El nacimiento de la AFE
De José Ignacio CorcueraEl 26 de febrero de 1976 fue día clave en la lucha de los futbolistas por conformar su sindicato, aunque en el seno de la propia AFE parezcan haberlo olvidado. Después de muchas idas y venidas, reuniones de vestuario, debates en el seno de las distintas plantillas aprovechando desplazamientos -por esa época todavía en autobús o tren Talgo-, los profesionales del cuero pudieron reunirse en el Palacio de Exposiciones y Congresos madrileño, con la decidida intención de dar un paso de gigante.
Franco había fallecido el 20 de noviembre del año anterior, y aunque la gobernanza nacional continuaba en manos del Régimen, éste seguía sin reponerse del durísimo golpe que representara el asesinato de Luis Carrero Blanco (20-XII-1973), presidente del gobierno y futurible “heredero” del poder, siquiera en la sombra. Por las costuras gubernamentales escapaban hombres con pedigrí político, convencidos de que el porvenir exigía apertura al exterior, un nuevo orden de puertas adentro, y democracia real, no ese sucedáneo insípido al que otrora, sólo por despistar, colgasen el apellido de “orgánica”. Otros cantaban el Cara al Sol, recuperando del pasado remoto saludos brazo en alto, se conjuraban como guardia pretoriana de Cristo Rey, o hacían de la intransigencia moral, canónica e ideológica, su nuevo santo y seña. Una mayoría silenciosa, aún dubitativa, parecía evaluar la conveniencia del borrón y cuenta nueva. Eran, en parte, hijos de franquistas más o menos devotos, a los que el desarrollismo sesentero convirtió en contestatarios, tanto en talleres y fábricas, donde a intervalos podían oírse mensajes “revolucionarios”, como en la Universidad, por cuyos campus y claustro circulaban libros “malditos”, tipo “El Capital”, poemarios de Neruda o novelas con grandes dosis de vitriolo, firmadas por Dashiell Hammett (“Cosecha Roja”), Raymond Chandler (“El largo adiós” o “El sueño eterno”), Pul Cain (“El bribón”), Horace McCoy (“¿Acaso no matan a los caballos?” o “Los sudarios no tienen bolsillos”) y Jhon Steinbeck (“Las uvas de la ira”). Para cosechar frutos había que agitar el árbol. Y muchos futbolistas lo hicieron.
Los clubes de categoría nacional (118) habían recibido la pertinente invitación a enviar un delegado, elegido democráticamente, a ser posible, entre cuantos conformaban cada plantilla. No todos se desplazaron. El miedo a hipotéticas represalias, la incertidumbre, y el engorro del desplazamiento, redujo la concurrencia a 61: poco más del 50 %. Pero aun con todo, la reunión prevista para las 4 de la tarde daría inicio con 17 minutos de retraso. En la presidencia, Amancio Amaro (Real Madrid), y José Ángel Iribar (At. Bilbao), representantes de los jugadores en la Federación. Entre ambos, el abogado y antiguo futbolista José Cabrera Bazán, defensor de varios hombres con camiseta y pantalón corto en litigios profesionales, adalid de la causa, reconocido catedrático de Derecho Laboral, y más adelante político sin pelos en la lengua, amén de incómodo “Pepito Grillo” para Felipe González, líder del PSOE. Por no hacer interminable el listado, había allí muchos rostros reconocibles: Cruyff y Rifé (Barcelona), De Felipe (Español), Salcedo (At Madrid), Enrique Lora (Sevilla), Barrachina (Valencia), Martínez (Real Sociedad), Irazusta (Zaragoza), Alfonseda (Elche), Villar (At Bilbao), Sabaté (Betis), Miguel Ángel (Real Madrid), Baena (Hércules), César (Oviedo), Huerta (Salamanca), Macías y Martínez (C. D. Málaga), Aramayo y Artero (Rayo Vallecano), Serena (San Andrés), Lizarralde (Valladolid), Rodilla (Celta), Mariano (Mallorca), o Bordons (Moscardó). Algunos, capitanes indiscutidos en su vestuario. Otros, como Ángel María Villar, futuro presidente de las federaciones Vizcaína y Española, virtualmente licenciado en Derecho.
Poco llegó a saberse acerca de lo tratado, porque el cónclave tuvo lugar a puerta cerrada. Algo que a los medios informativos sentó muy mal. “Recurrieron a la tan democrática y aperturista (?) política -se escribió en “Marca”-, haciendo que los informadores se armaran de paciencia y sentido de la profesionalidad, aguardando durante tres horas su término”. Precaución más que necesaria, en todo caso, por mucho que a la prensa le costase entenderlo. Sólo faltaba que cada club supiese cómo se expresaron los suyos, el tipo de “trapos sucios” aireado, o la estrategia a seguir contra unas entidades empeñadas en preservar su cacicazgo. Finalizada la reunión, Cabrera Bazán ejerció de portavoz ante los muchos reporteros congregados.
“Se ha acordado acudir al Ministerio de Trabajo para plantear la adscripción a la Seguridad Social, si bien en régimen especial y con reglamentación adecuada a la actividad -dijo-. Y también al Ministerio de Relaciones Sindicales, a fin de gestionar la sindicación. Todo esto se llevará a cabo de inmediato. Yo ahora regreso a Sevilla, dispuesto a trabajar ininterrumpidamente. He apreciado en los asistentes gran solidaridad. Incluso se ha pensado que estas peticiones incluyan a los jugadores amateurs”.
