Futbolistas nacionales fallecidos en la Guerra Civil
De José Ignacio CorcueraUna de las grandes falsedades por cuando al fútbol y la Guerra Civil respecta, tiene que ver con la teórica escasez de bajas entre futbolistas de nuestros dos archipiélagos. Semejante aserto, sustentado en el desinterés de informadores coetáneos y la posterior comodidad de quienes los siguieron -el copia y pega no sólo es plaga enquistada en las nuevas tecnologías-, acabó afianzándose sobre dos pilares:
a) Tanto en Baleares como en Canarias apenas si se escucharon obuses o tableteos de ametralladora.
b) Un buen puñado de jóvenes canarios vivieron la guerra en retaguardia, entre albaranes, inventarios de víveres y municiones, bien alimentados y disputando partidos con el equipo de Aviación Nacional, auspiciado en la base salmantina de Matacán (1937) por el capitán José Bosmediano y el alférez -a quien a menudo otorgan galones de teniente- Francisco González de Salamanca.
Dos verdades cubriendo mucha broza espinosa.
Porque si bien aquella barbaridad tocó tangencialmente las islas mediterráneas y pasó de largo sobre las atlánticas, muchos jóvenes insulares nutrieron las filas de los sublevados -algunos de ellos jugadores de fútbol-, como voluntarios o movilizados en sucesivas levas. Acerca del Aviación Nacional, las cosas tampoco fueron como a menudo trataron de contárnoslas. El alférez Salamanca, observando que entre sus hombres había muy buenos futbolistas, sugirió a sus superiores la posibilidad de crear un equipo que entretuviese el ocio militar, elevando con ello los ánimos. Tras el oportuno pláceme, aún lograría agrupar a otros muchachos canarios muy hábiles con el balón y, casi a punto de finalizar la contienda, el equipo sería inscrito para el primer torneo oficial, una Copa. Decididos a contender en la reanudación liguera, los responsables de aquel equipo barajaron como opción plausible fusionarse con los despojos del Club Deportivo Nacional, de Madrid, si bien finalmente lo harían (4-X-1939) con el no menos deshilachado At. Madrid, dando lugar al Atlético Aviación. Lo que voluntariamente obviaron cronistas e historiadores de antaño, es que si bien algunos de esos jóvenes canarios concluyeron festejando los dos primeros títulos de posguerra -Campos, Machín, Mesa o Arencibia, nacido en Cuba este último, aunque forjado en Tenerife-, aquel Aviación Nacional bélico lucía como perlas más destacadas a los Germán, Aparicio y Vázquez, cántabros los dos primeros y coruñés el segundo.
Hubo canarios, efectivamente, en la formación de los militares Bosmediano y González de Salamanca. Una parte infinitesimal entre los millares de tinerfeños o grancanarios que sufrirían el infierno de los frentes levantino, madrileño y asturiano, pero sobre todo el gélido mordisco del páramo turolense.
Entre los jugadores baleáricos caídos en combate, figuran, como mínimo, Juan Mayol (Athletic F. B. C.), Antonio Jaume Llovera (Baleares F. C.), Juan Rosselló Suñer (S. S. La Salle), Juan Barceló Veñy (Juventud Antoniana), Jorge Nicolau Matas y Francisco Rosselló Servera (los dos U. S. Porretas), Miguel Mayol Payeras (U. S. Poblense), Mateo Veñy Riera (F. C. Manacor), Miguel Cánaves Vallés (Pollensa), José Riera Caldentey (Mediterráneo F. C.), Guillermo Martí Jaume (C. D. Binissalem), Jaime Alemany Company (Progreso F. C.), Jaime Oliver Frau (Palma F. C.), Jaume Comellas Vidal (S. C. Arrabal), Benito Mas Ballester (C. D. Arenas), Juan Prats Costa (C. D. Betis), Bartolomé Rullán Torres (Libertad F. C.), Jorge Ramón Ferragut (J. D. Llosetense), o Antonio Noguera Rubí, Matías Mut Oliver y Miguel Ballester Contestí (los tres del C. D. Lluchmayor). Si a ellos añadimos dos bajas definitivas en la Base Naval, como consecuencia del bombardeo acecido durante los primeros días de contienda (Francisco Llambías, de la Unión Sportiva, y Juan Orfila, del Club Deportivo Menorca), y no nos olvidásemos de Mateo Galmés Llabrés, entrenador del C. Deportivo Soller, combatiendo en la península, colegiremos que la cifra es lo bastante notable para ser tenida en cuenta, aun contando que todos ellos fueron modestos, deportivamente.
