Un sueño y dos intentos de sindicación futbolística
De José Ignacio CorcueraCuando en 1927 nuestro fútbol abrazó estatutariamente el profesionalismo, a semejanza de lo ocurrido en Inglaterra cuatro lustros antes, y siguiendo hasta cierto punto los pasos de Hungría, Austria, Italia, o cuantos países disputaran un campeonato Nacional de Liga, ni uno sólo de quienes hasta entonces actuasen como “amateurs marrones” se preocupó de ver recogido legalmente su nuevo estatus. Mal podrían haberlo hecho, considerando que nuestros clubes se reservaban la parte del león, tal y como tuvo lugar al otro lado del Canal de La Mancha. En 1929, meses antes de que los ingleses abandonaran la UEFA sintiéndose agraviados -temerosos, en realidad, de que el órgano europeo “recomendase” recortes al abuso de poder federativo inherente al profesionalismo-, iniciaba su andadura nuestro primer torneo de Liga. Para entonces el draconiano derecho de retención, biga maestra durante los primeros tres cuartos de siglo en el fútbol profesional, se había enseñoreado de la pelota y su mundillo, a despecho de toda legislación societaria, laboral, e incluso canónica.
Pronto, los nuevos y todavía precarios profesionales de nuestro fútbol comenzaron a sentirse esclavizados. Podían ser populares, vivir dedicados al deporte, despertar envidias y entusiasmo allí por donde pasasen, y sentirse, en realidad, siervos de la gleba. Si como resultado de sus actuaciones sobre el césped recibieran ofertas jugosas por cambiar de camiseta, el club podía negarles la salida, aun cuando el contrato que los vinculara hubiese expirado. Más adelante, nada impedía a las entidades desentenderse de sus otrora piezas codiciadas, denegándoles la renovación tan pronto enfilasen la natural curva descendente. Para mayor escarnio, si las cuentas no cuadraban, parte de esas mismas directivas refractarias al traspaso dejaban cantidades a deber, conscientes de que a los jugadores damnificados tan sólo les asistía el derecho al pataleo. Los futbolistas podían ser profesiones a efectos federativos, pero no así para la legislación laboral. Más aún, al no estar su actividad tipificada como trabajo, ni merecían siquiera trato de empleados por cuenta ajena.
Cuando hicieron mella los impagos, fruto en parte de malas administraciones, aunque también del marasmo económico subsiguiente al crac bursátil de 1929, los futbolistas afectados, y aquellos que viesen pelar las barbas del vecino, quisieron organizarse. Hubo alguna reclamación fuera del ámbito federativo, saldada con allanamiento judicial, y hasta tanteos, más que gestiones propiamente dichas, en la órbita de la F.E.F. Un esfuerzo vano, puesto que los detentores de todos los derechos no estaban por la idea de ceder lo más mínimo. Reinaba, todavía, Alfonso XIII. Un Alfonso XIII debilitado en su autoridad y carisma, tras abrazar a Primo de Rivera y aquella “dictablanda” dirigida contra los más débiles. Bullían discursos republicanos. La C.N.T., aglutinante del ideario anarquista, esparcía su simiente por barriadas obreras y latifundios. El imposible axioma de “Ni Dios, ni gobierno, ni amo”, unido a aquel otro surgido de la lucha sindical y el pistolerismo de los años 10 – “¡Hasta que sean fuego las estrellas!”– prendió también entre algunos futbolistas. El “merengue” Félix Pérez parece que nunca estuvo adscrito a la C.N.T., y muchísimo menos “El Divino” Ricardo Zamora Martínez. Pero ambos, sobre todo el primero, soñaron con crear un Sindicato específico, como medio para embridar a los patrones del cuero. Zamora, hombre muy de derechas, habría de limitarse a nadar y guardar la ropa. Si amagaba con el Sindicato en discursos y entrevistas, luego, consciente de su valor simbólico, prefería abordar la senda más práctica. ¿Que le llegaban ofertas para disputar algún amistoso, como refuerzo de tronío en cualquier choque festivo? Pues se enrolaba con el beneplácito de su club, algo que a ninguno de los “pross” británicos, por ejemplo, se le hubiera consentido. ¿Que subía el coste de la vida? Pues a pedir aumentos, luego de susurrar ante cualquier gacetillero las ventajas de un sindicato de clase. Y así, entre “bolos” muy bien pagados por la región levantina, Cataluña, Gibraltar o Melilla, y subiditas de sueldo, sus patrones creían alejarlo de un proyecto sindical que probablemente nunca figuró entre sus prioridades.
Otros, por el contrario, se le tomatón muchísimo más en serio.
El 31 de agosto de 1929 llegaban noticias sobre una “Asociación Nacional de Trabajadores del Fútbol” desde donde se anunciaba el empeño de establecer contacto con la R.F.E.F. y las distintas Territoriales. Su propósito era acordar un entendimiento, e incluso su inserción en estos organismos, así como dilucidar el marco reservado a su pretendido Comité Paritario de Trabajadores del Fútbol, en su interlocución con la Federación. Toda una ofensa para el ente federativo, tenedor de todos los derechos, como aglutinante de los clubes. Y un “paso hacia el abismo”, en expresión literal de distintos portavoces, que ni por asomo estaban dispuestos a concesiones. Así, sólo cuatro días después (4-IX-1929) la Federación Española anuncia su propósito de implicar al Gobierno en lo que calificaban como “intromisión intolerable de la Asociación Nacional de Trabajadores”. Y reforzando tal postura, el Sr. Cabot, una de las cabezas más claras entre cuantos dirigían aquel fútbol, se pronunciaba con respecto a la Unión de Trabajadores (6 de setiembre). Una semana mal contada fue suficiente para poner en pie de guerra a la patronal del esférico:
“La sindicación de los jugadores, si pretendieran convertir su organización en una fórmula de resistencia, tendrá mal futuro. En cambio si promoviesen la creación de un montepío como fórmula de apoyo y protección gremial, les resultará más fácil llevarlo a efecto. El propósito de equiparar al futbolista con un trabajador, y plantear comités paritarios, me parece absurdo, ya que si los Comités buscan intervenir en modificaciones futbolísticas legales, sería una calamidad difícil de imaginar. Lo de un montepío para jugadores ya se viene estudiando, y hasta se habló al respecto en la última Asamblea.
