El fútbol sin patrón
De José Ignacio CorcueraPor sorprendente que pueda parecer y pese a la ingente cantidad de canonizados, el fútbol y los futbolistas carecen de santo patrón. Lo poseen los atletas (Sebastián), los músicos (Cecilia), las amas de casa (Ana), o los funcionarios (Mateo). También hay santos para escritores (Juan Evangelista), marinos (Telmo), estudiantes (Tomás de Aquino), veterinarios (Eloy), agricultores (Isidro Labrador), arquitectos (apóstol Tomás), bordadoras (Clara), costureras (Cecilia), cerrajeros (Pedro), choferes (Crsitóbal), actores (Juan Bosco), carteros (Gabriel) o artilleros (Bárbara). Por si un solo santo no fuera suficiente, hay profesiones con dos patronos, como taberneros (Marta y Teodoto), abogados (Raimundo de Peñafort y Tomás Moro), bancarios (Mateo y Miguel) o cocineros (Lorenzo y Marta), y hasta algunas con 3, como es el caso de los dentistas (Apolonio, Cosme y Damián). También los gremios o actividades más nuevas quisieron contar con su protector, y así tenemos a los fotógrafos (Verónica), e incluso a los locutores de radio (Gabriel Arcángel). Incluso los animales domésticos tienen su santo (Antonio Abad). Pero el fútbol y los futbolistas, pese a su enorme arraigo popular, nada de nada. ¿Acaso nadie se preocupó de ello durante los años del nacionalcatolicismo?, pensará alguien. ¿Ni siquiera cuando Franco paseaba bajo palio y los obispos saludaban brazo en alto, volvieron su vista los bienpensantes hacia el mundo del balón?. Pues sí y no, sería la respuesta. Pensaron en el patronazgo, es cierto, aunque sobre este punto, como sobre otros muchos, el universo balompédico hizo gala de su tradicional desunión. Y eso que había un mártir tan propicio como para antojarse fabricado ex profeso.
Si bien fue bautizado como Francisco, Francisco de Beráscola y Sáenz de Castañiza, por más señas, en la iglesia vizcaína de San Juan de Molinar (Gordejuela), el gélido 13 de febrero de 1564, habría de quedar para la historia eclesiástica y una cerámica adosada al baptisterio de dicho templo como Fray Francisco. Gracias al largo poema en octavas rimadas de Fray Alonso Gregorio Escobedo, confesor de la Orden Franciscana en Andalucía, sabemos bastante acerca de Beráscola, a quien habría conocido durante sus dos años de postulado, o en su defecto oiría hablar de él, puesto que desembarcó en Florida allá por 1587, bajo la dirección de Fray Alonso Reinoso y en compañía de otros 12 religiosos. Era el vizcaíno alto y fuerte, todo un atleta, de armas tomar, o poco menos:
“ganó de muchos indios la victoria,
luchando contra ellos pecho a pecho
y tirando la barra a largo trecho”.
Fue misionero en Santo Domingo de Asao, isla hoy conocida como Sanit Simon, próxima al islote de Jekil y en la región de Savannah, Atlanta, que muchas películas de Hollywood convirtieron en referencia familiar durante los años 50, al rebufo de “Lo que el viento se llevó”. Luego, cuando el 23 de setiembre de 1595, a sus 31 años fuese enviado de misionero a Florida, recorrió los hoy turísticos arenales, sus pantanos habitados por tribus semínolas, y tuvo ocasión de confraternizar con muchas de ellas, hasta el punto de intervenir en un curioso juego consistente en golpear la pelota a puntapiés, buscando encajarla en una especie de arnero colocado sobre la copa de un pino. Era el deporte rey entre aquellos indios. Algo ni remotamente parecido al fútbol, por más que empleasen el pecho, los hombros o ambos pies, y no la mano, como ocurría con la antigua pelota castellana, hoy prácticamente reducida al país vasco y la región valenciana.
Aquellos partidos no concluían hasta alcanzar los 50 tantos, prolongándose, lógicamente, durante semanas. Cada equipo estaba compuesto por 20 hombres y da la impresión de que valía casi todo, con tal de que la pelota alcanzase la señal. Pasatiempo de guerreros, al fin y al cabo, más prueba de fuerza que de picardía o astucia, conectado quizás con el “rugby” inglés o el “calzio” florentino, puestos a buscar parentescos:
“Juegan a la pelota (que si acierto
a daros de ello cuenta, será gusto)
de veinte en veinte, puestos en concierto
cada cual agilísimo y robusto;
el que trae la pelota es tan despierto
y juega con certeza y tan al justo,
que no hay regla por plana nivelada
cual su pelota va, siendo arrojada.
Fijan en tierra un pino con presteza
de más de diez estados de longura,
y en lo más alto del con sutileza
ponen como de arnero una figura.
Salen todos cuarenta con destreza
al campo, donde muestran su locura,
donde le dan principio al juego triste
que a muchos de dolor perpetuo viste.
Suele durar el juego un mes entero,
aunque vuelven a él todos los días.
El que trae la pelota placentero
procura dar juego por varias vías;
más su fuerte contrario anda ligero,
por estorbar no juegue, con porfías,
poniéndole las manos por delante
porque el pie de la tierra no levante.
