La prepotencia que impidió disputar una final de Copa
De Eduardo Muñoz ValdésSi miramos la clasificación histórica de la Liga española observamos que, entre los 20 primeros equipos clasificados, son nueve los que saben lo que es ganar un campeonato liguero, cuatro más los que han obtenido en alguna ocasión el subcampeonato, y los restantes seis nunca han podido terminar en alguna de las dos primeras plazas.
Si hacemos la misma comprobación referida al torneo de Copa, son doce los que han podido alzar el trofeo en alguna ocasión y de los ocho restantes, han jugado al menos una final todos salvo dos, el Racing de Santander y el Real Oviedo.
Al margen de que haya que tener en consideración que del torneo copero se han disputado más ediciones, los resultados corroboran la afirmación generalmente aceptada en el mundo del fútbol de que la Liga, por ser el torneo de la regularidad, resulta más difícil de ganar que la Copa, competición más proclive a las sorpresas (pese a que el formato en España pocas veces ha tenido que ver con el seguido en otros países, en los que se incentiva que equipos modestos puedan doblegar a otros más poderosos) donde no es necesario un óptimo rendimiento prolongado durante muchos meses.
Resulta extraño pues que, dos equipos como el santanderino y el ovetense, más o menos habituados a moverse entre la élite del fútbol español, con periodos de brillantez, no hayan podido tener el momento de gloria que supone disputar, al menos una vez, una final de Copa, tras más de un centenar de ediciones, como sí han logrado otros conjuntos con menos relevancia a lo largo de la historia.
En el caso del conjunto carbayón, en una ocasión el acceso a la final estuvo más que cerca, impidiéndolo unas circunstancias que tienen mucho que ver con la prepotencia.
Ocurrió en la temporada 1933/34 (de aquella se celebraba íntegramente en el año 1934 pues se disputaba el torneo a la conclusión de la Liga), cuando la suerte emparejó para las semifinales de la entonces Copa del Presidente de la República, al Betis con el Madrid por un lado y al Valencia con el Oviedo por otro (madridistas, béticos y oviedistas desprovistos en su nombre del término “Real”). Si los merengues eran ligeramente favoritos en su eliminatoria, en la otra el favoritismo era más claro a favor de los de la capital del Principado.
Los encuentros de ida tuvieron lugar el 22 de abril de 1934, registrándose en Sevilla una victoria madridista por 0-2, que suponía confirmar las previsiones y dejaba en clara franquía la eliminatoria para los blancos.
En Valencia, en el otro choque, con arbitraje de Melcón, los locales —uniformados con camiseta roja y pantalón negro— alinearon a Cano; Torregaray, Pasarín; Bertolí, Iturraspe, Conde; Torredeflot, Montañés, Vilanova, Costa y Sánchez. Por el bando visitante jugaron: Óscar; Calichi, Jesusín; Castro, Sirio, Chus; Casuco, Gallart, Lángara, Herrerita y Emilín. Estos cinco últimos conformaban la bautizada como “delantera eléctrica”, probablemente la mejor delantera del momento.
El marcador de Mestalla llegó a reflejar un claro 0-2 (marcaron Lángara y Casuco) para un conjunto oviedista que estaba siendo superior, a decir de las crónicas, confirmando las predicciones, lo que casi suponía dejar resuelta la eliminatoria. Cuando los del Turia marcaron dos goles en los minutos finales del choque por mediación de Bertolí y Vilanova, y el partido concluyó 2-2, nadie en la casa azul le dio importancia a la igualada recordando que en la reciente visita valencianista en Liga, el Oviedo había vapuleado a los chés por siete goles a cero (justo dos meses antes, el 22 de febrero). El conjunto carbayón, que se mostraba débil en el aspecto defensivo, sobre todo jugando a domicilio, era temible por su facilidad goleadora, más jugando como local en su estadio.
