RESUMEN:

El debate sobre el fútbol en los Juegos Olímpicos es animado y polémico, aportamos una visión historiográfica sobre el tema.

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La muy discutible categoría internacional “Olímpica”

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No hace mucho, durante una jugosa conversación con Jorge Valverde, magnífico documentalista e historiador del fútbol asturiano, surgió el espinoso tema de las internacionalidades “Olímpicas”. “Es absurdo citar a Fulanito o Menganito como internacional Olímpico -debatía él, y yo mostraba mi acuerdo-. ¿Desde cuándo una competición otorga rango y categoría a quienes en ella participan? Si así fuere, tendríamos que hablar de futbolistas “coperos”, o hasta “veraniegos”, aludiendo a quienes disputaron aquellos torneos de pretemporada tan abundantes un par de decenios atrás”.

Imposible defender una posición contraria, puesto que, en efecto, no distinguimos entre internacionales absolutos, “mundialistas” o “uefos” -con perdón del término- aludiendo a quienes compitieron en los torneos globales o continentales para selecciones nacionales. De igual modo, tampoco se habla sobre jugadores “champion”, “libertadores” o “universales”, para distinguir intervenciones en la Champions League, la Copa Libertadores o el Mundial de Clubes. Si acaso, a la hora de glosar la trayectoria deportiva de tal o cual estrella, añadiremos al cómputo total de participaciones alguna frase tipo: “de ellas “X” partidos del Campeonato Mundial”, “Y” de la Copa de Europa, y “Z” correspondientes al Mundial de Clubes”. El amigo Valverde, ya lanzado, argumentaba: “Pues por la misma razón, habrá internacionales absolutos, Su-21, Sub-19, ó Sub-17, y hasta “Sub-23”, ¿pero considerar “olímpicos” a quienes ni siquiera estuvieron presentes en unos Juegos, porque su selección quedó eliminada en la ronda previa?”.

Ahí, precisamente ahí, radica el problema de los “internacionales olímpicos”. En su dificultad de encuadre. Porque si hubo una competición bastarda, reñida con cualquier principio de equidad y tramposa respecto al movimiento olímpico, en teoría tan beligerante por cuanto a la pureza amateur, esa fue la del fútbol desde que el historiador y pedagogo galo Pierre de Coubertin decidiese recuperar del clasicismo griego los Juegos Olímpicos.

Vaya por delante que nuestro deporte rey no estuvo presente, al menos de forma oficial, en los primeros Juegos. Aun sin el imprescindible apoyo documental, parece sí rodó el balón en Atenas (1896), entre un combinado ateniense y otro de Esmirna, entonces imperio otomano, resuelto con victoria turca. Y al menos otro en que una formación nórdica aplastó a los “sportmen” de Esmirna. París (1900) y Saint Luis (USA), en 1904, albergaron choques de exhibición nunca reconocidos por nadie, pese a que el Comité Olímpico Internacional, tan dado a desdecirse y enmendar errores con alardes de arbitrariedad e incongruencia, diese por buenas, muy a posteriori, las medallas otorgadas a equipos de Bélgica, Francia, Canadá, Inglaterra y Estados Unidos, contendientes en aquellas dos lejanas ediciones. Fue en los Juegos de Londres (1908) donde Dinamarca y Francia se enfrentaron oficialmente por primera vez, no ya en una “Olimpiada”, sino en el primer torneo internacional de fútbol así reconocido. Los daneses golearon al débil equipo galo por 9-0 en el estadio Shepard Bush (19-X-1908), partido que pasaría a la historia, aunque días después el medallero se lo repartiesen el Reino Unido (oro), Dinamarca (plata) y Holanda (bronce). España no intervino hasta 1920, en Amberes. Y ese primer partido de los nuestros en los IV Juegos Olímpicos, ante Dinamarca (29-VIII-1920, en Bruselas), supuso al mismo tiempo el debut del recién creado equipo nacional. Ricardo Zamora, Luis Otero, Mariano Arrate, José Samitier, Belauste, Eguizábal, Pagaza, Félix Sesúmaga, Patricio Arabolaza, Pichichi y Acedo, se impusieron por un ajustado 1-0, siendo el irunés Patricio autor del gol, luego de que durante el primer tiempo ya se le hubiera anulado otra diana. Los belgas, finalmente, serían medalla de oro. España, con la de plata festejada como un gran logro, dejó por detrás a Holanda (bronce) e Italia, cuartos, sin metal y con gran desconsuelo.