Algún informador apuntó la posibilidad de que se hubiera planteado mirar hacia el exterior. Johan Cruyff, capitán del Barcelona, disponía de datos relativos a Holanda. Y además venía hablándose de que Amancio e Iribar pensaban trasladarse a Portugal, con idea de estudiar sobre el terreno la situación lusitana. “En efecto -reconoció el jurista-. Tenemos intención de contactar con otros ordenamientos del exterior. Y en tal sentido, por su componente socioeconómico es Italia quien más puede asemejarse a nosotros”.
Al ser inquirido sobre si se abordó la eventualidad de impedir la llegada de jugadores extranjeros, el otrora futbolista manifestó que no era cuestión de correr tanto. La consideración del jugador de fútbol como trabajador constituía meta primordial. Pudiera ser diferente cuando, logrado el sindicato, se negociaran convenios colectivos. Ese, quizás, fuera punto a incluir en ellos. Sus palabras, claro, desataron algún revuelo. Desde que en 1974 se abriese el portillo importador, con el límite de dos foráneos por club, se venían produciendo abusos. Bastaban dos años para que cualquier sudamericano accediera a la nacionalidad española. Eso si no se casaba con una súbdita de nuestro país, en cuyo caso obtenía la españolidad “por ovarios”. Junto a quienes llegaran como extranjeros había que añadir los abundantes “oriundos”, parte de ellos con documentación que en breve iba a demostrarse falsificada. Cabrera Bazán, consciente de haber sembrado la primera brisa de una futura tormenta al referirse al convenio colectivo, quiso mostrarse conciliador:
“No existe animosidad por nuestra parte, ni contra los clubes, el órgano federativo, o la Delegación Nacional de Deportes, aunque puedan darse roces. Lo que procuramos es dar la debida seriedad a unos ordenamientos jurídicos trasnochados, con validez si acaso hace cincuenta años, pero no en la actualidad”.
El régimen especial de Seguridad Social también suscitó dudas. Existía ya uno para los toreros, otros para trabajadores del mar, del campo… El de los futbolistas debía semejarse al de los hombres de luces. Además, una vez con cartilla sanitaria todas las gentes del balón, el futuro de la Mutualidad se antojaba más que en entredicho. A ese respecto, el compareciente tampoco quiso hablar de disolverlo: “Se transformará, probablemente; pudiera ejercer una labor complementaria”.
Pero el punto estrella para los futbolistas desde hacía un quinquenio, emparejado a la sindicación, tenía que ver con el derecho de retención. Preguntado sobre el particular, Cabrera no anduvo con rodeos: “Desde luego ha de conseguirse una mayor igualdad entre clubes y futbolistas. Los contratos no pueden tener de facto una validez de por vida. Eso resulta absurdo”.
Las líneas maestras estaban trazadas. Y dado el punto de partida, lastrado por el inmovilismo de unos y el espíritu de lucha de otros, todo parecía indicar se avecinaba una notable conflictividad. De aquella reunión se salió con un inicial nombramiento de cargos, punto, por cierto, al que la prensa concedería escaso interés. Fueron éstos, al margen de la asesoría jurídica en manos del andaluz Cabrera Bazán: Iribar y Amancio, portavoces. Joaquín Rifé secretario general. Isacio Calleja, ya licenciado en Derecho, procurador. Y como responsables de comisiones con distribución territorial, Ángel Mª Villar (Athletic), Vales (Coruña) y Arturo (Ferrol), en la zona Norte; Artero (Rayo Vallecano), Huerta (Salamanca), González (Carabanchel) y alguien de Las Palmas pendiente de determinar, ante la inasistencia de canarios, en el área Centro; Chirri (Granada), el burgalés Martínez (C. D. Málaga) y Ravelo (Xerez), en Andalucía; De Felipe (Español), Hachero (Tarrasa), Ruiz Abellán (Murcia) y Abete (Manresa), en la región catalano-levantina.
Quedaba por ver cómo se tomaban los clubes una situación tan novedosa, y por fin trazada con la imprescindible seriedad. Previendo, tal vez, la belicosidad de los futbolistas que ya llevaban largo tiempo revueltos, las entidades habían creado su propia Agrupación Sindical, presidida desde diciembre por Arturo Manrique. Un organismo que ni siquiera había comunicado sus líneas maestras de actuación. Cogido con el pie cambiado, su máximo responsable, dos días después de la reunión de jugadores, anunció trasladar en breve el programa de dicho órgano. Pero antes tuvo que dar algunas respuestas: “Si bien comenzamos la andadura en diciembre, aún no hemos tenido ningún tipo de actividad. Llegaron las Navidades, los Reyes, y no ha habido tiempo de llevar nada a la práctica. Ahora nos empujan desde abajo”.