Sobre la retención del jugador profesional, ahora es mucho más lógico su reglamento que el vigente hasta hace poco para el futbolista amateur, puesto que algunos jugadores se veían obligados a competir en un club determinado si éste no quería cederlo. Hay, en cambio, jugadores que llegan a la inmoralidad y hasta el abuso, exigiendo primas y condiciones exageradas para renovar por su club. Es una mala costumbre, que las grandes entidades deberían cortar de raíz. El mismo F. C. Barcelona, uno de los que abogaron más por la implantación del profesionalismo en nuestro país, no ha sabido luego aplicar el reglamento profesional, encontrándose con casos de resistencia entre su plantilla. Casos que podrían haberse atajado con una firme disciplina. Parece, de cualquier modo, que ahora se han decidido a cortar situaciones intolerables. No, en la generalidad de los clubs no se ha entendido aún qué representa el profesionalismo. En fin, si los jugadores desean una protección o un Montepío, no habrá estridencias, porque el caso está previsto y se viene estudiando desde hace tiempo. Cualquier otra cosa desembocará irremediablemente en una confrontación”.
Por su parte el señor Echaniz, antiguo secretario del Madrid y a la sazón desempeñando idéntico cargo en el Unión Sporting de Madrid, afirmaba entre otras cosas lo siguiente:
“Es prematura la Asociación de Trabajadores del Fútbol, dadas las circunstancias por las que atraviesa este deporte. Me parece muy loable la idea de crear un Montepío profesional, pues proporcionará a los jugadores un medio de vida más allá de su carrera deportiva. Pero los jugadores no tienen derecho a enfrentarse a unos clubes que tan magníficamente les han tratado, salvo raras excepciones. Los directivos nos hemos desvivido por atender a los futbolistas, haciendo que no les faltase nada con respecto a lo estipulado en el contrato. Créanme, sería muy doloroso si ahora los viéramos poniéndose frente a nosotros”.
Tanto toque a rebato entre la patronal deportiva por fuerza debía mostrar su efecto. Bastaron unas pocas jornadas para que los primeros síntomas de debilidad asomaran entre el colectivo de jugadores en lucha. Así, el 13 de setiembre de 1929 se daban de baja en la Asociación, Quesada, Santos, Flores y Ordóñez, todos ellos del Unión Sporting madrileño. Otros muchos, paulatinamente, secundaron su paso atrás, haciendo que el globo se desinflara. El primer anhelo sindical pespunteado desde Madrid se convirtió rápidamente en historia, para alborozo de federativos y prohombres del balón.
Cabría pensar si los futbolistas no desaprovecharon una oportunidad de oro con la proclamación republicana. Bien mirado, se antoja difícil concluir que ninguno de los ya constituidos Sindicatos los acogiese con alborozo. “Hasta las estrellas de fútbol se sindican” -hubiera sido un formidable axioma-. “¿Acaso tú no tienes derechos que defender?”. Pero eran tiempos revueltos. Se hablaba de expropiaciones, de una reforma agraria con ribetes de requisa pura y dura, de redistribuir riquezas. Y aunque entonces las estrellas del esférico ni mucho menos fuesen ricas, quintuplicaban largamente los devengos de muchos jornaleros sin camiseta o pantalón corto. ¿Podía descartarse, acaso, que en medio de tanta confusión ese sindicato se volviera en contra de los más favorecidos? O mejor aún: ¿Podía prosperar el sueño reivindicativo sin el concurso de las figuras más reconocibles? Puesto que la caridad bien entendida empieza por uno mismo, ni a uno sólo de nuestros ilustres se le ocurrió dar algún paso al frente. Como mucho, ciertos amagos no poco espaciados.
Félix Pérez, uno de quienes más abogase por la sindicación desde el vestuario del Real Madrid, allá en los últimos años 20, estaba poco menos que retirado cuando en 1936, durante un banquete para celebrar la consecución del título copero, Ricardo Zamora y Jacinto Quincoces solicitaron la palabra, poniendo sobre el tapete los derechos del futbolista. Su herida sangraba, puesto que ese mismo año un tribunal ordinario había dictado sentencia favorable a Eduardo Ordóñez, medio del At. Madrid y antiguo jugador “merengue”, por impago de haberes. El buen futbolista, que habría de abandonar el deporte para convertirse en figura lírica, saltando como barítono al cartel de varias zarzuelas, trazó sin proponérselo el futuro embrión sindicalista.
Aquellas voces pudieron ser acalladas, entre el jolgorio de un banquete ya con coñac y puros de por medio. Rafael Sánchez Guerra, todavía presidente madridista y político a quien la inminente Guerra Civil llevó primero al exilio mexicano tras unos meses de cautiverio, y luego a vestir hábito de lego dominico en Villava, no era precisamente hombre falto de buenas palabras. Pero el gesto de Quincoces y Zamora anticipaba lo que iba a ocurrir en breve, tras el alzamiento militar, la arriesgadísima maniobra republicana de armar a los obreros como desesperado intento por mantenerse en el poder, y la nauseabunda sangría que habría de asolar durante treinta y tres meses a todo el país. Porque en Cataluña, varios jugadores de segundo rango creyeron ver el instante del ahora o nunca.