Equipo español que acudiría a los Juegos Olímpicos de Amberes. Aquellos partidos de fútbol contaron siempre como internacionalidades absolutas.

Equipo español que acudiría a los Juegos Olímpicos de Amberes. Aquellos partidos de fútbol contaron siempre como internacionalidades absolutas.

Por supuesto allí actuaron nuestros mejores hombres, los que Julián Ruete, José Ángel Berraondo y Paco Bru, triunvirato de seleccionadores, eligiesen entre lo más granado del panorama nacional. Nuestro balompié era todavía estatutariamente “amateur” y eso lo libraba de cualquier impedimento, como el que imposibilitaba acudir a los “pros” británicos, precisamente por eso, por vivir en exclusiva del balón.

A partir de 1924, el torneo “olímpico” de fútbol ya iba a ser organizado por la FIFA. Y en esos juegos Italia se tomó cumplida venganza, imponiéndose a España por 1-0. Corría 1926 cuando nuestros clubes acordaron abrazar el profesionalismo, pese a que para entonces ya hubiese varios profesionales encubiertos, aún a riesgo de pechar con dos años de descalificación si el subterfugio acababa saliendo a la palestra. En teoría, ese estatus profesional debería dejar fuera de los Juegos de Ámsterdam (1928) a nuestros mejores futbolistas, a tenor de la pureza “amateur” preconizada desde el COI. Sin embargo, no fue así. Pedro Vallana, Ciriaco Errasti, Jacinto Quincoces, Amadeo Labarta, Pachi Gamborena, Luis Regueiro, José Mª Yermo, Antero González o Paco Bienzobas, ¿acaso no iban a ser destacadísimas figuras en el Campeonato de Liga que echaría a rodar pocos meses después? Faltaban Quesada, Peña o Gaspar Rubio, muy cierto, componentes todos ellos, junto con Ricardo Zamora, de la selección habitual por esa misma época, pero nuestro once distaba mucho de ser una agrupación “amateur”. De nuevo, aquella era una formación de internacionales absolutos, no de internacionales “olímpicos”.

Los Juegos de Los Ángeles, en 1932, habrían de representar para el fútbol con aros un antes y un después. La FIFA acababa de crear su propia competición universal, el Mundial de Fútbol, cuyo primer campeón (1930) había sido Uruguay, precisamente la selección vencedora en los dos últimos Juegos Olímpicos. Y entre que el fútbol apenas si gozaba de algún predicamento en los Estados Unidos, y que desde el máximo organismo rector del balón no gustaba la idea de engordar a la competencia olímpica, los norteamericanos se quedaron sin fútbol en su alarde. Éste volvería en Berlín (1936), para que el III Reich alimentase su megalomanía aria con un oro, la Italia de Mussolini se resignase al premio de consolación y Austria, sobre cuya capital se cernían sombras negras a paso de oca, luciese el bronce. Fiesta grande para el fascismo, cuando los jerarcas de este movimiento se sentían llamados a implantar un nuevo orden a costa de libertades, vidas, y proscripción de la individualidad. Luego un viento de locura se enseñoreó de Europa y nada volvió a ser como antes. La Unión Soviética extendió su influencia por medio continente. Una Alemania partida en dos lamía heridas. Italia, gracias al Plan Marshall, procuraba renacer. España, aislada y ruinosa, sin combustible y mal alimentada, pagaba a sus futbolistas lo que apenas nadie se atrevía a soñar, pese a que luego, midiéndose ante quienes no fuesen los vecinos portugueses, acreditaran estar muy por debajo del potencial atribuido. Cundo unos nuevos Juegos volvieron a celebrarse, el mundo asistiría a una representación burlesca del olimpismo, consentida desde dentro.