Gracias a la aportación de Miquel Bover, recopilador de la historia del Porreres desde hace años, cabe precisar que Jorge Nicolau (25-VI-1914), había disputado la temporada 35-36 con el equipo reserva, lo que hoy llamaríamos “B”, y cayó mortalmente en el frente de Cataluña el 16 de setiembre de 1938, fecha de muchas bajas. Y que Francisco Rosselló (20-X-1919), todavía juvenil durante el último ejercicio prebélico, también murió en suelo catalán, el 30 de diciembre de 1938, cuando el desenlace del conflicto parecía decantado.
Y a ellos cabría añadir dos bajas más, dos asesinatos durante los primeros días de aquella descomposición social y derrumbe de valores morales: el palmesano Antonio Thomas Prats, defensa de la Real Sociedad Alfonso XIII, germen del actual Club Deportivo Mallorca, y el menorquín Jaime Gornés Vila, atacante con paso también por el Alfonso XIII (temporada 30-31), que en julio de 1936 pertenecía al Constancia, donde llevaba ya varios ejercicios. El primero trabajaba en la empresa de ferrocarriles Palma-Sóller, estaba afiliado al Partido Socialista y era líder sindical ferroviario. Todo induce a pensar se había convertido en hombre incómodo para los patrones, porque su cadáver sería encontrado a las afueras de Palma, en la carretera de Sóller, el 11 de agosto de 1936. Con el segundo, fácil goleador en aquel fútbol un tanto rudimentario, se cebó la fatalidad, a partir de lo que se hubiera dicho no constituía sino pura anécdota.
En abril de 1936, la fábrica de calzados “Pons Menéndez”, sita en Ciudadela, vivió una huelga dura, muy dura, como solía ser habitual entonces. Durante la misma resultaron heridos un par de obreros por disparos del personal contratado para reventarla, siendo Gornés casual testigo de esos hechos. Citado por el juez cuando se vio la causa en Palma, mediado el mes de julio, prestó declaración 24 horas después del estallido bélico. Apenas pisó la calle, varios hombres lo secuestraron, junto a otros tres testigos. Ni la guerra ni los ideales provocaron su triste fin, por más que la tremenda confusión reinante, el absoluto desbarajuste social y la sensación de provisionalidad que todo lo empañaba, allanasen el mal camino. Lo mataron, simplemente, por haber dicho en la sala cuanto alguien no deseaba oír. Su cadáver apareció el día siguiente, muy de mañana, abandonado en el Arenal.
Un número similar de familias canarias tuvieron igualmente seres queridos a los que llorar, después de haberlos aplaudido cuando corrían tras el balón. El tinerfeño Estrella F. C. padeció tres bajas: Manuel Domínguez de la Cruz (en el frente de Jaca, 22-X-1938), Marcial Dorta Morales (en la madrileña Casa de Campo, 28-I-1938) y Miguel Pérez López (en Sigüenza, alcanzado por una explosión el 10-V-1938). El Sporting Club Vera, de Puerto de la Cruz, le igualaría en infortunio, pues perdió otros tantos componentes de su plantilla: Antonio Hernández Hernández, Cristóbal Abrante García y Ramón Rodríguez Borges.
Parece, por cierto, que la desgracia quiso concentrarse en algunos clubes de aquel archipiélago, contabilizando sepelios de tres en tres. Porque tres fueron los finados del Athletic Club de Las Palmas (Basilio Arocha Padrón, Francisco Suárez Peña y Manuel García Santana), y los del Marino F. C. (Alejandro Toledo Suárez, Sebastián Ramírez Suárez y Juan Frade Molina). Dos los del Apolinario F. C. (Francisco Arbelo Santana y Manuel Méndez Hernández). Un hueco, y ya fue bastante, resultaría irremplazable en las formaciones del Real Club Victoria (Domingo Sosa), C. D. Gran Canaria (Fernando Rojas), Club Deportivo Español, de Las Palmas (Francisco Santana), Levante F. C., también de Las Palmas (Juan Quevedo Suárez), y Artesano F. C. (Manuel Macías Santana).