Se daba por descontado que la sublevación militar caería por sí sola, que la guerra, en todo caso, iba a ser cuestión de semanas. Y que cuanto se levantara en medio de tanta incertidumbre, entre consignas y voces incendiarias, muy bien pudiera quedar para los restos. Así, mientras los medios se hacían eco de la detención de “aristócratas” por suelo catalán -parte de ellos contabilizados más adelante como víctimas mortales de tanta sinrazón-, se fue pergeñando el primer sindicato abierto a todos los profesionales del fútbol, no sólo jugadores, sino también técnicos, masajistas y empleados de oficina, adscrito a la UGT. Aquella primera directiva presidida por Esteban Pedrol, correoso jugador “culé”, todo pundonor, aunque con técnica muy rupestre, la completaban José Cristiá (vicepresidente), Alberto Sánchez (secretario), Domingo Vilaseca (vicesecretario), Fernando Díez (tesorero), José Luis Zabala, vocal primero y contador, y el internacional españolista Pedro Solé, como vocal simple. Ese “Sindicat de Profesionals del Fútbol”, constituido de forma oficial el 2 de setiembre de 1936, fijó su sede en el local que antes ocupase el “Casal de la Bella Parla”, pudiendo observarse en su balcón, la hoz y el martillo, el emblema de la UGT, y la tipografía del recién nacido ente. Según asegurasen sus directivos, bastaron siete días para contar con casi 200 asociados. Entre ellos, según recogiera la prensa, debían figurar Teruel, Rafael González, Claudio, el portero Iborra, Loyola, Vantolrá o Domingo Carulla, reconvertido ya en entrenador, puesto que al parecer frecuentaban asiduamente esa oficina. Y no parece descabellado suponer que mientras el Sindicat engrasaba su maquinaria, los bulos, o quién sabe si maledicencias acerca de a lo que aspiraban, pudo hacerle daño, puesto que sólo desde tal perspectiva cabe explicarse esta misiva remitida a “El Mundo deportivo”, para su pase a la rotativa:
“Camarada director de El Mundo Deportivo:
Le agradeceremos la publicación de la siguiente nota.
El Comité Ejecutivo del Sindicat de Profesionals del Fútbol hace constar que no ha autorizado a ningún compañero para que haga manifestaciones de ninguna clase, referente a acuerdos tomados o a soluciones para el futuro. Asimismo, que son infundadas las manifestaciones aparecidas en el diario de su digna dirección, referente a que hemos tomado el acuerdo de declararnos libres, sin compromiso alguno con nuestros clubes respectivos. Otra cosa es que hayamos abolido por completo el derecho de retención.
El Sindicat de Profesionals del Fútbol, cuyo local social ha quedado instalado en Claris, 38, principal, ruega a todos los compañeros profesionales del fútbol, entrenadores, jugadores, masajistas, que pasen por el local social para recibir nota de los acuerdos adoptados”.
Firmaban Pedrol y Sánchez, como presidente el primero y secretario el segundo.
En efecto, la primera medida sindical consistió en dar por abolido el derecho de retención, advirtiendo tanto a los clubes como a la Federación Catalana que no se iniciaría ninguna Liga o torneo, sin que todos asumiesen el órdago. Igualmente se comprometían a respetar la vigencia de cuantos contratos se hubieren firmado ya, pero eso sí, previa revisión de sus cláusulas. Trataban de evitar subterfugios muy comunes y claramente lesivos para los futbolistas ante cualquier litigio, como era apalabrar cantidades económicas mensuales o anualidades muy superiores a lo reflejado contractualmente. Ninguno de los documentos ya firmados o por rubricar sería validado sin el correspondiente visto bueno sindical. Por otra parte, los clubes que mantuvieran alguna deuda con sus jugadores, técnicos o masajistas, no podrían inscribirse en ninguna competición. Aunque en claro gesto de buena voluntad y ante las dificultades del momento, se daba por válido un reconocimiento de deuda y el compromiso de liquidarla en plazo breve.
Todo eran ventajas para los profesionales, y un trágala para clubes y Federación. Más que un sindicato reivindicativo parecía echarse al camino una apisonadora de amplio tonelaje. Sin duda consciente de ello, Esteban Pedrol anunció no tener intención de perjudicar a ningún club, ni pretender dirigirlos por el expeditivo método de recurrir a incautaciones. Un punto sobre el que si bien se ha escrito, dándolas por realizadas, hasta hoy no ha podido mostrarse ningún pliego u orden confirmando tal supuesto. Resulta innegable que varios afiliados al sindicato participaron en alguna incautación, incluidas las del Español y Barcelona, donde el propio Pedrol acabaría gozando de un cargo directivo. Todo induce a suponer, pues, que las actuaciones de ese puñado de futbolistas respondieron no a directrices sindicales, sino al libre albedrío personal.
Más problemas surgieron con la nueva Federación Catalana, a la que en cierta medida también se pretendía fiscalizar. El 12 de setiembre de 1936, se reunieron con los sindicalistas Pedrol y Alberto Sánchez, los federativos Peiró, Pi, Eroles y Guardia, acordando que el órgano representativo de los profesionales contara con un miembro en el Comité Ejecutivo de la Federación, otro en el Comité de Competición, y que el Consejo Regional de Apelación quedara distribuido a partes iguales entre federativos y sindicados, a razón de cuatro voces y votos cada uno. Para evitar suspicacias, su presidente no podría detentar cargos en ningún club y su papeleta tendría carácter decisorio ante los presumibles casos de empate. El capítulo económico parece tuvo mucho que ver en la composición del Campeonato Catalán, compuesto por dos grupos: Primera “A” (6 equipos), y Primera “B” (con 8). Se adujo que ampliar el número de contrincantes resultaría económicamente muy lesivo, si no del todo insostenible.
Pronto surgieron cuestiones especiales, implicando a jugadores residentes en Cataluña que durante el ejercicio anterior hubiesen competido en otras regiones, o viceversa. Los catalanes Miró, Oró y Ribas, que acababan de competir con el Murcia, anunciaron públicamente su decisión de considerarse libres. Y otro tanto el gallego Chas, que jugaba en el Club Deportivo Español. ¿Qué podía entenderse como jugador catalán? ¿El que compitiera en clubes de la Territorial catalana, o únicamente los catalanes de nacimiento o naturaleza, cualquiera que fuese el lugar donde desarrollaran su actividad? Finalmente por salir del charco, la Federación Catalana declaraba en libertad a todos los futbolistas que no hubiesen renovado contrato con su anterior en fecha anterior al 23 de setiembre de 1936, anticipándose en un día al escrito remitido desde la Española, según el cual todo futbolista perteneciente a entidades de la zona rebelde quedaba autorizado a fichar por cualquier otro, si éste se hallase en áreas republicanas.