Tanto en la Unión Soviética, como en sus satélites del Telón de Acero -Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria, Rumanía, Yugoslavia y República Democrática Alemana- no se reconocía la profesionalización del deporte, pese a que todas sus estrellas se dedicaran a él por completo. Sorteando el precepto olímpico que impedía a sus competidores incluso el cobro de cantidades en concepto de enseñanza o monitorización deportiva, el régimen comunista colocó en fábricas, industrias petrolíferas o algodoneras, y sobre todo en el ejército -no con salarios de sargento, sino de capitán hacia arriba- a los mejores atletas, gimnastas, nadadores y futbolistas. Obviamente ninguno de ellos pisaba otras instalaciones que las deportivas. Los estados se consideraban sobradamente retribuidos con sus laureles, medallas y títulos, luego de que la antigua propaganda bélica desaguara en otra no menos efectiva, sustentada en la universalización del olimpismo. Dicho de otro modo, los fiduciarios de Moscú competían con sus mejores equipos, y eso resultaba por demás sangrante en el fútbol, donde la profesionalización había alcanzado su máximo esplendor.

Quienes más y con mayor vehemencia hubieran podido protestar ante tamaña trampa, dada su potencia económica y política -es decir los Estados Unidos-, optaron por no agitar las aguas. Bien mirado, tampoco es que su atletas, nadadores, baloncestistas y gimnastas, cumpliesen al cien por cien el primer mandamiento olímpico. Todos ellos procedían del deporte universitario, luego de haber ingresado en Berkeley, UCLA, Yale, Stanford, Auburn, Duke, o Georgetown, becados no por su capacidad intelectual, sino ante lo que deportiva y publicitariamente podían aportar. ¿Acaso no era aquello una cuantiosa retribución en especie? ¿No partían con una ventaja abismal respecto a los atletas africanos, los universitarios europeos sin beca, o por no apartarnos de la piel de toro, si los comparásemos con la absoluta precariedad del pertiguista Ignacio Sola o el mediofondista Mariano Haro? Nadie protestó formalmente. Ni desde el otro lado del océano, ni en Europa, ni mucho menos desde un continente asiático convulso y en buena medida tutelado por las dos potencias hegemónicas.

Durante el periodo de Samaranch al frente del COI, se restituyó medallas y honores a la memoria de Jim Thorpe. Mantener aquella antigua injusticia hubiera sido un enorme disparate, cuando el movimiento olímpico abrazaba sin falsos pudores un profesionalismo descarado.

Durante el periodo de Samaranch al frente del COI, se restituyó medallas y honores a la memoria de Jim Thorpe. Mantener aquella antigua injusticia hubiera sido un enorme disparate, cuando el movimiento olímpico abrazaba sin falsos pudores un profesionalismo descarado.

El COI, que tanta contundencia exhibiera ante la debilidad de Jim Thorpe, campeón en pentatlón y decatlón (Estocolmo 1912), luego de que se publicara su paso por ligas menores de béisbol un par de años antes, permaneció impasible. Al desvalido Thorpe fue fácil despojarle de medallas y honores, máxime teniendo en contra al propio Comité Olímpico Norteamericano, presumiblemente contaminado por el racismo tan en boga desde Boston a Georgia, Kansas y New México, hace un siglo. Por las venas de Thorpe, junto con sangre francesa e irlandesa, corría también la de dos naciones indias: Sac y Fox, por vía paterna, y Potawatomi por la materna. La denuncia del olimpismo estadounidense, además, llegaría una vez transcurridos los 30 días siguientes al cierre de aquellos Juegos, los que el reglamento contemplaba como límite a cualquier recurso. Y aun así, el mejor atleta del mundo, tal y como lo definiera el monarca sueco al felicitarle, sería considerado un tramposo. Después de estirar hasta la cuarentena toda su cuerda deportiva, compitiendo en ligas segundonas de fútbol americano y béisbol, cuando no de tercer rango, el amerindio alternaría empleos de extra cinematográfico, marinero, vigilante de obras y peón con pico y pala, hasta expirar en la miseria, alcoholizado. Para mayor bochorno, su caso no era distinto al de otros universitarios que aprovechando el verano se incorporaban a distintas ligas, con dólares de por medio.  Sólo que éstos lo hacían mediante una falsa identidad, y Jim actuó a pecho descubierto.