A Manrique lo había presentado el At Madrid. Aunque la vicepresidencia recayó en el Real Madrid, los “merengues” renunciaron, desviándose entonces ese cargo a manos de Fernando Alonso, máximo mandatario del Real Valladolid. La constitución de junta se hizo esperar hasta mediados de enero. Dicha agrupación, integrada en la Unión de Empresarios de Espectáculos (sindicato vertical), daba por sentado que los futbolistas, afianzada su propia agrupación, habrían de figurar en la Unión de Trabajadores (mismo órgano vertical). Claro que a ese respecto se equivocaban. Cabrera Bazán, convencido de que en España iban a cambiar muchas cosas, apostaba por una apertura democrática con libertades y pluralidad sindical. Soñaba con un sindicato propio, o en su defecto asociado a cualquiera de los que pudiesen emerger. En algo, empero, coincidían tanto los futbolistas como la Agrupación de Clubes: en el establecimiento de unos contratos de trabajo tipo, en debatir lo relativo a Seguridad Social, y sobre la necesidad de sindicación. “Algo que no ha de proponerse, sino llevarla a cabo”, en palabras del mismísimo Arturo Manrique. “Ahora bien -matizaba-, esto tendrá mucho de aventura, porque el fútbol es distinto a todo. Las consecuencias que pudieran derivarse tal vez resulten imprevisibles. Dentro de poco va a ser difícil mantener las actuales estructuras futbolísticas, porque todo cambia. El Tribunal Supremo se ha pronunciado varias veces sobre cuestiones de clubes y jugadores, a los que considera empleados por cuenta ajena. El entronque no es fácil; exigirá un detenido estudio y la colaboración de todos los clubes españoles”.
“La sindicación de jugadores, una aventura”, sintetizó “Marca” en titulares. Y el mismo medio, en su número del 28 de febrero, dedicaría a tan candente tema un editorial. Su firmante, Carmelo Martínez, partía de la carta abierta que Juan José Rosón emitiera el no tan lejano 2 de julio de 1973, calificándola de profética. En ella, efectivamente, se señalaba la adscripción a la Seguridad Social como primer objetivo del gremio balompédico. Y a su vera el abrigo sindical, imprescindible si se aspiraba a negociar convenios colectivos. Por desgracia, los clubes se habían enrocado en su negativa a correr con los gastos del Instituto Nacional de Previsión, y desde la superioridad nadie les obligó a hacerlo. Dos años y medio después, los futbolistas se mostraban más rabiosos y a los clubes podía no valerles su eterno discurso. “Ignoro qué saldrá ahora, después de esa asamblea de futbolistas donde el tema se ha planteado -lucubraba el editorialista, como cierre-. Conseguir una reglamentación laboral adecuada y un régimen especial de Seguridad Social, lo creo no sólo posible, sino inmediato. Respecto a la sindicación, que es el punto principal, ya no puedo ser tan optimista. Quisiera equivocarme, pero mucho me temo que los mismos que no decían que no, pero se constituían en lastre, van a seguir intentando que la solución se aplace los más posible”.
Carmelo Martínez hubiera podido ganarse la vida como advino. Santiago Bernabéu, peso pesado de nuestro deporte rey, cuya opinión superaba entonces en tonelaje a lo emanado desde el sillón presidencial federativo, hizo unas declaraciones a la revista gala “France Football” (marzo 1976), harto concluyentes. A su ya antiguo “Si los jugadores se sindican, yo me voy”, acompañaba una pintoresca justificación: “Soy presidente del Real Madrid desde hace 33 años. He construido el estadio gracias a un préstamo, y la sociedad es ahora próspera. Pero si los jugadores españoles forman un sindicato, yo dimitiré. He sido siempre para los hombres de mi club un “jugador veterano”. No puedo permitirme que ellos, en adelante, me consideren un patrón. Si fuera así, me iría, ya que nunca he sabido dirigir empleados”.
Max Urbini, autor de la entrevista, se refería a don Santiago como “presidente fuera de serie, en un club único en el mundo”. Y añadía que la posición resonante que acababa de adoptar ante la próxima creación de un sindicato de jugadores en España, revestía importancia capital. A manera de reflexión concluía: “Estas palabras provocaron efervescencia en todos los medios interesados. Tanto más cuanto que Pirri y Amancio, dos pilares del Real, están entre los futuros sindicalistas más cualificados. Incluso con mensualidades de superstar”.
O el periodista conjugó mal esta última oración, queriendo decir que uno y otro componían el grupo de profesionales mejor pagados por la entidad merengue, o disparaba con plena consciencia un dardo envenenado hacia las ya veteranas estrellas. Porque aquel embrión sindical partía de la nada, sin apenas fondos, con aportaciones de los propios futbolistas y completo altruismo. En marzo de 1976, ninguno de los citados veía un céntimo de la todavía Asociación.