Sin duda hubo más bajas, pues la Federación Tinerfeña olvidó reportar a la Española cuanto se relacionara con los clubes de La Palma, que entonces disputaban un campeonato propio, cerrado, a la sombra de su caldera de Taburiente. Y al menos la entidad más emblemática, Club Deportivo Mensajero, no pudo contar para la posguerra con un muchacho caído en la serranía cordobesa.
De largo, el jugador más conocido entre cuantos canarios no pudieron saborear la paz, fue Ángel Arocha Guillén (Granadilla 23-VI-1907), goleador de tronío, campeón de Liga y Copa, así como internacional absoluto en dos oportunidades. Se fue del Deportivo Tenerife al F. C. Barcelona la temporada 1926-27, con una ficha de 750 ptas. mensuales, equivalentes a la mitad de lo ganado por un buen médico o abogado, en esa época. Sus posteriores registros -11 goles en 13 partidos la campaña 1929-30 y 15 en otros tantos choques al año siguiente- elevaron aquella cantidad inicial. En la famosa final copera ante la Real Sociedad de San Sebastián, donde fueron precisos tres partidos para coronar al campeón, llegó a situarse bajo los palos, luego de que el húngaro Plattko, que tanto impresionó al poeta Rafael Alberti –“Oso rubio de Hungría” en la oda que le dedicase-, resultara lesionado en la cabeza, de un patadón. Tras disputar la campaña 1932-33 -11 goles en 10 encuentros ligueros- firmaría la cartulina del At. Madrid, entonces en 2ª División. La temporada 1935-36, resuelta con otro descenso “colchonero” a la categoría de plata, había disputado 7 choques de Liga, con un único gol. Podríamos considerarlo virtualmente retirado cuando, el 2 de setiembre de 1937, con 30 años y luciendo galones de cabo en el Grupo de Intendencia de Canarias, 4ª Compañía, cayó no muy lejos de Balaguer (Lérida), durante un bombardeo del Frente Popular. Enterrado en Tenerife, le sería dedicada una calle en las inmediaciones del estadio Heliodoro Rodríguez López.
Puestos en contexto el número de bajas deportivas en Baleares y Canarias, su cifra se antoja especialmente llamativa ante el reducido número de víctimas mortales registrado en esos territorios, si tomamos como referencia los estudios del historiador Salas Larrazábal a partir del Movimiento Natural de Población España, elaborado por el INE, y las correcciones posteriores de Ricardo de la Cierva: Baleares.- 1.399 bajas en el frente, 367 ejecuciones o asesinatos durante el tiempo de administración republicana y otros 745 bajo control franquista. Canarias.- 239 bajas en combate y 213 víctimas de ejecuciones o represalias para la provincia de Las Palmas, con 258 combatientes y 187 fallecidos en retaguardia para la de Tenerife.
El At. Madrid, último club donde jugase el mejor dotado de los hermanos Arocha, destripa sin proponérselo dos de los cuentecillos urdidos tanto a lo largo de aquellos casi tres años de locura, como durante la posguerra: El de que pocos futbolistas se batieron el cobre allá donde reinaba la muerte, y la pintoresca leyenda de que los “colchoneros” son y han sido tradicionalmente de izquierdas, como contrapunto a la masa de seguidores “blanca”, más conservadora. Sabido es que los rojiblancos tuvieron por presidente a un aristócrata (Luis Benítez, Marqués de La Florida, entre 1952 y 1955). Pero, además, acumularon un elevado número de caídos en defensa del ideario “nacional”, entre quienes alguna vez lucieron su camiseta.
Dediquémosles un repaso.
Alfonso Olaso Anabitarte (Villabona, Guipúzcoa, 10-II-1904) compitió con el Nacional de Madrid desde 1921 hasta 1923, durante cuyo verano habría de incorporarse al Atlético. La creación del Campeonato Nacional de Liga llegó un tanto tarde para él, puesto que sólo pudo lucir en la edición inaugural, siendo su papel poco menos que de comparsa en las campañas 1929-30 y 1931-32. Internacional absoluto contra Italia, en Bolonia, el 29 de mayo de 1927, era Profesor Mercantil, al margen del fútbol, y hermano del también internacional Luis Olaso. Apenas hubo estallado la guerra se alistó como voluntario en un tercio requeté, y corría el mes de noviembre de 1937 cuando tras participar en la Batalla de Brunete, bien fuere por haberse distinguido en combate, o ante el elevado número de bajas, sería promovido a alférez provisional. Peligroso, muy peligroso ascenso, pues los alféreces caían como moscas, al moverse siempre en primera línea.