En octubre de 1982, bajo mandato de Juan Antonio Samaranch y cuando el depurado llevaba 29 años en su tumba, el COI aprobó restituirle lo que jamás debieron haberle arrebatado. Y todavía en un ejercicio de fariseísmo supino, el 27 de mayo de 1999 la Cámara de Representantes de los EEUU declaraba Atleta del Siglo a Thorpe. Pues bien, durante los años 50 y 60, a tenor del frágil equilibrio geopolítico, fruto de la Guerra Fría, el olimpismo prefirió no enredarse en complicaciones. Cualquier gesto podía hacer que un nuevo y más serio conflicto internacional estallase. Los zapatazos de Kruschev en las Naciones Unidas, la llegada de un pirómano a la Casa Blanca, el virus comunista prendiendo en Corea, aquel amago de instalar en Cuba misiles soviéticos, con el imperio del dólar como objetivo… Hubiera sido temerario para el deporte cualquier intento de enmendar la plana a unos políticos empeñados en mirar el medallero no con curiosidad, sino como haría cualquier magnate con la tabla de cotización bursátil.

El fútbol olímpico fue perdiendo interés en los países de Europa Occidental y Sudamérica, justo donde más desarrollado estaba, a raíz de su profesionalización. Hasta 1948, no volverían a vivirse otros Juegos. Y aquellos de Londres, sin presencia soviética y con una Europa a medio desescombrar, tuvieron mucho más de ejercicio voluntarista que de festival físico. Alemania y Japón, enemigos del bloque aliado en la reciente guerra, ni siquiera participarían, al no ser invitados. La holandesa Fanny Blankers-Koen, que saliera de vacío 12 años antes en Berlín, se erigió en reina gracias a sus cuatro medallas en 100 y 200 metros lisos, 80 metros vallas y 400 metros con relevos. La barbaridad bélica se había comido literalmente a una generación, y ello posibilitó, sin duda, su rotundo éxito con 32 primaveras a cuestas y muchas privaciones durante el inmediato pasado. Respecto al fútbol, junto a formaciones endebles como las de Luxemburgo, Afganistán, Egipto, India, Corea, Estados Unidos o China, y otras grisáceas como Irlanda, Austria, Francia o México, los países nórdicos casi coparon el podio. Italia cayó en cuartos de final y Gran Bretaña en semifinales, ante Yugoslavia, luego medalla de plata. Suecia se hizo con la de oro y Dinamarca con el bronce. Por supuesto, italianos y británicos presentaron equipos “C” o “D”, carentes de cualquier figura.

Puskas, estrella en los Juegos Olímpicos, con una selección de internacionales absolutos.

Puskas, estrella en los Juegos Olímpicos, con una selección de internacionales absolutos.