“France Football” no fue el único medio empeñado en airear porquería. Los ataques contra parte de esos pioneros, larvados o a cara descubierta, surgieron desde muy variadas instancias sin hacerse esperar. Hubo intoxicaciones, bulos y realidades retorcidas, que en algún caso emanaban el acre aroma del ajuste de cuentas. Finalizaba octubre del mismo año cuando Paul Breitner, jugador germano del Real Madrid, tuvo que salir al paso de una afirmación recogida por informativos teutones, según la cual había entregado medio millón de ptas. para una huelga. Empleando como púlpito el diario sensacionalista “Bild”, aseguró en su réplica: “Es una estupidez afirmar que he caído en desgracia con la directiva del Real Madrid por haber colaborado con medio millón de pesetas en una huelga laboral. Todo el equipo del Real Madrid entregó a tal fin, en febrero pasado, una cantidad comprendida entre 70 y 100.000 ptas., y yo colaboré en esta acción conjunta, sin que la Directiva hubiera puesto ninguna objeción”. Puesto que los medios alemanes venían especulando sobre la posibilidad de que abandonase pronto la entidad española, para regresar a la Bundesliga, tampoco faltó quien diese por hecho un despido con cajas destempladas. A ese respecto, el jugador de cabellera ensortijada aseguró sentirse contento en Madrid, y sin el menor contacto con ninguno de los tres clubes interesados en su incorporación, a tenor de distintas informaciones: Herta berlinés, Bayern de Múnich y Hamburgo.
Fuentes del Real Madrid corroboraron el desmentido de su futbolista: “Hace algún tiempo, nuestro jugadores entregaron pequeñas cantidades para sufragar las perentorias necesidades de ciertas familias, personadas con esa solicitud. Y como cada cual es dueño de su dinero, no se les puso ningún reparo. No creemos que Paul Breitner haya entregado ese medio millón de pesetas”. Un acto caritativo acababa retorciéndose hasta convertirlo en apoyo a una huelga de futbolistas inexistente. Fábula que por otra parte podía encajar muy bien con el personaje, considerado “revolucionario” en su país, a tenor de una teórica ideología maoísta, desmentida, en todo caso, por gustos tan burgueses como los coches de lujo y cierta excentricidad. Llegó a poseer un caballo trotón, por ejemplo, con el que solía vérsele tirar de riendas por el hipódromo.
Había temor, en muchas instancias, a que el virus sindicalista se expandiese por el planeta futbolístico. Y ciertos hechos contribuyeron a alimentar miedos.
El 4 de setiembre del mismo año, desde Brasil llegaban noticias sobre el reconocimiento de la profesión de jugador, con encaje jurídico. El Ministerio de Trabajo, con sede en Brasilia, accedía así a las propuestas cursadas en tal sentido por futbolistas de distintos estados, estableciendo que los futuros contratos debían contemplar un máximo de 48 horas laborales por semana, y vacaciones anuales de 30 días. En adelante los clubes no podrían sancionar a ningún miembro de sus plantillas con porcentajes superiores al 40 % de su salario mensual, cuando hasta entonces lo común era penalizar con el 60 % cualquier acto de indisciplina. Los clubes profesionales iban a tener vetada la contratación de futbolistas con menos de 21 años, y ante cualquier traspaso, además de exigirse la aquiescencia explícita del traspasable, el 15 % de su monto absoluto quedaba reservado al profesional.
Eso era muchísimo más de lo que nuestros jugadores tenían, aunque menos de cuanto Cabrera Bazán confiaba conseguir. Y aquella sana ambición de mejora habría de traducirse en catarata de ataques desde casi todos los medios informativos, a menudo sin gran sustento y dando por hechas determinadas demandas nunca verbalizadas desde el todavía proyecto sindical.
El 10 de diciembre de 1977, el diario deportivo “Marca”, desde su sección “Hora Cero”, que venía a ejercer como editorial, contribuyó no poco a esparcir la confusión. Arrancaba con un augurio de pesimista patológico: “No tengo nada contra la Asociación de Futbolistas Profesionales, ya en marcha; pero me temo que si sólo va a mirar por el hueco grande del embudo, termine estrechándose el otro ojo, con grave peligro de que se atore. Y entonces, ¡adiós fútbol!, porque, que uno sepa, cada club -con escasas excepciones- las está pasando canutas para trampear con el dinero que cuesta mantener una plantilla”. Ya formulada la declaración de principios, su autor parecía fajarse a gusto en medio del zafarrancho: “Dice Quino que los futbolistas profesionales quieren ser considerados trabajadores por cuenta ajena, y los clubes como una empresa. Pues bien, ¿ha pensado Quino que en esa categoría donde quiere integrar al fútbol profesional no hay primas que valgan y que sólo, en casos excepcionales y después de mirar el balance anual, cuando éste lo permite se conceden algunas en razón del rendimiento dado a la empresa? En una empresa, por otra parte, no hay gratificación que valga, o prima, por ganar en casa, frase que en uso vulgar supone “por trabajar lo que se debe trabajar, según contrato previo”. En una empresa no se paga cantidad extra por contratar a un muchacho que aún debe probar su calidad, cosa que se hace en el fútbol. En una empresa, cuando el muchacho sale listo puede ascender más o menos rápidamente, e incluso tal vez llegue a puestos de relieve; pero necesita tiempo para situarse. Por eso, en una empresa puede irse el empleado, si recibe una oferta mejor. Porque a la sociedad industrial o de cualquier otro ramo, aquel empleado no le ha costado más que lo satisfecho mensualmente. Porque no lo compró -y perdóneseme la palabreja- para hacer de él una figura, como ocurre con los clubes”.