Su bautismo de fuego con los nuevos galones consistió en afianzar el enclave de La Muela, próximo a Teruel y estratégico para ambos bandos. El 15 de diciembre de 1937 las cosas comenzaron a complicarse para el grupo que comandaba. Con menos hombres, municiones y pertrechos que sus adversarios -la Brigada de El Campesino-, en medio de un frío helador, nevadas recurrentes y ventisqueros que apenas permitían ver algo a más de diez pasos, Etelvino Vega, al mando de la 34 División, lanzó un ataque y, tras breve asedio, se hizo con la cota, a punta de bayoneta. El exfutbolista recibió dos disparos; uno en el pecho y otro en el hombro, ninguno de ellos mortales de necesidad. Atendido por sanitarios republicanos y trasladado a Teruel, su suerte, empero, estaba echada, habida cuenta del trato que ambas facciones dispensaban a los oficiales adversarios.
Y es que, contradiciendo lo tantas veces dicho y escrito, no fue la Legión Cóndor, ayuda de Hitler a los generales sublevados Franco y Mola, el único elemento beligerante en saltarse las “normas bélicas”, o considerar objetivo a la población civil. “Nacionales” y “republicanos” eran vistos desde el otro lado como golpistas traidores. Dinamiteros de la monarquía, unos, sin plebiscito que lo avalase; iconoclastas de los buenos usos y costumbres, el derecho a la propiedad individual y la libertad de fe, o golpistas con sable los de enfrente, fascistones esgrimiendo la cruz, cual martillo pilón, y obsesionados por recluir a las mujeres en su rinconcito oscuro, procreador, entre nubes de incienso y polvo de sacristía, plegadas siempre a la voluntad del varón. Consecuentemente, a los mandos de uno y otro lado les esperaban ejecuciones sumarísimas, por más que ello implicase convertir en papel mojado acuerdos internacionales, protocolos humanitarios y buenos deseos firmados a raíz de la I Guerra Mundial.
Alfonso Olaso, que hubiera sobrevivido a sus heridas, fue fusilado antes de concluir 1937, año de odios exacerbados, revanchismo y hecatombes.
Vicente Palacios González, conocido para el fútbol por su primer apellido, gijonés de Veriña y atacante fuerte, rápido y con regate, estuvo compitiendo con el Sporting desde la temporada 1918-19 hasta 1923-24, proclamándose, además, campeón de la Copa del Príncipe (1922) con la selección asturiana. Cuando sus obligaciones laborales le llevaron hasta Madrid fichó por el Atlético, donde el 10 de febrero de 1929 pasaría a la historia rojiblanca como autor del primer gol “colchonero” en el Campeonato de Liga, que también degustó ya talludito y con la mente más puesta en sus quehaceres ajenos al balón. Profesor Mercantil, como Alfonso Olaso, regentaba en el madrileño barrio de Chamberí un pequeño negocio de frutería. Lo asesinaron en retaguardia durante el mes de agosto de 1936, cuando el alzamiento militar apenas comenzaba a expandirse territorialmente.
Al interior bilbaíno Dámaso Urrutia Gallegos (3-X-1903), podríamos considerarlo coleccionista de conflictos mientras vistió de corto. Tras competir con la Deportiva Ovetense -temporada 1923-24-, saltó al Levante como profesional encubierto, algo que entonces la legislación federativa sancionaba con gran severidad. Siendo estrella levantina pasó al Valencia C. F., tras un descarado pasteleo en el partido que enfrentó a ambos durante la segunda vuelta del Campeonato regional. Los “granotas”, entonces, procedieron a denunciarlo, al tiempo que se defendían de una acusación muy similar, formulada desde Oviedo. Entre una cosa y otra, al jugador apenas pudieron verlo sobre el terreno de juego ni “chés” ni levantinistas, gran parte del ejercicio 1926-27. La Federación Española concluiría dando la razón al Levante, al tiempo que amparaba su derecho a retenerlo. Pero Urrutia, que obviamente manoseaba otros planes, prefirió seguir vistiendo de blanco. Poco tiempo, la verdad, porque propenso como era a cambiar de aires, tardó muy poquito en salir hacia Madrid, cuando el Atlético le puso más billetes en la mano.