Estos dos andan libres como digo;
los otros treinta y ocho tienen guerra;
oprime cada cual a su enemigo
y con sus fuertes brazos lo echa en tierra;
si socorren los unos a su amigo,
que la pelota en mano diestra aferra,
los otros, al varón que al indio aqueja
y dejarle jugar jamás le deja.
Y cuando a la señal el indio toca,
sus amigos dan gritos de alegría,
que a darlos la ganancia los provoca,
porque dar en el blanco es bizarría.
La otra escuadra queda como loca
y no alza los ojos todo el día,
por ver que su contrario ganó el juego,
y lo siente en el alma sin sosiego.
Cuando la oscura noche va llegando,
se divide la gente sin juicio,
por las narices sangre derramando
de haber ejercitado aquel oficio;
otros con mil dolores van gritando,
conocida señal y cierto indicio,
que llevan contra sí gran desconcierto
por ser grande el dolor y sentimiento”.
Durante la primavera de 1597 se puso en marcha una expedición exploradora y de evangelización por el actual estado de Georgia, siendo él uno de los arriesgados participantes. Las cosas se torcieron casi desde el principio. Mosquitos y plagas, verdaderos diluvios, la enfermedad, el miedo y unos indios recelosos, hostiles, sin apenas puntos en común con los “pacíficos” practicantes del “rugby-calzio”, convirtieron cada legua recorrida en un suplicio. Finalmente, el 18 de setiembre de 1597, fue martirizado a pedradas, puñaladas y golpes de maza, con otros 4 franciscanos: el madrileño Pedro de Corpa, los extremeños Antonio de Badajoz y Blas Rodríguez, y el aragonés Miguel de Añón, a quienes los obispos americanos levantaron un monumento en 1954.
Había, por lo tanto, mártir “futbolista”. ¿Por qué no convertirlo en patrono?, se planteó en 1955, sin duda imbuido por el recuerdo hecho piedra de los prelados estadounidenses, Monseñor Casimiro Morcillo, a la sazón obispo de Bilbao y en los 60 arzobispo de Madrid. Para reforzar su idea y avanzar algún paso en pro de la beatificación, hizo imprimir unas “Bienaventuranzas del deportista”, distribuidas por toda la diócesis. Rezaban así:
I.- Bienaventurados los que cultivan el cuerpo, porque es el templo del Espíritu Santo.
II.- Bienaventurados los que luchan por ganar un trofeo, porque se esforzarán más por el premio que no perece. III.- Bienaventurados los que al aire se divierten, porque no pudren su corazón. IV.- Bienaventurados los que juegan con coraje y sin ira, porque se están haciendo personas. V.- Bienaventurados los que aceptan la derrota sin venganza, porque se están haciendo cristianos. VI.- Bienaventurados los que saben jugar en equipo, porque a la vida hemos de ir juntos. VII.- Bienaventurados los que disciplinan su cuerpo en el deporte, porque a la vez templan su espíritu contra la tentación. VIII.- Bienaventurados los que en el juego y en la vida se consideran espectáculo de los seres humanos y de Dios. |
Su iniciativa no tuvo éxito, en buena medida por haber herido susceptibilidades en las diócesis extremeña, madrileña y zaragozana. ¿Acaso junto a Francisco de Beráscola no habían sucumbido también representantes de dichas regiones?. ¿A cuenta de qué, entonces, otorgar el patronazgo sólo al vizcaíno?. Hoy la disputa puede antojársenos pueril, pero no debía serlo cuando las parroquias competían entre sí por el volumen de sus recaudaciones para el Domund o en el Día de Ayuda al Seminario, cuando las emisoras de radio contaban no con uno, sino con varios espacios religiosos, se distribuían por suscripción 20 revistas religiosas mensuales, la fe era calibrada por signos externos, el incipiente flujo turístico se antojaba amenaza luciferina y las diócesis menos pródigas en santos canónicos miraban con cierta envidia a su vecina, mejor situada en tan pintoresco ranking.
Fray Francisco de Beráscola quedó con una sencilla lápida en el pórtico de la iglesia donde fuera bautizado -se había hecho instalar el 21 de setiembre de 1947, al cumplirse el 350 aniversario de su martirio- y el altar con cruz de granito sufragado por el grupo de montaña Goikomendi, destinado a perpetuar la memoria del carranzano en su barrio natal, desde setiembre de 1967. Todavía el 13 de febrero de 1980, en pleno asentamiento de la restaurada democracia, el Athletic Club bilbaíno se manifestó oficialmente pro-beatificación de Beráscola, mediante firma y rúbrica del presidente de su junta directiva, Beti Duñabeitia. Aquel documento ni mencionaba siquiera cualquier hipotética aspiración a un ulterior patronazgo.
Conforme se indicó al principio, todavía hoy, el fútbol, tan dado a la efímera idolatría de sus figuras, habituado a vestir y desvestir “santos” con pantalón corto, cuando por sí mismo alcanza rango de religión en muy distintos hemisferios -recuérdense, si no, tanto éxtasis histérico en Brasil o la Religión Maradoniana- sigue de espaldas al altar. Aunque bien mirado, ¿precisan santo patrón quienes congregan cada domingo a millones de parroquianos, sin distinción de razas, ideologías, rango social o colores?.
Quizás el fútbol continúe sin patrón porque la mismísima pelota de cuero ocupe su espacio en cualquier peana.