Reprochaba a los futbolistas, además, su pretensión de hincar el diente a los derechos de televisión, publicidad, etc., mermando así la economía de unos clubes en déficit perpetuo, dando por hecho que el aficionado seguiría siendo pagano sin voz ni voto en una fiesta de ricachones. Indirectamente vestía a Quino con galas de demagogo, a partir de unas declaraciones suyas donde aseguraba condolerse ante los futbolistas que ganaban poco. “Esto sucede en todas las profesiones -enhebraba el redactor-. ¿Es que en la construcción, por ejemplo, se lleva el mismo dinero un arquitecto, el ingeniero o el aparejador, que el peón que arrastra la carretilla con cemento? Y aun dentro de la primera categoría, ¿es que acaso todos los arquitectos ganan lo mismo? Si el fútbol tiene pocas coincidencias con otras profesiones, en esto, en la diferencia por calidad, inteligencia o rendimiento, coincide con cualquier otra. Hay médicos que sólo ganan para vivir, y muchas veces regularmente, y los hay que por cada gol -cada consulta- se llevan el oro y el moro. Y quien dice médico, dice abogado o ingeniero. Y hasta banquero, que también en la Banca hay categorías”.
Tras admitir que si la vida profesional del futbolista era corta, como la de los boxeadores o toreros, y que a muchos les aguardaban serios reveses económicos una vez retirados, ponía énfasis en el hecho de que si bien la actividad de otros profesionales ajenos al deporte se dilataba más, temporalmente, tampoco para ellos pintaban oros. “No se eche en saco roto que cuando un trabajador deja el tajo, se encuentra con una jubilación que apenas sirve para atender sus más perentorias necesidades”. A modo de remate, sugería que la Asociación, si aspiraba a resolver parte de sus problemas, debía abordar determinadas cesiones de privilegiados en favor de compañeros más débiles, mediante este lapidario argumento: “Siendo imposible que todos seamos millonarios, resultaría más fácil igualar hacia abajo. Y poner cada uno de su parte”.
La falta de solidaridad había sido uno de los puntos más reprochados a las estrellas del balón, durante los días de proyecto asociativo. Tanto la patronal, como desde el seno federativo, trataron de dividir a “ricos” y “pobres” poco menos que a golpes de tomahawk. Y si durante algún tiempo el método pareció proporcionar algún fruto, a la postre el paso al frente de las “vacas sagradas”, con “merengues”, “culés”, “periquitos”, “chés”, “colchoneros” y “palanganas” mirando hacia la realidad de los demás, abortaría muchas maniobras.
Avanzado el mismo mes de diciembre, los futbolistas nacionales acordaron abrir el proyecto a sus cada vez más abundantes compañeros venidos del extranjero. Bartolomé Rial, con la ayuda del letrado José Luis Carceller, presidía una comisión formada por los jugadores De Felipe, Valdés, Sánchez Barrios, Martínez, Herreros, Pacheco, Michelena, Zabaleta, Molinos, Abete y Marco, encargada de alumbrar un proyecto estatutario. Se barajaba una cuota de 800 ptas. mensuales para mantener la Asociación, y el propio Rial desmentía la tantas veces cacareada exigencia de privilegios fiscales, hipotéticamente planteada por los astros y abrazada desde los medios de difusión como artículo de fe: “De una vez por todas quisiera aclarar que no vamos contra nadie, como tampoco pretendemos la bancarrota de los clubes. No vamos a establecer la derogación del derecho de retención, ni pretendemos conseguir ese 1 % de las quinielas”.
Acerca de su renuncia a derogar el derecho de retención le faltó añadir “de momento”, para ser sincero. Porque dinamitar aquel resto de feudalismo sí figuraba en la agenda de los agremiados, con letras mayúsculas.
La Asociación de Futbolistas Españoles no pudo constituirse hasta el 23 de febrero de 1978, luego de ser aprobada, en asamblea, el 25 de enero. La cuota acabó redondeándose en 10.000 ptas. anuales (2.500 por trimestre), y casi 500 futbolistas activos participaron en el acto. De las siete zonas geográficas previstas en los estatutos como distribución representativa, se pasó a las 11, luego de largo debate y discusiones. Queden, como curiosidad, los delegados electos en la misma Asamblea: Molinos, para las 4 provincias catalanas y el coprincipado de Andorra; Sabaté (Andalucía, Ceuta y Melilla); el portero Rey Tapias (Galicia); Díez Gilabert, guardameta también, para Murcia y las tres provincias del antiguo reino valenciano; Uranga, más adelante abogado muy próximo a movimientos de la órbita independentista vasca radical, para Navarra y País Vasco; en Castilla la Vieja el salmantino Enrique; Gerardo González Movilla (Canarias); Pacheco (Castilla la Nueva, es decir las provincias de Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara); Irazusta (las tres provincias aragonesas); Herrero (Asturias y Cantabria), y el valenciano Nebot (Baleares). En la designación de junta directiva salieron elegidos Quino, presidente (196 votos); Rial, vicepresidente 1º (83 votos); Ángel Mª Villar, vicepresidente 2º (73 votos), y como secretario Alfonso Abete Otazu. El primer presupuesto para 1978 quedó fijado en 21.185.000 ptas., si bien dicha cifra, al ser amortizable en dos años, iba a quedar reducida a 19.665.000. Diecinueve millones procederían de cuotas, y la obtención de recursos atípicos se estimaba en otros dos millones. Por comentarios aireados en el mismo acto, parece que el número de afiliados rondaba en ese instante los 1.900.