Nadie, empero, podía discutir sus virtudes futbolísticas. Dueño de un toque preciso, prodigaba pases magníficos tarde sí y tarde también, sin hacer ascos al derroche físico, sustentado en una gran capacidad atlética. Con muy buenos registros goleadores, merced a su envidiable remate de cabeza, el reconocimiento oficial del profesionalismo facultaría su retorno a Oviedo -temporadas 1928-29 y 29-30- para rubricar 25 goles en 34 partidos de 2ª División. Durante el verano de 1930 la Leonesa satisfizo 3.500 ptas. de traspaso al Oviedo, e hizo las maletas, una vez más, ahora hacia la ciudad de San Marcos y San Isidoro. En 1936, ya retirado, ejercía en Gijón como conserje. Y allí lo asesinaron unos furibundos republicanos, durante los primeros y turbulentos días que señalaron el comienzo de nuestra Guerra Civil.
El portero Manuel García de la Mata Pérez, para el fútbol “Mata”, nació coyunturalmente en Cádiz (1903) porque erra allí donde estaba destinado su padre, militar de Marina. Desde la temporada 1924-25 hasta 1928-29 formó parte del At Madrid, sin degustar el campeonato Nacional de Liga, puesto que no lo alinearon en ningún partido de la edición inaugural. Aún hoy resulta imposible pontificar sobre las circunstancias de su muerte, puesto que siguen antojándose posibles las dos versiones que sobre ella corrieron. La primera y en apariencia más fundamentada, sugiere que se hospedaba en una pensión cuya dueña, amiga de falangistas y decidida a salir del Madrid republicano, movió hilos en tal sentido, con tanta torpeza como funestos resultados. Y es que su indiscreción propiciaría la visita de oficiales de la 36 Brigada Mixta, asegurando, eso sí, ser derechistas comprometidos en el empeño de trasladar hasta zona nacional a quienes, como ellos, abominaban cuanto significara república e ideario anarquista o bolchevique. Nada recelaron huésped y pupila, hasta verse en un chalet de Usera, para ser interrogados brutalmente, primero, y asesinados después, el 18 de octubre de 1936, junto a 7 desgraciados más. Otras fuentes apuntan a que podrían haberlo sacado de la embajada de México, donde halló refugio, hecho este, el de la demanda de amparo, que sí parece cierto. Verdad incontrovertible es que uno de sus hermanos reconoció el cadáver con fecha 9 de noviembre, y que concluida la guerra en ese siniestro chalet aparecieron los restos mortales de 67 personas.
Sus hermanos, por cierto, también merecen alguna atención. José Enrique por haber jugado en el Stadium y Tranviaria, antes de convertirse en presidente de la Federación Castellana de Fútbol. Y Juan, marino de guerra, como su progenitor, al haber sido arrojar al mar en Cartagena durante los primeros compases del levantamiento militar, por fieles a la República.
Al atacante Ramón Mendizábal Amézaga (Santurce, Vizcaya, 5-XI-1914), sus estudios lo hicieron saltar del Real Madrid al Athletic Club bilbaíno, y desde este al At. Madrid, hasta ingresar en el Hércules de Alicante la última temporada prebélica, donde, por cierto, dejó bien sentado con 22 años que su sitio estaba entre los buenos de 1ª División. En julio de 1936 se hallaba en Pamplona y, por esos avatares curiosos que ponen al ser humano en lugares impensables, se encontró pilotando aviones. El suyo resultó tocado y, consciente del valor que aquellos aparatos tenían para decidir la suerte del conflicto, lejos de lanzarse en paracaídas quiso salvarlo. Los mandos, y especialmente el timón de cola, no respondieron. De ahí que se estrellara en la provincia de Córdoba. Su último club, el Hércules, le dedicó en 1936 una placa, como “Caído por Dios y por España”.
Antonio Mazarrasa Fernández de Henestrosa (Santander 12-VIII-1909) también había jugado en el At. Madrid, aunque poco. Tan sólo 4 partidos de Liga durante la campaña 1928-29, con un gol marcado, y 3 a lo largo del siguiente ejercicio. Buscando más minutos y ya sin sueños de gloria, pasaría por el Unión Sporting, de Madrid, y la Sociedad Deportiva Alcántara, igualmente de la capital madrileña, en esta última desde 1933 hasta 1935.