No debe sorprender tamaña capitulación de la “patronal” futbolística, impensable hoy día, pero harto justificada durante el verano de 1936, cuando distintas organizaciones ácratas o de izquierda radical incautaban comercios de toda índole, vehículos, industrias, viviendas, palacetes, hoteles y, naturalmente, clubes de fútbol. Máxime, mientras milicianos de esas mismas organizaciones exhibían su fuerza por las calles, armados con fusiles procedentes de arsenales militares(1). Tanto la Federación Catalana como sus más señeros clubes operaban ya bajo control y vigilancia de los incautadores, las mismas siglas, en suma, que ahora avalaban el balbuciente sindicato. Denominar negociación a las conversaciones mantenidas entre representantes de ese embrión sindical y el órgano federativo, constituye puro eufemismo.
El primer gran pleito resuelto favorablemente al sindicato, gracias a la equiparación de fuerzas en el Consejo Regional de Apelación, tuvo por protagonista a su secretario, Alberto Sánchez, muy modesto futbolista que compitiera con el equipo “B” del F. C. Barcelona a lo largo del ejercicio 1935-36, hasta lesionarse en una rodilla.
Como tantos otros jóvenes con el servicio militar pendiente, su contrato recogía que el importe de la “cuota”(2) corría a cargo de la entidad. La directiva “culé”, en efecto, había satisfecho el primer plazo, pero se negaba a aflojar las 750 ptas. correspondientes al segundo y último, argumentando que carecía de todo sentido hacerlo, cuando su jugador fue excedente de cupo. Es decir, que se había librado de ir a la mili. Para Sánchez, aquel contrato iba a misa. Daba igual si no debía entregar esas 750 ptas. a un tercero, ocupante de su plaza en el ejército. Aquella cantidad equivalía a una ficha y lo natural era respetarla. Además, el club le dio de baja el 30 de junio, hallándose lesionado, sin seguir una costumbre generalizada consistente en prolongarle el vínculo, al menos hasta que estuviese en condiciones de seguir compitiendo. Pues bien, el Consejo de Apelación sentenció contra el Barça. Y no sólo obligándole a abonar las ya citadas 750 ptas., sino otras 610, importe del sastre militar por un uniforme que ya nadie usaría, si no era en Carnaval, más tres mensualidades íntegras, tiempo previsto de tratamiento en la Mutual, y el 50 % de tres más, eventualmente necesarias para una completa recuperación.
A los clubes, conforme resultaba obvio, les tocaba jugar sistemáticamente en campo ajeno y ante árbitros poco imparciales. El viejo anhelo de un sindicato de futbolistas nacía viciado y con pocas posibilidades de arraigo.
Bien pronto la terca realidad bélica, traducida en llamadas a filas, cierre de competiciones y sustitución de las mismas por esporádicos partidos sin otro afán que el recaudatorio con fines políticos, añadida a una gira del F. C. Barcelona trufada de deserciones tanto en México como en Francia, iba a encargarse de aguar el proyecto sindical. Iborra o el extremo internacional Martín Vantolrá, así como otros muchos entre las dos centenas de afiliados, ya ni siquiera estaban en España. Aquella flor de un día, marchita y sin perfume, apenas si fue un recuerdo vago tras el triunfo de los militares alzados. Luego la ilegalización de UGT o cualquier otro sindicato, a mayor gloria del vertical falangista, los ajustes de cuentas y una reanudación de actividad balompédica con saludos brazo en alto y vítores a Francisco Franco, sirvió de ataúd al reciente pasado. La segunda intentona sindical, reducida al ámbito catalán, acababa de rodar sin puntilla.
Tras la caída de Barcelona, desde las linotipias sometidas al bando “nacional” hubo abundancia de venablos dirigidos no ya contra los sindicalistas, por sus recientes veleidades, sino a todo el colectivo de jugadores en el extranjero: “Llegará la hora de ajustar cuentas con esos malos españoles, cuando vuelvan a matar su hambre en la saciedad española”. “Marca”, portavoz deportivo de los triunfadores, repasaba algunos de aquellos nombres, para que el aficionado no pudiera olvidarlos fácilmente: “En Francia se hallan jugando los barcelonistas Balmanya, Raich y Zabalo, y en México casi la totalidad del equipo: Iborra, Rafá, García, Vantolrá, Urquiaga y Gual”. Otros medios se hacían lenguas sobre los restos en Argentina y México del naufragado Euzkadi; los Blasco, Pablito, Cilaurren, Zubieta, Iraragorri, ambos Regueiro, Lángara, Emilín… Tenía no poca gracia hablar de saciedad en una España famélica, cuando el año 1940 registró el mayor número de defunciones en todo el siglo XX. En Argentina se pasaba tanta hambre, que seis años y medio después su presidente Juan Domingo Perón resolvería no pocos dramas domésticos haciendo llegar a nuestros puertos buques cargados de trigo, patatas, carne y demás alimentos no perecederos.
“¿Son rojos o son nacionales? -se preguntaba “Marca”, acerca de los “culés” emigrados-. Hay diversidad de opiniones, si bien la mayoría llegan acordes a la misma conclusión: que son unos frescos, jugando a dos cartas en espera de decidirse con toda clase de seguridades por una de ellas; la que gane”. El mismo medio criticaba al fútbol catalán, “mediatizado por unos arribistas”, si bien su argumentación valía para tantas otras regiones del bando triunfador y no pocos futbolistas más: “Cataluña ha visto casi todos sus deportes desaparecidos por completo. El fútbol fue el único que pudo sostenerse a base de equipos llamados militares, ya que quienes los integraban quedaban exentos del servicio en las trincheras, y de los peligros que atizaba el tristemente célebre Negrín”. Del Sindicat de Profesionals del Fútbol ni una palabra. Como si nunca hubiera existido, y sus efímeros logros constituyesen una ensoñación. Al fin y al cabo nunca ejerció como sindicato de clase, y nadie pudo mostrar pruebas sobre su hipotética vinculación en las incautaciones deportivas. De haber surgido alguna, la suerte de Pedrol, por ejemplo, hubiera sido otra. Desde luego sufrió represalias. Las reservadas a cuantos como él optaron por contemplar desde Francia el desarrollo bélico, tras la gira azulgrana por México. Un año en blanco, sin paso por la cárcel como otros muchos sindicalistas, especialmente del agro, la industria, el funcionariado o la enseñanza. Sus días de presidencia en el Sindicat no comportaron penalidades suplementarias.