Y es que a nadie se le pasaba por la cabeza si quiera la posibilidad de que no golease en el encuentro de vuelta; el estadio de Buenavista no había conocido ninguna derrota del conjunto local en los más de dos años que tenía de vida. Los números que presentaban los azules desde el traslado al nuevo estadio eran para asustar a cualquier visitante. Sólo en Liga, en la primera temporada, en 2.ª División, ocho victorias y un empate con 41 goles a favor y 9 en contra fue el balance de los partidos disputados como local. Logrado el ascenso, en la campaña siguiente y ya en 1.ª División, los números fueron similares con, de nuevo, ocho victorias y un empate, marcando 39 goles y encajando 14. Sumando todas las competiciones (campeonato regional, Liga y Copa de España) hasta la llegada del conjunto valencianista en aquel encuentro de vuelta, el Oviedo había disputado veintiocho partidos oficiales en su nueva casa, con unos números más que elocuentes: veinticuatro victorias, cuatro empates y ninguna derrota, con 131 goles a favor y 36 en contra. Los azules anotaban una media de casi cinco goles por encuentro que jugaban en Buenavista, encajando poco más de uno. Se daba por seguro que en el encuentro de vuelta se certificaría el pase a la final de los oviedistas, hasta el extremo de que en la capital asturiana comenzaron los preparativos para una final a disputar previsiblemente frente al Madrid. Dándose por hecho por todos que la final enfrentaría a merengues y carbayones, era casi una certeza que se disputaría en Santander, comenzándose a organizar desde la capital asturiana trenes especiales para el viaje hasta la ciudad cántabra.
Con arbitraje de Escartín en el partido de vuelta, una semana después, el entrenador local, Emilio Sampere, quizás influido por el ambiente de optimismo desmesurado que se había creado y forzado por unos directivos que en aquellos tiempos tenían por costumbre inmiscuirse sin pudor en las cuestiones técnicas, cometió la osadía de reservar a un jugador como Gallart para una final que no se había logrado (formaron Inciarte y Casuco el ala derecha fracasando estrepitosamente). Unido a ello que el campo registró una pobre entrada al haberse subido el precio de las entradas hasta las cinco pesetas (una más de lo habitual) y pese a que el Valencia introdujo en la alineación algún cambio (Abdón y Villagrá jugaron en lugar de Montañés y Sánchez), el resultado sería una merecida victoria visitante por 1-3 con dos goles de Costa y uno de Villagrá que hicieron inútil el tanto de Emilín para los de casa. Tras los choques de aquel 29 de abril, no hubo final ni para los oviedistas ni para El Sardinero santanderino, pues madridistas y valencianistas acabarían disputando la final en Barcelona, en el estadio de Montjuich.
Emilín confesó años después al periodista Manuel Sarmiento Birba que durante el descanso del primer partido en Mestalla se les indicó, por parte de los dirigentes del club ovetense, la conveniencia de no sentenciar la eliminatoria, invitándoles a que «no apretasen mucho» en la segunda parte para no perjudicar la taquilla venidera en Buenavista en la vuelta. Con la perspectiva que ofrece el tiempo, la confesión de Emilín explica las declaraciones que recogía la prensa tras el encuentro de Valencia del capitán oviedista Óscar Álvarez: «Este empate dará mayor interés al segundo partido y una mejor recaudación a nuestro club».
La victoria del Oviedo en Valencia por 0-4 en la Liga siguiente, certificando la superioridad del conjunto azul en aquella época, lejos de suponer una venganza deportiva supuso aumentar el lamento por la ocasión perdida de haber disputar una final copera.
La prepotencia cometida en el viejo Mestalla, cuando la recomendación hecha por los dirigentes de «no apretar», impidió sentenciar la eliminatoria en la ida, y la confianza desmedida en la vuelta, que se demostró injustificada, quien sabe si fueron el germen para que, desde entonces, una extraña maldición acompañe el triste devenir del Real Oviedo por un torneo como es la Copa, en el que no ha hecho otra cosa que acumular resultados calamitosos y decepciones continuadas, cuyo techo ha sido la semifinal referida y otra disputada en 1946.