Su padre, monárquico y católico reconocido, militante carlista, se afincó en Madrid, y con él toda la familia, al ser elegido senador en representación de Álava. Padre e hijo, por tanto, no hubiesen podido pasar inadvertidos cuando el odio nubló demasiadas entendederas. Estaban fichados. Detenido al igual que otros muchos, no por lo que hubiesen hecho, sino por cuanto se suponía tal vez llegasen a hacer, pasó algún tiempo en la Cárcel Modelo, hasta formar parte de una saca, en noviembre de 1936. Trasladado a Paracuellos del Jarama junto a centenares de prisioneros preventivos procedentes de las cárceles de San Antón, Porlier, Ventas y La Modelo, fue víctima de aquella orgía sangrienta sobre la que tanto se ha escrito, a veces buscando explicaciones inútiles, por imposibles.
Entre los días 6 de noviembre y 2 de diciembre nuestra historia contemporánea vivió su página más dantesca, con el asesinato, mediante ametrallamiento en muchos casos, como mínimo de 5.300 reclusos supuestamente simpatizantes con la insurrección. Entre ellos militares de carrera, falangistas de a pie o con rango, políticos, artistas, escritores, tenderos, oficinistas… Y jugadores de fútbol.
Intolerancia y barbarie torcieron también la senda vital que hubiera debido seguir el deustoarra Manuel Suárez de Begoña, jugador del Athletic Club, At. Madrid, Arenas Club de Guecho en tres etapas distintas, Betis y Hércules alicantino, donde tuvo a sus órdenes al también infortunado Mendizábal. A sus 13 años ya disputaba partidos con el equipo suplente, o “B” del Athletic bilbaíno. Tiempo después, mientras estudiaba en Inglaterra, practicó activamente fútbol y atletismo, proclamándose en 1927 campeón universitario con el balón de por medio, y obteniendo varios títulos como atleta. Llegó incluso a entrenar con el primer equipo del Sunderland, sin desentonar entre los “pros”, y aunque jugó algunos partidos con el Athletic nada más retornar a Bilbao, el arranque del Campeonato Nacional de Liga lo vivió luciendo los colores del Arenas Club, luego de que para recuperarse de una lesión y adquirir tono se alineara con el At. Madrid. Su aventura bética -temporada 1929-30- se resolvió con el cobro de 15.000 ptas. al suscribir contrato, una nueva lesión y regreso al equipo guechotarra. Seleccionado para representar a España frente a Portugal, no llegaría a debutar. Y empezaba a estar de vuelta cuando Larrínaga, presidente del Hércules alicantino, pero natural de Bilbao, le convenció para jugar junto al Mediterráneo. Su debut frente al Elche C. F., rival por antonomasia, difícilmente hubiera podido antojarse más esperanzador, con dos goles anotados sobre los tres que representaron la victoria a domicilio.
En enero de 1934, la destitución del húngaro Lippo Herktza le llevó a hacerse cargo de los entrenamientos, al tiempo que seguía actuando como jugador. Para sorpresa de muchos hizo al equipo campeón de 2ª División, ganándose el derecho a militar entre los grandes la campaña 1935-36. Semejante éxito sólo admitía un premio: el refrendo como entrenador para el debut de la entidad en nuestra máxima categoría. Su retorno a Vizcaya tendría que esperar, de momento, y con él los frontones, puesto que, gran aficionado a la pelota vasca, rayaba como pelotari a una altura no muy inferior a la del fútbol. El Mediterráneo, al menos, le proporcionaba múltiples escenarios donde practicar la natación, otra de sus pasiones deportivas.
Su honorable estreno en Primera, traducido en renovación contractual, determinó que al producirse el alzamiento estuviese en Alicante, preparando el ejercicio 1936-37, sin efecto, claro está, ante los acontecimientos ulteriores. Allí se sentía bien, respetado, admirado incluso. Entre amigos. Departía regularmente, al parecer, con jóvenes seguidores de Ramiro Ledesma Ramos, Onésimo Redondo y José Antonio Primo de Rivera, sin que a día de hoy haya podido demostrársele cualquier connivencia falangista. Alguien, sin embargo, le había puesto en el centro de su diana, por aquello de “dime con quién andas y te diré lo que eres”. Mala cosa, cuando en pleno delirio fundamentalista se disparaba tan alegremente, sin remordimientos ni preguntas que hiciesen perder el tiempo.