Ya en la campaña 1940-41, con 31 años y casi cuatro de paro deportivo, volvió a descolgar las botas con muy escaso provecho. Algún choque amistoso y un solo partido de Liga le sirvieron de despedida. Como suele ocurrir a todos los jugadores enérgicos, de mucho físico y pobre técnica, su merma de facultades acentuó hasta lo indecible anteriores carencias. Una vez retirado se dedicó al ajedrez, con más que notables resultados, sin desoír esporádicas llamadas de su club azulgrana para ejercer funciones técnicas.
Transcurridos 20 años, el panorama balompédico apenas había cambiado para los profesionales del fútbol, no sólo en nuestro país, sino en prácticamente todo el orbe. La catastrófica II Guerra Mundial, el enorme esfuerzo de reconstrucción europeo y una suma de economías debilitadas pugnando por el apuntalamiento a costa de múltiples sacrificios, convirtieron la pura supervivencia en objetivo esencial, si no único. Mediados los años 50, aún podían verse ruinas en grandes urbes del viejo continente. Italia fichaba extranjeros, ciertamente, pero el fútbol alemán, semiprofesional tan sólo, ni siquiera estaba en condiciones de disputar un torneo al uso, que abarcase todo su territorio. América, que apenas si fue azotada por ese inmenso descalabro y parecía atar a los perros con longanizas, tampoco es que tratase bien a sus artistas del cuero. En Argentina, un día, las grandes estrellas decidieron plantar cara a clubes y Federación, entendiendo pisoteados todos sus derechos individuales y colectivos. A la declaración de huelga se respondió con el ascenso de jóvenes canteranos. “¿Lo veis? -retaron dirigentes de Boca, River, San Lorenzo, Newell´s, Rosario, Estudiantes o Independiente-. No sois imprescindibles. El público sigue acudiendo a los estadios. Os moriréis de hambre mientras nosotros reducimos deudas, porque vuestros sustitutos nos salen más baratos”. Y aquellos jugadores argentinos optaron por enrolarse en clubes de México, Chile, Perú, o sobre todo Colombia, desvelando el sueño de muchos jerarcas en la F.I.F.A., ante el efecto que pudiera tener su rebelión en otros rincones del planeta. Distintas voces ponían en solfa el derecho de retención, argumentando que los jugadores no dejaban de ser sino esclavos muy bien remunerados. Como contrapeso, desde casi todas las Federaciones se maniobraba contra cualquier conato de activismo sindical.
Avanzados los años 50 del pasado siglo, cuando el Real Madrid comenzó a importar grandes astros extranjeros, uno de ellos, francés, pero descendiente de mineros polacos, hizo saber que en su país tampoco se respetaban los derechos del futbolista. Donde otrora tuvo lugar la revolución que cambiase el mundo, seguía pendiente una nueva y deportiva toma de la Bastilla. “No somos objetos, aunque se nos trate de ese modo. Hay jugadores que ni siquiera pueden opinar sobre el club al que deciden traspasarlos. Te vas a Le Havre, les dicen. O a Montpellier, Estrasburgo, Burdeos o Metz. Es mejor para ti, porque aquí ya no tienes sitio. Si eso se lo hiciesen a un obrero, podría desvincularse de la empresa y pedir trabajo en otra. A los futbolistas no se nos consiente. Negarnos a colaborar con ese mercado de carne humana implica la descalificación. Se nos receta el desamparo, la nada. A ningún ingeniero, contable, abogado, mecánico, chófer o carpintero, se le impide seguir desarrollando su profesión. ¿Por qué se nos puede hacer a nosotros? ¿Por qué las autoridades lo consienten? ¿Acaso el Derecho no rige para los profesionales del fútbol?”.
Raymond Kopa tenía fama de díscolo, al otro lado de los Pirineos, de hombre problemático y agitador. Él mismo reconoció esto último más de una vez, y expuso razonamientos en una biografía que ni siquiera causó gran impacto. Quien más y quien menos consideraba que a los hombres del balón les sobraban quejas y lágrimas. Si tanta envidia les inspiraba el resto de los mortales, podían empezar reduciendo sus saldos bancarios, llegó a escribirse.
Pero en el universo futbolístico no faltaban argumentos para tocar a rebato. Aparte de las estrellas, había toda una galaxia de jornaleros mucho peor pagados y tan sometidos como los grandes ídolos a la tiranía de ese trato esclavista. Gente que si sufriera una lesión incapacitante debía apañárselas a la buena de Dios o, en el mejor de los casos, cumplidas las 30 ó 32 primaveras verse impelidos a improvisar otra existencia, sin grandes conocimientos ni habilidades. ¿Tan reprochable era su deseo de obtener réditos ante eventuales alzas en su cotización? ¿Por qué cuanto estaba bien visto entre honorables padres de familia, se antojaba despropósito para gentes de camiseta y pantalón corto?
Ya en 1967 continuaban sin reconocerse los sindicatos de futbolistas en Francia, Italia, Portugal, Holanda, Alemania, Grecia, Austria, Suiza, y por supuesto España. Bélgica había creado uno, todavía precario. En los países escandinavos, la Unión Soviética y sus satélites, los futbolistas seguían siendo teóricamente amateurs; más próximos a la realidad, por cierto, los daneses, suecos, noruegos y finlandeses, que los de Moscú, Leningrado, Sofía, Belgrado, Budapest, Odessa, Kiev o Minsk. Europa daba muestras de envidiable recuperación, y hasta Alemania Occidental gozaba de una Bundesliga de grupo único. Parecía buen momento para que los anhelos de sindicación merodeasen nuevamente en derredor de la pelota, aunque los grandes clubes del continente, sin excepciones, se debatieran entre una catarata de números rojos y amenazas de quiebra. Al menos es lo que pensaron desde la Federación Internacional de Sindicatos.