Helsinki (1952) coronaría a la selección húngara, flanqueada en el podio por Yugoslavia y Suecia. Ferenc Puskas, estrella de los magiares, tenía 25 años, llevaba 9 compitiendo en 1ª División y era internacional desde los 18. Junto a él se alineaba un imponente racimo de glorias: Bozsik, Budai, Buzanzsky, Zoltan Czibor, Grosics, Zakarias, Sandor Kocsis, Kovacs… En Melbourne (1956) la Unión Soviética se hizo con el oro, Yugoslavia repitió plata y a Bulgaria, que se impuso a la selección india en el partido de consolación, correspondió el bronce. Lev Yashine, la “Araña Negra”, próximo a cumplir 27 años cuando la prensa lo alzase en triunfo, tampoco era ningún neófito. En los Juegos de Roma (1960), Yugoslavia por fin lograba colgarse el oro. Dinamarca, sorprendente verdugo de Hungría en semifinales, conquistaba la plata. Los húngaros, imponiéndose a una prometedora Italia donde afloraban Burgnich, Salvadore, Trappatoni o Gianni Rivera, arañarían el bronce. De nuevo la URSS encabezaba el medallero con 43 de oro sobre un total de 103, aplastando a los Estados Unidos, con sólo 71, de ellas 34 oros. Ensanchaba la zanja desde Melbourne, donde la URSS sólo pudo imponerse a los norteamericanos por una diferencia de 24.

Para entonces el fútbol olímpico apenas interesaba a nadie en occidente. Ni a las Federaciones, en algún caso por repugnancia a hincar la rodilla ante los soviets, ni a los gobernantes, temerosos de que una humillación ante teóricos “amateurs” diese alas a cuantos reclamaban medidas contra los desafueros económicos de un fútbol sin control. Italia habría de pechar con ello cuando la selección yugoslava de Dragan Dzajic puso a los “azzurri” contra las cuerdas, no en el torneo olímpico, sino en competición europea. “Los millonarios del “Calcio” impotentes ante once deportistas de verdad”, tituló la prensa transalpina. “Goliat humillado ante un David sin complejos”. O “Yugoslavia demuestra que en el fútbol no sólo cuenta el dinero”. Frases redondas, nacidas del enojo, que tampoco respondían del todo a la verdad. Porque esos yugoslavos no eran, ni muchísimo menos, “deportistas puros”. Poco antes, el Real Madrid había sudado tinta para imponerse al Partizan de Belgrado (2-1) y alzarse con su sexta Copa de Europa. Ni uno sólo de aquellos futbolistas balcánicos tenía que doblar la cintura ante una fresadora, lucir bata blanca en el laboratorio, ponerse al volante de un camión, palear heno, tiznar sus manos de grasa, como mecánicos o ferroviarios, ni pisar cuarteles, si no era para recibir homenajes. Todos vivían del balón, aunque sus emolumentos, a diferencia de cuanto ya entonces se pagaba a las figuras en Milán, Turín, Barcelona o Madrid, no representasen por temporada lo que 30 ó 35 anualidades para cualquier dignísimo menestral. Y por supuesto, ninguno hubiese dado su negativa al “Calcio”, la Bundesliga, o los campeonatos de España, Bélgica o Inglaterra, si el gobierno de Tito no lo tuviese taxativamente prohibido.

España, que estuvo presente en el Campeonato Mundial de Italia (1934) para caer ante los anfitriones en un choque de desempate, y volvería a hacerlo en Brasil (1950), celebrando la cuarta posición, no iba a dejarse caer por unos Juegos Olímpicos hasta los de México, en 1968, después de que Hungría, con un global de 5-1, impidiese a nuestro combinado durante las eliminatorias de acceso, cuatro años antes, poner rumbo hacia Tokio. Para entonces ya se había autorizado la alineación de profesionales encubiertos, considerando “amateurs” a los menores de 23 años, sin que importara en qué categoría compitiesen. Por supuesto existían aficionados no espurios en 3ª División, la 4ª inglesa o la Serie C-2 italiana, y hasta uno, en Mallorca, con ficha de 2ª que, a dedicado a negocios de hostelería, donaba el importe íntegro de su contrato a organizaciones benéficas mientras competía por puro placer. Y, además, otros aficionados de conveniencia con ficha expedida por la Española, para ahorrar a sus clubes una buena partida de pesetas, o ni eso siquiera, pues aparte de lo contemplado en el contrato oficial solían pactarse a manera de complemento distintas cantidades opacas. Esta era una jugada con riesgos. Primero porque el futbolista “amateur” podía firmar con cualquier otro equipo cada fin de temporada, al no estar sujeto al leonino derecho de retención. Y segundo porque cuando esto ocurría, desde el club desairado solían llover denuncias que el ente federativo zanjaba, por lo común, con fórmulas salomónicas. El guipuzcoano De Diego estuvo unido al Real Oviedo por uno de esos contratos, y cuando desde el Real Madrid le deslizaron una oferta hizo las maletas. Los ovetenses, poco dispuestos a no hacer caja con el correspondiente traspaso, adujeron ante la FEF que su jugador, en realidad, no era menos profesional que otros componentes de la plantilla. Esfuerzo inútil, puesto que los azulones saldrían del trance con una sanción económica, unida, eso sí, a otra de suspensión para el jugador, que a la postre perjudicaba a quienes acababan de contratarlo.