Apareció muerto en una cuneta de Aguas de Busot, “paseado” durante la noche o madrugada del 23 de agosto de 1936. Aún no había cumplido 40 años, por más que todas las bases de datos se empeñen, desde “internet”, en hacerlo nacer con varios de adelanto. Finalizada la guerra, el Hércules le dedicó una placa como “caído por Dios y por España”. El Ayuntamiento alicantino, sumándose a los fastos victoriosos, acordaría honrar su memoria rotulando una calle como “Deportista Manuel Suárez”.
Atlético fue también, aunque se le recuerde sobre todo como “merengue”, Monchín Triana del Arroyo (Fuenterrabía, Guipúzcoa, 28-VI-1902). Perteneció al Athletic de Madrid desde 1919 hasta 1928, o dicho de otro modo, protagonizando la transición desde la filialidad de su homónimo bilbaíno, a la absoluta independencia y el difícil empeño de disputar el cetro a su rival blanco. El advenimiento del Campeonato Nacional de Liga le sirvió para cambiar de indumentaria y estrenarse con 4 goles en los 13 partidos que disputó, sobre un máximo de 18. Delantero intuitivo, muy habilidoso en el manejo del esférico, destacaría, al decir de los cronistas, por su comportamiento elegante y caballeroso, tanto sobre el césped como fuera del campo. De ideas conservadoras y tan buen estudiante como para convertirse en notario, su activa participación en la Sanjurjada se tradujo para él en una primera detención y la pérdida de su hermano José María, asesinado por “revolucionarios” durante un tumulto en La Castellana, según recogió la prensa. Tuvo que ser él quien cargase con el cadáver y lo llevara a casa. Si su rendimiento deportivo mermó, y mucho, durante los ejercicios 1929-30, 1930-31 y 1931-32, el último de su carrera deportiva, la causa ha de buscarse en los estudios. Internacional contra Portugal, en Sevilla, el 19 de marzo de 1929, choque saldado con rotunda victoria por 5-0, ya había sido seleccionado con anterioridad para los Juegos Olímpicos de París, durante su etapa “colchonera”, si bien no llegaría a actuar. Y tuvo también el mérito de marcar el primer gol en el Stadium Metropolitano, ante la Real Sociedad de San Sebastián, en mayo de 1921.
Al estallar la guerra ejercía como notario, conforme se ha avanzado. Sus antecedentes hacían de él un potencial peligro. Y al igual que tantos otros en similar situación, fue conducido a la Cárcel Modelo. Allí, según unas fuentes sería asesinado el 5 de noviembre de 1936, a los 34 años. Otras, sin embargo, lo dan por muerto en Paracuellos, el 10 de agosto de 1936. Las desgracias familiares a causa del compromiso político de sus miembros, no acabaron ahí. El día 11 de agosto, o sea el inmediato a su deceso e igualmente en Paracuellos, corrieron idéntica suerte sus hermanos Ignacio y Enrique.
Cuesta entender que aún hoy haya quien continúe haciéndolo morir en La Modelo, tres meses después de que familiares y amigos guardasen luto. Su nombre, junto a los de Ignacio y Enrique, figura en todas las listas elaboradas tras la exhumación y a partir de múltiples testimonios -confesión de carceleros, la voz de otros presos más afortunados, miembros de Cruz Roja, documentos oficiales o el diario del periodista soviético Mihail Koltsov-. Sorprenden las dudas, máxime mediando unas declaraciones de Santiago Bernabéu, contra Santiago Carrillo, como respuesta a la hipotética intervención del líder comunista en el fichaje de un jugador yugoslavo por el Sporting gijonés, de la que se hicieron eco algunos medios: “Si le gusta el fútbol -sentenció entonces Bernabéu-, podía haberse interesado por Monchín Triana, que fue asesinado en Paracuellos”.
La implicación de Carrillo en aquella atrocidad, siquiera fuese por omisión, resulta tanto hoy, como durante los días del tránsito a la democracia -cuando el presidente “merengue” lanzó su andanada-, del todo incuestionable. Bernabéu no sólo tenía buena memoria. Era de los que no olvidaban.