En los veinticuatro meses transcurridos desde la anterior y desleída intentona, nuestro país había experimentado una absoluta transformación. Del ordeno y mando se pasó a un periodo constituyente. De una representación ciudadana fantasma, como era la del tercio familiar, al electorado universal para mayores de 21 años. Del partido único a la partidocracia y sobre todo a la legalización del comunismo, tan denostado a partir del 18 de julio de 1936. Del contubernio judeo-masónico a la libertad ideológica y de expresión; de las procesiones solemnes entre cánticos religiosos, a manifestaciones de huelguistas coreando eslóganes hirientes; del sindicato vertical a la posibilidad de elegir entre varias siglas de preguerra o dos docenes de agrupaciones blancas, rojas, azules o amarillas… Y de Arias Navarro, con su pesada mochila durante la represión bélica en Málaga, a un Adolfo Suárez todavía mirado con escepticismo, al forjarse como animal político al amparo del Movimiento.
Aquella primera junta directiva presidida por quien tras declararse en rebeldía con el Real Betis, luego de que su presidente se negara a traspasarlo sin respetar lo apalabrado, y aún diera un paso más colgando las botas durante casi un año a modo de protesta, ya era un hecho. La AFE necesitaba un líder, y Joaquín Sierra “Quino” lo era para muchos compañeros de profesión. Desde ese día, “Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis”, como llegó a ser tildada con muy aviesa intención la junta electa, asumieron un reto enorme, puesto que muchas, demasiadas cañas, se tornaron de inmediato en lanzas. Cabrera Bazán continuó administrando su buen hacer, entusiasmo y entrega, desde un plano más secundario, no por ello menos vital. A la reflexión en voz alta formulada en aquella cita del Palacio de Exposiciones y Congresos, dos años antes – “¡Ojalá fuésemos abogados, aparte de futbolistas!”-, se anteponía el realismo de tres letrados en la cúpula asociativa, como eran Rial, Villar y Abete, que además calzaban cada domingo botas de tacos. Lamentablemente, el primero hubo de salir casi por la ventana tras verse implicado en un intento, o algo más, de amaño deportivo.
Quino se mantuvo en el cargo hasta 1982, bien es cierto que con una breve ausencia, a modo de paréntesis. Tras fracasar rotundamente uno de sus proyectos huelguísticos, cedería espacio a Juan José Iriarte Salón. Pero entre tanto se vivió una vorágine de acontecimientos, cuyo epicentro tuvo lugar el cálido junio de 1978, mes durante el que iba a sustanciarse la primera demanda de conflicto colectivo. Mil y una razones amparaban a los futbolistas, vistos con perspectiva algunos hechos. Como el que tres meses antes afectase al elenco del Atlético Marbella.
Hartos de ser tratados como niños por su directiva, de promesas de pago incumplidas, dilaciones y desplantes, aquellos modestos reaccionaron declarándose en huelga, sin obtener otra cosa que amenazas rotundas. Como la situación personal de algunos frisase la indigencia tras correr con los gastos de alquiler, luz, agua y alimentación, en marzo se cuadraron: O cobraban algo, o no subían al autobús para rendir visita al Extremadura de Almendralejo. Finalmente viajaron en su lugar los juveniles, y ya durante el regreso de la Tierra de Barros, aquella directiva enhebró las represalias. Multa a todos los convocados para ese partido, hasta el límite máximo establecido por la legislación federativa, y apertura de expediente a Peláez, Quique, Velasco y Julio, teóricos cabecillas del plante.
Era el mundo al revés. Quienes no cobraban, seguían forzosamente atados al club moroso, o insolvente, sin posibilidad de hacerse con la carta de libertad. Y aparte de no cobrar, desde la Federación se daban por buenas las sanciones económicas impuestas. Si cualquier trabajador convencional pechara con una situación similar, o bien daba el portazo, o sólo tenía que acudir ante Magistratura para quedar desligado del contratante, y ver condenado a éste como si de un despido improcedente se tratase. Para los jornaleros balompédicos, en cambio, regía otro código. La presentación de conflicto colectivo desde la AFE se antojaba reacción harto lógica.
Decir que la Federación Española no se lo esperaba, como entonces llegó a escribirse, constituye fantasía con hadas, elfos y habitantes de Narnia. Estaban más que avisados, luego de haberse limitado a escuchar a los jugadores sin el más mínimo aporte, pretextando que aquellas reivindicaciones superaban el marco de su estructura específicamente deportiva. Desde el ente federativo, sin embargo, se medía escrupulosamente cada paso. Subyacía tras tanto desinterés, el decidido propósito de no reconocer ninguna personalidad jurídica a la Asociación. Los futbolistas, entonces, denunciaron a la F.E.F., fijándose para el martes 13 de junio -ya era casualidad, un martes y trece- el acto de conciliación en la Dirección General de Trabajo, requisito previo a cualquier demanda definitiva.