“El deporte en general, y el fútbol en particular, es actualmente una profesión que, además de juego, representa un espectáculo”, aseguró el 5 de junio su presidente, el belga M. Roger Blanpain, durante una conferencia en Milán. “Profesionalismo significa que quienes poseyendo cualidades para jugar al fútbol puedan dedicarse a su preparación, sabiendo garantizado su pan de cada día. El deporte, especialmente el fútbol, se ha convertido en un bien público, no sólo por cuanto representa para el prestigio nacional, sino como fundamento de una política saludable”.
Blanpain añadió igualmente: “En numerosos países, los futbolistas profesionales se baten por una organización sindical garante de sus derechos laborales y salarios decentes. Luchan, sobre todo, para convertirse en hombres libres mientras desarrollan una profesión libre. En la mayoría de los países ni siquiera se respetan los derechos de defensa que a todo el mundo civilizado asisten”. Y como colofón esbozaría los tres puntos que a su entender merecían convertirse en andamiaje de cualquier programa sindical deportivo: “Libertad de trabajo, seguridad del porvenir, y el derecho a controlar tanto las asociaciones como las mismísimas Ligas nacionales”.
Algunos medios españoles recogieron su alocución en las páginas deportivas. Otro, al menos, en las de Economía. Aunque lo cierto es que mayoritariamente mereció escasa cobertura en letra impresa. Y por una vez nada tuvo que ver en ello la censura gubernamental, infinitamente más suave desde que Fraga Iribarne se aviniese a retocarla. Esa sordina respondía sólo al puro desinterés, cuando tan arraigado estaba por nuestros pagos un comodín igualmente válido para rotos y descosidos: “¡Estas cosas aquí no pasan!”.
“España es diferente”, rezaba un slogan turístico que hizo furor. Y aunque la frase, todo un hallazgo para atraer divisas fuera sustituida por otra más tentadora –“España, un lujo a su alcance”-, buena parte de aquellos españoles concluyeron convencidos de que, en efecto, nada era igual a partir de la vertiente pirenaica Sur. Franco, arrinconada buena parte del viejo aparato falangista, gobernaba sin sobresaltos. De hecho en 1964, tres años antes de que el sindicalista belga hubiese agitado las aguas deportivas, celebró sus bodas de plata en el poder, maquillando la efeméride, eso sí, como “Conmemoración de 25 años de paz”. Cada primero de Mayo, asistía a la demostración sindical en el Estadio Santiago Bernabéu, donde “productores” de distintas provincias desarrollaban tablas gimnásticas corales, desfilaban como en una pequeña Olimpiada y los coros y danzas de la Sección Femenina anteponían sus jotas, sevillanas, muñeiras o sardanas, durante dos o tres interminables horas televisadas en blanco y negro, al ritmo de “Los Sirex”, “Los Cinco Latinos”, Bruno Lomas o “Los Relámpagos”, el acento meridional de Manolo Escobar, aún sin perder el carro, los tangos de Carlos Acuña, la trompeta de Rudy Ventura y las baladas del “Dúo Dinámico”, José Guardiola, Luis Gardey, Raphael o Michel, solista valenciano aclamado en Moscú, como tenían perfectamente aprendido cuantos presentadores asomaban por la pequeña pantalla. El belga Blanpain podía decir cuánto le pluguiese, que aquí imperaba un sindicalismo vertical bien empesebrado. Nuestros futbolistas, además, tenían poco de revolucionarios. Nadie perturbaba la paz española.
O eso se creía, hasta que mediado enero de 1968 el internacional Chus Pereda (Jesús Mª Pereda Ruiz de Temiño, Medina de Pomar, Burgos, 15-VI-1938), hablase medio al desgaire sobre la conveniencia de crear un sindicato futbolero.
El eco de sus palabras tuvo mucho de aldabonazo. “¿Es posible un sindicato para jugadores de fútbol?”, se preguntó desde un recuadro editorial el diario deportivo “Marca”. “¿Un sindicato de millonarios?”, tituló otra cabecera. “Lo lamento, pero yo no puedo sentir compasión hacia ellos”, enfatizó, a manera de cierre para su columnita, uno de los comentaristas más celebrados. Volvía a cernirse sobre los jugadores la imagen de jóvenes y aclamados héroes, mozalbetes caprichosos, distantes de la realidad nacional, en razón de su éxito social y económico prematuro, cuando en verdad les sobraban motivos de reivindicación. Para empezar, no cotizaban siquiera a la Seguridad Social. Sus clubes tenían suscritas con determinadas clínicas distintas pólizas asistenciales, la Mutualidad de Futbolistas se ocupaba de intervenciones recurrentes y cuantías indemnizatorias no ante casos de incapacidad, sino de mutilación grave o deceso. Y todo ello se traducía en claras diferencias de diagnóstico, tratamiento y pronóstico para el colectivo, a tenor de la capacidad económica de aquellas entidades. Numerosos elementos de 1ª y 2ª División tuvieron que correr durante el reciente pasado con el costo de intervenciones quirúrgicas privadas. Un solemne disparate, tratándose, como se afirmaba tan a menudo, de privilegiados.
Tampoco faltaron oportunistas con buen olfato, encabezados, como no podía ser de otro modo, por responsables del Sindicato Nacional del Espectáculo, rama, no lo olvidemos, de la única y vertical organización consentida desde el Movimiento. Así, a partir del 17 de enero de 1968, los futbolistas de 1ª comenzaron a recibir un escrito en los siguientes términos:
“El Sindicato Nacional del Espectáculo, y especialmente su sección de Deportes, viene observando con atención y sumo interés, desde hace ya mucho tiempo, las justas aspiraciones y propósitos que se han venido exteriorizando en diferentes ocasiones por algunos futbolistas muy destacados, que propugnan la fundación y establecimiento de una agrupación o asociación de carácter profesional, que venga a encauzar y resolver una serie de importantes problemas planteados en el seno de esta extendida rama del deporte. La previsión y seguridad asistencial, así como la defensa y apoyo en el ejercicio de los derechos profesionales, son materia de especial preocupación que recientemente ha vuelto a ponerse de actualidad con las declaraciones formuladas por un popular y aplaudido jugador azulgrana; declaraciones que se han difundido por los órganos de la Prensa especializada, con amplia repercusión en los demás medios informativos.