Los “olímpicos” de México en 1970, derrotaron a Brasil (1-0) y Nigeria (3-0), antes de firmar un empate a cero con Japón. Luego, en cuartos de final, sucumbirían ante los anfitriones por 2-0. Y quede, como curiosidad, que en el once azteca formaba Luis Regueiro, hijo del internacional español exiliado durante la Guerra Civil, junto con otros compañeros del Euskadi. Entre los seleccionados españoles figuraban Pedro Valentín Mora, Espíldora, Ochoa, Gregorio Benito, Juan Manuel Asensi, Crispi, Jaén, Ortega, Garzón, Pepe Grande… Todos profesionales a tiempo completo, fuere en el Barcelona, Español, Real Madrid, Córdoba, Sabadell, o en el caso de Asensi a medio mudar la camiseta del Elche por la azulgrana del Barça.

Juan Manuel Asensi Ripoll. “Olímpico” cuando nadie podía poner en duda so condición de profesional opíparamente remunerado. La selección que España llevase a México, en 1970, pudiera corresponder a un elenco “B”, pero ni remotamente “amateur”.

Juan Manuel Asensi Ripoll. “Olímpico” cuando nadie podía poner en duda so condición de profesional opíparamente remunerado. La selección que España llevase a México, en 1970, pudiera corresponder a un elenco “B”, pero ni remotamente “amateur”.

Hungría, nuevamente, regresó del Distrito Federal con el oro, Bulgaria se llevó la plata y Japón el bronce, imponiéndose contra pronóstico a los mexicanos en el partido por el tercer y cuarto puesto. Dezsö Kovak, zaguero del Ferencvaros unánimemente considerado mejor jugador del torneo, con 29 años bien cumplidos sumaba su tercera medalla olímpica, después del bronce en 1960 y otro oro en el 64.

Múnich (1972), elevaría a Polonia a los altares. Un equipo fabuloso, acaudillado por Kazimierz Deyna, con Gorgon, Szymanowski, Gadocha o Lubanski, como imprescindibles escuderos. Dos años después, aquel equipo reforzado con Lato, Szarmach y Zmuda, lo bordaba en el Campeonato Mundial hasta salir con un tercer puesto que, a tenor de su juego, supo a poco. Hungría (plata), y la Unión Soviética y Alemania Oriental compartiendo el bronce, por haber igualado a 2 en el choque de consolación, compusieron un podio para enmarcar en el Telón de Acero.

Poco cambiaron las cosas en la siguiente convocatoria. Alemania Oriental, Polonia y la URSS, se repartieron por este orden los tres metales de Montreal. Brasil, todo un referente universal, sólo pudo ser cuarto, aun contando con Zé Carlos, Mauro y Edinho. En Moscú (1980), unos juegos descafeinados por el boicot estadounidense, al que se sumaron un puñado de países europeos, más de lo mismo. Fue aquella una espantada en toda regla, sustentada en razones políticas. La derrota de Los Ángeles, en su pretendida organización de los Juegos, unida a la intervención del Ejército Rojo en territorio afgano, justificó el toque a rebato desde Washington. Checoslovaquia acabaría vistiéndose de oro, Alemania Oriental de plata y la URSS con un bronce por demás decepcionante. Todo aquel medallero, ante tamaña deserción, iba a quedar para la historia como suprema conquista del bloque soviético: La URSS 195, DDR 126, Bulgaria 41 y Cuba 20, de ellas 8 oros, encabezaron la lista. Italia con 15, aunque de ellas 8 en oro, ocupó el 5º escalón, por delante de Hungría y Rumanía. Francia y Gran Bretaña sólo pudieron ocupar los puestos 8º y 9º. Formidable inyección propagandística para la Unión Soviética y sus satélites.