Tras el último parte de guerra, la Federación Castellana creó un campeonato de aficionados a su nombre, que permanecería vigente a lo largo de 6 lustros. En 1953 todavía se instituyó el Trofeo Monchín Triana, que pretendía premiar la fidelidad a un club, por más que quien le otorgara el nombre hubiese cambiado de colores. En su primera edición correspondió al medio “ché” Vicente Puchades, y el último en recibirlo sería Enrique Yarza (1968), eterno guardián del portal zaragocista. Desgraciadamente, ambos nos dejaron hace unos años.
La sangría en el At. Madrid, fue grande. El club posee una foto histórica que, por su crudeza, debería ver la luz en libros de texto, como testimonio de un pasado vergonzante y aviso de lo que jamás debe repetirse. Con su uniforme a rayas y todos en pie, un día posaron Pololo, caído durante la Revolución de Asturias; Luis Olaso, evadido de zona republicana para alistarse como médico en las brigadas de requetés navarras; Fajardo, oficial de Ingenieros mientras duró la contienda; Barroso, capitán en la aviación franquista; Burdiel, oficial de Ingenieros; Monchín Triana, asesinado; De Miguel, asesinado en Paracuellos, según algunas fuentes, si bien otras lo hacen fallecer apenas hubo concluido el conflicto, incapaz de sobreponerse al hambre y padecimientos de distinta índole; Alfonso Olaso, fusilado en Teruel; Vicente Palacios, asesinado alevosamente por una “brigada del amanecer” en el Madrid republicano. De los once, sólo Quico Martín y Ortiz de la Torre, no consta tuvieran que mirar a la muerte cara a cara, o recibir su abrazo de muy mala manera, antes de tiempo.
Haríamos bien si, por fin, desterrásemos la fábula de una conflagración que prefirió tragarse el regate de las gentes del fútbol.
Nuestra guerra no fue una historia de paladines y villanos, de heroicidades a tumba abierta y profanadores sacrílegos. Estuvo más cerca del odio, el sinsentido y los disparos en la nuca, que de los cantares de gesta envueltos en idealismo y tañidos de laúd. Si algo tañó durante casi tres años, serían las campanas: a rebato con cada bombardeo; a miedo, mañana y tarde; a muerto siempre. Por supuesto que no hubo en ella tanta sobreabundancia de ideales, y aun éstos, muchas veces, serían degollados en flor. Fueron más los compromisos fruto del lugar donde cada cual se hallaba el 18 de julio de 1936. Compromisos, también, al amor de homilías inspiradas por la espada de algún ángel vengador, o insuflados por el verbo fiero de agitadores empecinados en la revolución, costara ésta lo que costase. Una guerra dirimida entre sarna, piojos, escasez alimentaria, canciones amenazantes, porque siempre es mejor cantar que llorar, frío, congelaciones, hospitales de sangre con más vendas y esparadrapo que esperanza, cerrazón mental, donde debería haber asomado la lucidez, e imposición de ideas puño en alto, flecha a flecha o a golpe de yugo. Miseria, en suma, para dar y tomar.
Guerra con italianos a los que nada importaba nuestra suerte, con carros de combate rusos, a costa de mucho oro, aviación alemana en modo entrenamiento, cara a la II Guerra Mundial, y regulares marroquíes a cambio de una paga exigua, saqueos ocasionales y concupiscencia urgente de pajar en pajar, al borde de los caminos o a la sombra de álamos cuyo ulular, rasgando el viento, ensordeciese súplicas, gritos y llanto.
Una guerra que, como todas, extrajo de la especie humana, junto a rasgos de abnegación y entrega, los peores instintos.
Durante 1936, por el Madrid convencido de resistir secularmente, circulaba cierto chiste en voz baja, de rebotica en barbería y de limpiabotas a estraperlista: “Vuelan en un avión un fascista, un comunista y un anarquista. El avión pierde un motor y cae. A bordo sólo hay un paracaídas. ¿Quién crees que se salva?”. El aludido solía encogerse de hombros, ante de responder con un: “¡Ni idea!”. El boticario, limpiabotas, estraperlista o barbero, enfatizaba entonces, entre sonrisas: “¿Y qué más da?”.
El pueblo a menudo es sabio. Los madrileños, cuando la Guerra Civil apenas empezaba, tenían claro que ganara quien ganase, todos, sin excepción, iban a perder mucho.
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