desdichados. Sin balas, sí, porque siempre sostuvo un criterio inquebrantable: “Se puede dar la vida por los ideales; pero nunca matar a nadie por ellos”. Destituido el día 14, a raíz de que su actuación llegase a instancias más altas, y repuesto algunas jornadas después, nada pudo contra la monumental masacre, aunque sí tomó medidas para impedir otras. Mientras fue Director de Prisiones impidió la salida de nadie sin sentencia judicial y un documento con su propia firma. También abortó el asalto a la cárcel de Alcalá, acaecido el 8 de diciembre de 1936, estimándose en algo más de un millar las vidas salvadas poniendo en grave riesgo la suya.

Concluida la guerra fue sometido a juicio, contando con infinidad de avales de significados franquistas, e incluso con el testimonio en su favor de Agustín Muñoz Grandes, laureado militar del bando victorioso, primer mando de la División Azul desde el verano de 1941 y con posterioridad ministro del Ejército (1951-1957), Jefe del Estado Mayor (1958-1970) y vicepresidente del Gobierno (1962-1967). Según se aireara en aquella vista, entre los hombres a quienes evitó un fin fatal figuraban el cuñadísimo Ramón Serrano Suñer, Rafael Sánchez Mazas, periodista, buen escritor, ministro sin cartera en 1939 y 1940, Procurador en Cortes desde 1943 hasta 1966 y miembro fundador de Falange Española, atribuyéndosele la consigna de “¡Arriba España!”; el militar monárquico Valentín Galarza Morante, Cruz del Mérito Naval, ministro de la Gobernación en 1941 y 1942 y Procurador en Cortes desde 1943 hasta 1946; el doctor Gómez Ulla, jefe de la Sanidad Militar desde 1941, así como presidente de la Organización Médica Colegial hasta su fallecimiento en noviembre de 1945; los hermanos Rafael, Daniel y Ramón Luca de Tena y Lazo, miembros de la aristocracia; Raimundo Fernández Cuesta, abogado unido por razones de amistad personal con José Antonio Primo de Rivera, ministro de Agricultura desde enero de 1938, en plena Guerra Civil, hasta agosto de 1939, presidente del Consejo de Estado en 1945, ministro de Justicia entre 1945 y 1951, o Procurador en Cortes desde 1943 hasta 1977, amén de secretario general de Falange con rango ministerial entre los años 1948 y 1956…

Cuando falleciera “El Ángel” Melchor Rodríguez en 1972, a los 79 años, su entierro reunió a viejos cenetistas, falangistas de otrora y adeptos al Régimen. Francisco Franco aún vivía y pese a todo se cantó “A las barricadas”, himno revolucionario proscrito, sin un mal gesto de nadie, reproches ni miradas esquivas. Allí sólo hubo respeto y un hondo agradecimiento.

Mucho después, en diciembre de 2009, el barrio hispalense de Triana dio cobijo a un mosaico de azulejos con su retrato y la siguiente inscripción: “Arriesgó su vida por salvar las de cientos de adversarios políticos durante la Guerra Civil. El barrio de Triana lo recuerda con orgullo”.

Que figuras como “El Ángel Rojo” y otros hombres y mujeres sin aristas al no haberse dejado arrastrar por credos ni cortapisas, sean objeto de un doloroso olvido histórico, evidencia que algo se hizo mal durante la transición democrática y hoy, transcurrido casi medio siglo, vivamos enfangados en una ciénaga doctrinaria, entre cuentecillos, verdades a medias y formulaciones edulcoradas para su mejor ingestión sectaria. Si durante aquella guerra todos fueron culpables en mayor o menor medida, da la impresión de que tanto tiempo después tampoco hemos aprendido mucho.

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