El equipo de fútbol español, eliminado en la fase previa, a última hora lograría desfilar en la ceremonia de apertura, ante las renuncias de Malasia, Egipto y los Estados Unidos. Pero muy bien pudo haberse ahorrado el viaje, porque los nuestros acabarían cayendo en la primera fase, pese a no carecer de buenos elementos. Paco Buyo, Agustín Rodríguez, Urquiaga, De Andrés, Ramos, Gajate, Joaquín Alonso, Víctor Muñoz, Marcos Alonso, Urbano, Poli Rincón, Manolo Zúñiga y Paco Güerri, acabarían convirtiéndose en longevas y muy cotizadas piezas de primer nivel, por más que durante aquellos Juegos aún estuviesen pendientes de cuajar.

En Los Ángeles (1984), el bloque soviético quiso vengar la afrenta con otra deserción colectiva, utilizada desde el otro lado para sacar pecho. Si los comunistas no iban -se dijo-, sería por miedo a que sus atletas pidieran, y obtuviesen, asilo político. Y el caso es que, sin los habituales dominadores del torneo futbolístico, Francia pudo hacerse con el oro, Brasil con la plata y una Yugoslavia ya bastante distanciada del Kremlin, con el bronce. Cuando las aguas volvieron a su antiguo cauce, en Seúl, La URSS se apropiaría del oro, dejando la plata para Brasil y el bronce a los alemanes federales. Barcelona, en fin, entregó su oro al seleccionado español, contentándose Polonia y Ghana con la plata y el bronce.

Para entonces, Juan Antonio Samaranch había hecho de los Juegos Olímpicos un campo sin puertas ni alambre de espino, refractario a los falsos pudores o, lo que venía a ser igual, abierto casi de par en par al profesionalismo. Si los atletas más famosos aceptaban jugosísimos contratos publicitarios, recibían elevados fijos por estar presentes en mítines y premios de fábula con cada récord superado, ¿cabía poner obstáculos al fútbol, por ejemplo? El sueño de Samaranch y su cohorte, aún llegaba más lejos. Querían hacer del ciclismo olímpico una especie de campeonato mundial, con todos los astros del Giro, las grandes clásicas y el Tour. Del tenis otro “Grand Slam”, muy superior a la Copa Davis. Albergar una selección de la NBA en baloncesto. Y del fútbol algo semejante a un nuevo Mundial, donde Brasil, Inglaterra, Argentina o Italia, pudieran acudir con sus mejores galas. Pero ahí tropezaron con el veto de la FIFA. Una cosa era que el Comité Olímpico intentase hacer caja, y otra dejarse arrebatar la gran tarta deportiva, el control sobre la mejor ponedora de huevos de oro en el universo. El mensaje al COI no ofreció dudas: Si aquello era un reto, ya podían despedirse del fútbol en los Juegos.

Por supuesto, la sangre no llegó al río. No suele derramarse nunca entre apostadores profesionales, tahúres, políticos, o mandatarios deportivos. Todo podía seguir casi igual, con algún retoque, si acaso, como hacer extensiva la norma Sub-23 a todos los contendientes, incluidos los del bloque soviético. Un buen modo de igualar fuerzas, de hacer más justa la competición, aunque resultara obvio no iban a dar su brazo a torcer ni Moscú ni sus satélites. El momento económico y político, sin embargo, favorecía claramente al olimpismo. La Unión Soviética daba inequívocas muestras de debilidad, con una economía en bancarrota. Ya no era la potencia de antaño, por mucho que conservara arsenales atómicos. Su influencia en África formaba parte del pretérito, la India emergía, el gobierno chino bocetaba pasos dubitativos hacia un neocapitalismo de estado, e incluso Europa, desunida, perdía su antiguo respeto hacia el Kremlin. La Perestroika, en fin, no iba a ser sino epitafio para una fallida revolución anticapitalista.