La Federación obtuvo un primer triunfo testimonial, consistente en aplazar el acto hasta el día 28, cuando su presidente, Pablo Porta, hubiese regresado de Argentina, donde “la roja” disputaba el Campeonato del Mundo. Victoria pírrica, puesto que la AFE, con clara intención de ganar tiempo, extendió su denuncia a los 198 clubes de categoría profesional. Entonces, aunque el Comité Ejecutivo del órgano rector balompédico hubiese acordado elevar un escrito reconociéndose “carente de legitimidad pasiva sobre el tema”, es decir sin personalidad suficiente para ser objeto de demanda, y en consecuencia personarse a través de un procurador, tuvo que cambiar de estrategia, presentando en el acto a su asesor jurídico, Fernando Vara del Rey.
“¡Millonarios en lucha!”, tituló un medio nostálgico de otro tiempo, con calculada socarronería. “Tendría gracia que los niños mimados se declarasen en huelga”, lucubró desde su columna cierto comentarista. “Al menos éstos no tendrán problemas para engordar la caja de resistencia”, ironizó otro, tomándole el testigo. Tampoco faltaron intoxicaciones gratuitas, pintando a los futbolistas como gente sin cerebro: “¿Quién dice que los jugadores vayan a movilizarse? Ahora mismo están más ocupados con sus vacaciones, renovar contrato y buscar equipo para la temporada venidera, que en la lectura del mamotreto reivindicativo”. En general, el hecho de que nuestros ases amagasen con un posible plante no fue entendido ni en las redacciones ni en la calle. La conflictividad laboral se antojaba cosa de obreros o empleados con 23.000 ptas. de sueldo mensual. Era en ese ámbito donde unos sindicatos todavía en rodaje probaban su dentadura, no sabiendo si aún eran pececillos o tiburones jovencitos. ¿Pero en el fútbol? ¿Acaso iban a dejar al país sin ocio dominical, estando las cosas de la pelota, precisamente, entre las contadas que parecían funcionar relativamente bien?
La normativa vigente exigía que no habiendo acuerdo en el acto de conciliación, correspondía a la Dirección General de Trabajo dictar el correspondiente laudo. Y si éste no fuese aceptado por alguna de las partes, competía a la Magistratura de Trabajo un pronunciamiento con carácter de sentencia. La huelga, de momento, no estaba tan cerca como algunos la pintaban. Existía amplio margen de maniobra. Máxime, cuando los jugadores tampoco pedían la Luna. Entre sus 13 solicitudes, encabezadas con un “Se avenga la Federación a…”, se contemplaba cuanto sigue:
Derecho a la actividad sindical recogida en la legislación vigente.
A la representación en el seno federativo.
A la celebración de reuniones en locales e instalaciones deportivas donde prestaran servicios, con fines relacionados al ejercicio de su profesión, sin coacción de ninguna clase.
A la manifestación libre de su pensamiento sobre cualquier materia, y en especial sobre temas relacionados con su actividad profesional.
Derecho a contratar sus servicios, en cualquiera que fuese la categoría, sin límite alguno de edad o condicionamiento por religión, raza o nacionalidad, sin otro límite que el señalado por la legislación laboral en vigor.
Retribución pactada en cualquier forma y sin límite cuantitativo, pero consignado en cada contrato las cantidades correspondientes a prima anual de fichaje, sueldo mensual, primas por partidos oficiales o amistosos ganados o empatados, de clasificación para torneos nacionales o internacionales, así como especificación de plazos y días en que debían ser satisfechas.
Derecho a una jornada de descanso semanal, como mínimo, quedando ésta a conveniencia y necesidad del club. En el supuesto de que el día señalado no pudiera disfrutarse, debía ser sustituido por otro.
Vacaciones retribuidas de 30 días continuados al año, así como permiso a disfrutar en Nochebuena, Navidad, jueves y viernes santo.
Contratos de un año como mínimo, que expirarían al término de los mismos, si bien pudieran ser prorrogados de una temporada para otra facultativamente por los clubes, y obligatoriamente para los futbolistas, con ciertos límites.
Percepción, en casos de cesión temporal, de un 25 % sobre el importe que los clubes hubieran ingresado por ella. Además, claro está, de las cifras estipuladas en contrato.
Ante cualquier transferencia, los jugadores percibirían un 20 % sobre el total abonado desde la entidad compradora. Y si como contrapartida al traspaso figurase la cesión de algún o algunos futbolistas, se llevaría a cabo una evaluación global para estimar el monto absoluto.
Los futbolistas serían dueños de su propia imagen, tanto televisiva como gráfica o de cualquier otro tipo, sin que de ella pudieran hacer uso los clubes, a menos de existir acuerdo contractual.
Sobre la Seguridad Social, por cierto, ni una palabra. Era obvio que en el seno de la Asociación de Futbolistas se consideraba derecho conquistado, ineludible para los clubes, al minuto siguiente de ser reconocidos sus pupilos como trabajadores.
Algún punto resultaba por demás sangrante. El relativo a la edad límite de contratación, por ejemplo, cuando la F.E.F. cifraba en dos el máximo de futbolistas mayores de 28 años para todos los clubes de 3ª División. De hecho, Pablo Porta había intentado imponer los 24 años como edad máxima en nuestra categoría de bronce. Proyecto que finalmente pudieron arrinconar no los deportistas, pese a su rotunda negativa, sino los propios clubes, al considerar mermadísimo su potencial competitivo. De facto, aquello hubiese equivalido a conformar una 1ª y 2ª División blindada, con acceso imposible para los de 3ª, puesto que si ascendieran un peldaño iban a hallarse en manifiesta inferioridad, como no tirasen la casa por la ventana en una completa reconfiguración de sus plantillas.