Por ello, estimando justa y muy razonable la aspiración, consideramos que ha llegado el momento de ponernos a disposición de los futbolistas españoles, ofreciéndoles nuestra colaboración y experiencia, tal y como ha venido haciendo el Sindicato con otros artistas profesionales, que hoy ya disponen de sus correspondientes y respectivas Agrupaciones y Organizaciones. Los matadores de toros, los artistas de cine, los directores-realizadores de películas, los apoderados taurinos, por no citar otros muchísimos, mantienen en fecundo y ventajoso funcionamiento sus propias asociaciones profesionales, que ellos mismos gobiernan y dirigen a través de toda nuestra geografía nacional, utilizada la extensa red montada en nuestros Sindicatos provinciales, comarcales y locales; servicios y Organización que también ustedes, los futbolistas españoles podrán utilizar, tan pronto como consideren y estimen oportuno.
A tales fines, en nombre de nuestro presidente nacional, don Jorge Jordana de Pozas -cuya juventud y estrecha vinculación al deporte constituyen suficiente garantía-, le ofrezco a usted y a todos los profesionales del fútbol-espectáculo, nuestra entusiasta colaboración para poner en marcha la Asociación Profesional de Futbolistas, en cuya fundación y establecimiento son muchos ya los que se manifiestan interesados.
En cualquier caso nos gustaría mucho recibir sus noticias y sugerencias”.
Resumiendo: Asociación sí, pero nada de Sindicato específico. Aun con particularidades, debían compartir mantel con toreros, artistas de cine y teatro, tonadilleras, músicos, chicas de varieté, funambulistas, domadores de circo, payasos y bailarines.
Un día después, todos los kioscos vomitaban comentarios y opiniones. Básicamente, cada cual defendía lo suyo: “Crear una Asociación me parece bastante absurdo, en un caso tan particular como el de los jugadores -sintetizó el Sr. López Ruiz, director de la Mutualidad de Futbolistas-. Hablar de jubilación, por ejemplo, cuando se retiran a edad tan temprana, resulta ingenuo. Nuestra Mutualidad tiene un Consejo y una Comisión rectora, así como 18 delegaciones provinciales encargadas de tramitar asuntos. Al 31 de diciembre la cifra de afiliados alcanzaba los 122.110, incluyendo preparadores, árbitros, masajistas, etc. Atendemos la pérdida de salarios a causa de lesiones y no existe diferencia de trato entre profesionales, aficionados o juveniles, por más que, lógicamente, sean los profesionales quienes paguen cuotas superiores”.
El presidente de Barcelona, Narciso de Carreras, era abiertamente refractario: “No quiero opinar hasta que se pronuncien el Delegado Nacional de Educación Física y Deportes y el presidente de la F.E.F. Pese a todo no me lo tomo en serio. ¿Realmente cabe alguna relación entre un sindicato y los futbolistas?”. Sancho Dávila, expresidente federativo y en ese momento vicepresidente del Sevilla C. F., puso el dedo en la llaga: “Habrá que ver cómo se promulga la nueva Ley Sindical y entonces, sin distinción de categorías, podrán llevarse a cabo cuantas gestiones sean precisas, a través de la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes y los clubes. Me extraña, no obstante, que parezca pretenda darse cobertura tan sólo a los de 1ª División, cuando son los menos necesitados de asistencia”. Desde el sindicato vertical se saldría al paso, entonces, puntualizando que estaban preparando otro escrito dirigido a los demás jugadores profesionales. Pereda, campeón de Europa en 1964, se mantenía en sus postulados: “Sigo en mi idea de agruparnos los profesionales del fútbol en un organismo nuevo. Lo que pueda ser finalmente, no seré yo sólo quien lo decida; tendrá que hacerse entre todos”.
Una realidad, empero, se imponía a cualquier opinión: los futbolistas deseaban algo más que una asociación. Y por supuesto ni se planteaban quedar encerrados en un cajón de sastre, junto a toreros, cupletistas, tragasables o conjuntos de la entonces denominada música “ye-yé”. ¿Razones? Cierta noticia del mismo día 18 puede proporcionarnos la clave:
“El presidente del Sindicato Nacional del Espectáculo, don Jorge Jordana de Pozas, ha hecho entrega ayer al gobernador civil y jefe provincial del Movimiento de Madrid, don José Manuel Pardo de Santayana, de un cheque por valor de 120.000 ptas., cantidad a que asciende la recaudación del partido de fútbol jugado el día de Navidad del pasado año entre toreros y artistas.
El encuentro fue organizado por el citado Sindicato, donde se encuentran encuadradas ambas actividades, para incrementar las cantidades asignadas a la Campaña de Navidad patrocinada por el Gobierno Civil de Madrid. Estuvieron presentes el actor Ángel de Andrés, el presidente del Rayo Vallecano, don Pedro Roiz, que cedió el campo, y el administrador del Sindicato, don Rafael Roja”.
¿Podían sentarse los futbolistas, codo a codo, con quienes tomaban el balón a modo de charlotada? Uno ya veterano, de los que desde hacía dos años venía anunciando su posible retiro, expuso en palabras lo que muchos compañeros pensaban: “Conmigo que no cuenten para lidiar becerros o subirme al cuello de algún elefante. O el Sindicato es otra cosa, o no será nada para mí”.
Transcurridas 24 horas desde la polvareda que levantase aquella interesada invitación del Sindicato franquista, Alfredo Rueda conseguía entrevistar a “Chus” Pereda. Y la voz que agitase unas aguas hasta entonces tranquilas, lejos de abordar caminos mil veces trillados, hizo gala de tanta ponderación como espíritu didáctico.