Selección campeona en los Juegos de Barcelona. Toni, López, Luis Enrique, Abelardo, Kiko, Berges, Alfonso, Guardiola, Lasa, Ferrer, Solozábal… ¿Alguien podía poner en duda su condición de futbolistas de elite?

Selección campeona en los Juegos de Barcelona. Toni, López, Luis Enrique, Abelardo, Kiko, Berges, Alfonso, Guardiola, Lasa, Ferrer, Solozábal… ¿Alguien podía poner en duda su condición de futbolistas de elite?

El COI saldría triunfante, sin humillar a los vencidos, conforme hubiese recomendado hasta el peor estratega. En adelante, el fútbol olímpico iba a ser Sub-23, con un par de incrustaciones, como máximo, de jugadores con tope en los 27 años.

En Atlanta (1996), Nigeria obtuvo el oro, Argentina la plata y Brasil el bronce. A los antiguos dominadores del torneo casi no pudo vérselos, pues únicamente Hungría logró colarse entre los 16 clasificados, para perder todos sus partidos ante Nigeria, Brasil y Japón. Con los argentinos se alinearon Fabián Ayala, Claudio “El Piojo” López, José Antonio Chamot, Matías Almeyda, Diego Pablo Simeone, Hernán Crespo, “El Burrito” Ortega, Marcelo Gallardo, Pablo Caballero… Y en Brasil los Roberto Carlos, Bebeto, Flavio Conceiçao, Juninho, Rivaldo, Marcelinho Paulista, Luizao, y Ronaldo Luis Nazário de Lima, entonces todavía “Ronaldinho”. Si en Barcelona la vieja Unión Soviética sometida a su desmembración compitió como Comunidad de Estados Independientes, los Juegos de Atlanta vieron desfilar a Rusia, Ucrania, Kazajstán, Bielorrusia, Armenia, Uzbekistán, Azerbaiyán, Letonia, Lituania… Y tras la Guerra de los Balcanes, la derrotada Yugoslavia ya no incluía a eslovenos y croatas.

Sídney, en vísperas de que expirase el siglo XX, condecoró con el oro a Camerún, a España con la plata y a Chile con el bronce. Entre los españoles figuraban varios futuros campeones mundiales y de Europa, junto a figuras por demás emblemáticas: Capdevila, Marchena, Albelda, Xavi Hernández, Pujol, Angulo, Albert Luque, Tamudo… Ni de la antigua apisonadora oriental, ni de los viejos conceptos de olimpismo, quedaba nada. El añejo axioma de “más alto, más fuerte, más rápido”, parecía haber mutado en otro más corto, al compás de sucesivos escándalos por doping: “Todo por el dinero”.

No, no cabe hablar de internacionales “olímpicos”. Pero tampoco Sub-23, porque dejaríamos fuera a quienes frisando los 27 años un día hicieron el paseo inaugural. En Hungría, Polonia, Bulgaria, Rumanía, o las antiguas Checoslovaquia, Yugoslavia o Unión Soviética, los internacionales olímpicos son sólo internacionales absolutos, del mismo modo que a Ricardo Zamora, Samitier, Belauste, Sesúmaga, Quincoces, Luis Regueiro, Vallana o Patricio, nadie descuenta sus comparecencias en Amberes o Amsterdam. Queda, además, el espinoso asunto de quienes sólo intervinieron en torneos preolímpicos. Entre ellos hubo Sub-21, Sub-23, y hasta “amateurs” de edad provecta. Todos fueron internacionales, sobre ello no hay duda.

Aunque sigamos sin decidir dónde encuadrarlos.

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