También tenía su aquel aparcar multas ante declaraciones discordantes, deslices verbales o críticas ponderadas y no ofensivas. El Atlético Marbella no era la única entidad dispuesta a reducir déficits con multas, cuando las cuentas no cuadraban. Pero sobre todo para la patronal futbolística constituía una afrenta la primera carga de dinamita contra el derecho de retención. Por el momento se mantenía, aunque con grandes limitaciones. Pero bastaba sumar dos y dos, concluyendo que si se aceptaba ese punto nadie sería capaz de apuntalar en lo sucesivo tan preciado derecho leonino. Las limitaciones solicitadas para su aplicación se resumían de este modo, en la demanda:
1.- Posibilidad de retener al futbolista durante un máximo de 4 temporadas, si el jugador contaba un máximo de 21 años durante la temporada de expiración contractual.
2.- Tres temporadas de prolongación, para futbolistas de 22 años.
3.- Dos campañas, si tuvieren 23.
4.- Y una, solamente, si hubieran alcanzado los 24 años.
Cumplidos los 25, el jugador podría quedar libre de compromiso si esa fuere su voluntad. Cuando el club deseara seguir contando con su concurso, debería comunicarlo fehacientemente, tanto al profesional como a la asociación sindical donde se encontrase encuadrado, con un adelanto de 15 días hábiles a la expiración del contrato. Por otra parte, en el supuesto de cualquier retención tendría lugar un incremento económico del 50 % sobre la ficha precedente, en la primera temporada; del 40 % en la segunda; del 30 % en la tercera y del 20 % en la cuarta y última. Todos los jugadores, en cualquier caso, conservarían el derecho a oponerse a las prórrogas, mediante demanda de conflicto colectivo, alegando la posibilidad de contratarse en mejores condiciones con otro club. En ese supuesto, el club donde hubiere prestado servicios dispondría de 10 días para ejercer su derecho de propiedad, igualando la oferta. Ante cualquier allanamiento del antiguo propietario, la entidad oferente dispondría a su vez de 5 días para depositar en el órgano correspondiente un contrato formalizado, con las condiciones de su oferta. Si se produjera la transferencia, el comprador tendría obligación de abonar al club de procedencia una indemnización equivalente al quíntuplo de la remuneración global percibida por el jugador durante su último año. Se procuraba evitar, de ese modo, que futbolistas cotizados permaneciesen anclados a cualquier entidad menor, aunque ello representara una renuncia a multiplicar por 4 o hasta por 5 sus ingresos.
Los porcentajes de incremento, que desde una mirada actual pudieran antojarse abusivos, tenían toda su razón de ser. Finalizando el decenio de los 70 y hasta bien entradito el de los 80, España atravesó una crisis económica sin precedentes próximos, traducida en varias devaluaciones monetarias y galopante inflación. Aunque los datos de carestía en el costo la vida arrojasen porcentajes del 12, 14, ó 15 %, todos los economistas de la época eran conscientes de que el I.P.C. anual frisaba el 20%. Los créditos hipotecarios raramente se otorgaban sin añadir un par de puntos a esa cifra. Y cuando las arcas estatales criaron telarañas, el ministerio de Hacienda se vio impelido a subastar letras y pagarés anuales, devengando entre el 15 y el 19 % de interés neto, puesto que sus tenedores, al tratarse de un producto opaco fiscalmente, no solían incluirlo en su declaración de renta. Un 50, 40 ó 30 % de mejora económica anual tampoco era tanto entonces, habida cuenta que los jugadores con 21 años partían de contratos bajísimos, al constituir incorporaciones de la cantera o equipos amateurs.
Pero todo ello dio igual. Los futbolistas no tuvieron otro remedio que presentar demanda de conflicto colectivo. Muchos la daban por descontada, conscientes de que sus entidades no iban a desprenderse, sin más ni más, de un poder omnímodo. Iba a tocarles luchar, armándose de paciencia. Vencer en pequeñas batallas, antes que plantearse una victoria rápida y rotunda. Buena parte de los afiliados con que entonces contaba la AFE, habían colgado camiseta y botas para cuando otros pudieron deshacerse de ataduras. A fin de cuentas, estrellas y jornaleros del balón tampoco eran tan distintos a cualquier otro compatriota. Dentro y fuera del fútbol, muchas mordazas cayeron, junto a grandes dosis de incertidumbre inicial, trocadas en sonriente ilusión. Para desembarazarse de bozales y temor al palo, hubo que recurrir al griterío, a plantes y huelgas, alguna, como aquella fatídica de Vitoria, tristemente ensangrentada luego de a que un político gallego, otrora ministro con Francisco Franco, le atribuyesen este despótico aserto, más propio de Luis XIV: “¡La calle es mía!”.
Luego se fue advirtiendo que esa ilusión tampoco daba para transformar el cieno en oro. Y menos aún para vivir de ella eternamente.