De entrada, aseguró no ver en el Sindicato -el vertical, se entiende-, a una hipotética Agrupación de Jugadores Profesionales, puesto que ni siquiera había imaginado un enrolamiento en el Sindicato del Espectáculo. “Creo que donde sí debíamos estar como Agrupación -dijo-, es bajo la tutela de nuestra Federación y la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes. El deporte profesional posee un marco específico dentro del propio deporte”. Con respecto a su idea acerca de la Agrupación, expuso: “Representa una llamada para todos los futbolistas profesionales de Primera, Segunda y Tercera División. Es un hecho que atraídos por el espejismo del fútbol, muchos jóvenes abandonan estudios o su futura capacitación profesional. Y son incontables los que no tienen suerte. Además, quienes como consecuencia de una lesión o enfermedad se ven fuera del deporte que para ellos lo ha sido todo, acaban a menudo en tierra de nadie. Deberíamos crear un seguro que les garantizase la continuidad de estudios pagados, así como una suma razonable, o incluso capacitarse en un oficio si tienen habilidad manual. Yo sólo he recogido un sentimiento que anima a los jugadores. Alguien debe lanzar la idea y estoy dispuesto a aportar mi experiencia de futbolista. Lo que no puedo hacer, lógicamente, es indicar qué estructura legal resultaría más conveniente, o extenderme sobre la línea económica de nuestra agrupación. En tal sentido será preciso el consejo de personas capacitadas, conocedoras de la materia”.
Con deficiencias respecto a la futura planificación del empeño, o sin ellas, el para entonces muy cuajado interior, puesto que próximo a la treintena cubría su penúltima temporada en el Barça, ya había echado cuentas: “Algo, sin embargo, tengo muy claro. Si somos 4.000 jugadores de fútbol profesionales, pagando 1.000 ptas. cada uno tendríamos un fondo inicial de 4 millones. Esa cantidad y sucesivas aportaciones, daría para que nosotros mismos remediásemos nuestros problemas asistenciales, sin duda el punto más importante. Luego la Agrupación también contempla otros horizontes que no juzgo oportuno comentar. Pero es obvia la necesidad de defensa de los futbolistas. Actualmente, por ejemplo, son muy bajos los devengos por fallecimiento e inutilidad”. Y con el claro propósito de no levantar suspicacias, remataba: “No se trata de crear una fuerza de presión sobre los clubes ni sobre nadie. Y muchísimo menos apartarnos del deporte”.
Abreviándolo un poco, muy conscientes del marco en que se movían, los jugadores trataban de apostar por un órgano asistencial auto gestionado, antes que por el combativo sindicalismo de clase. Tal vez entre los proyectos de futuro no desvelados estuviese su integración en la Seguridad Social. O establecer límites sobre el derecho de retención, herramienta que todos, sin la más mínima excepción, consideraban inicua. Pero no hubo modo de saberlo, porque la idea iba a encontrar múltiples obstáculos.
Tras rubricar 5 goles en los 21 partidos de Liga que Perada disputase como azulgrana durante el ejercicio 1968-69, fichó por el Sabadell para el de 1969-70. Pudo vérsele tan poco luciendo el blanco y azul arelequinado, que algunos medios aventuraron su retirada. No queriendo darles la razón, aún se mantuvo en la brecha dos temporadas más con el R.C.D. Mallorca, ya en 2ª División. 53 partidos de Liga y 7 goles sirvieron de broche a una formidable carrera de 18 campañas, con 8 camisetas distintas, además de las rojas y azules de nuestra selección nacional. Continuaba activo, por lo tanto, cuando despuntando el verano de 1972 la Agrupación de Futbolistas estuvo más cerca que nunca de hacerse realidad. Luego viviría una larga etapa como seleccionador nacional de juveniles y Sub-21.
Para cuando Javier Clemente, recién designado seleccionador nacional absoluto lo puso en la calle con malos modos (1994), llegando a manifestar “cobra demasiado para lo poco que hace”, ya había visto nacer no una Agrupación, sino el Sindicato que tanto añoraba.
Otra historia merecedora de una atención que los comentaristas de nuestro deporte rey prefirieron abordar desde la inmediatez, y raramente a posteriori, con la muy necesaria perspectiva.
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(1) .- El anecdotario de aquellos infaustos días resulta interminable. Vivir o morir respondía, a veces, a la pura casualidad, el capricho, o los reflejos fruto del más primario instinto de supervivencia. Con el destino de vidas y haciendas en manos revanchistas, a menudo carentes de toda preparación y conscientes de hallarse por encima del bien y el mal, cualquier conato de enfrentamiento resultaba temerario. A ese respecto puede servir como botón de muestra el mal trago de cierto cura, profesor de Religión en Madrid, que según narrase Mercedes Maraver, una de sus alumnas, salió bien librado gracias a la incultura de quienes nada bueno le reservaran:
“Un día fueron los republicanos a su casa. Les habían dado un chivatazo e iban dispuestos a llevárselo. Le dijeron: “Nos han contado que usted es cura”. Él contestó: “Yo soy presbítero”. Ellos, entonces, se dijeron entre sí: “¿Ves? Si ya te había dicho yo que éste no tenía cara de cura”. El sacerdote volvió a asegurar que era presbítero y se salvó de esa manera”.
(2) .- La cuota era una cantidad económica predeterminada que cualquier soldado con posibles podía entregar al Estado (1.500 ptas.), para que otro ocupara su puesto. Además de desvirtuar el concepto de servicio militar obligatorio, semejante triquiñuela consentida profesionalizó, de facto, un ejército compuesto mayoritariamente por campesinos sin tierra, desarraigados carentes de oficio y gente con mal porvenir, en tanto rentistas, buena parte de la burguesía, e incluso menestrales acomodados, libraban a sus vástagos de una suerte arriesgada estando tan fresco el recuerdo de la sublevación rifeña, las correrías de Abd El-Krim, el desastre de Anual, los bombardeos sobre Melilla y la batalla de Uarga. Los futbolistas, por su parte, descubrieron junto a la pelota una curiosa vida simbiótica. Ellos se libraban de año y medio azaroso, al tiempo que los clubes podían seguir contando con su concurso.