Guillermo Gorostiza: de «bala roja» a bala perdida
De José Ignacio CorcueraGuillermo Gorostiza Paredes, extremo izquierdo en el Athletic de preguerra o el Valencia campeón tras la victoria franquista, fue, en su época, ídolo equiparable a los más actuales Raúl, Xavi Hernández, Fernando Hierro, Butragueño, Quini, Santillana, «Tarzán» Migueli o Asesnsi. Al igual que ellos, disfrutó de gloria, títulos y dinero. Al menos de todo el dinero que aquel fútbol podía proporcionar. Sin embargo no supo encarar la vida, ni como futbolista ni, sobre todo, al colgar las botas. Para cuando quiso advertirlo, había precipitado su porvenir por el barranco del despilfarro y los vapores etílicos, en uno de los más clamorosos derrumbes del fútbol arcaico. Hoy día, cuando para tantos aficionados no es sino un ilustre desconocido, repasar sus andanzas podría tener mucho de lección.
Rapidísimo, ágil, ambicioso e intuitivo, y por todo ello 19 veces internacional cuando, hizo valer su potente disparo con la izquierda, saltó al celuloide, alimentó de sueños a miles de niños famélicos e hizo de su propia vida una fantasía interminable.
Hijo de un médico notable que llegaría a alcanzar la presidencia del Colegio Vizcaíno, en su casa hubo sirvientes, dinero para estudios, balones y juguetes, y ni uno sólo de los problemas que en demasiados hogares vizcaínos se afrontaba a diario para llenar los estómagos.
Siendo todavía un niño destacaba sobremanera en los partidillos de fútbol, mientras su escaso apego a los libros le hacía flirtear con el pelotón de los torpes en la escuela. De esa época dató su primer apodo, «Lorito», indudablemente inspirado por su perfil. El otro, el que habría de hacerle famoso, es decir «Bala Roja»(1), no le fue adjudicado hasta sus años de gloria en el Athletic bilbaíno.
Sorprende que lo de «Bala Roja» le acompañara como una prebenda incluso después de la Guerra Civil, cuando el término rojo si no estaba claramente proscrito, se adscribía al oprobio y la demonización. Pero no adelantemos acontecimientos, porque antes de que Gorostiza alcanzase la categoría de mito, sucedieron varias cosas.
Por ejemplo que su padre, harto de verle amontonar suspensos, decidió sacarlo del Colegio Sagrado Corazón, en Miranda de Ebro, para introducirlo de pinche en la Naval de Santurce; que continuó jugando al fútbol pese a la prohibición paterna, llegando a firmar contrato por 150 ptas. con el Arenas, recién cumplidos los 19 años; que como su progenitor continuara empecinado en no verlo vestido de futbolista, fue enviado a Buenos Aires junto a su hermano, de donde regresarían a los pocos meses tras padecer diversas dificultades(2); que desarrolló su meritoriaje en el Racing ferrolano, aprovechando bien su paso por la ciudad departamental, a la que había llegado con intención de ingresar en la Armada. O que durante su primera temporada como rojiblanco, 1929-30, jugase ya todos los partidos de liga (entonces sólo 18) y cantara 20 goles, convirtiéndose en máximo anotador del torneo. El público de San Mamés acababa de descubrir un nuevo ídolo en el chico que corría la banda izquierda sin que nadie acertara a pararle, y Mr. Pentland un seguro para su ambición de títulos. Todo ello después de que litigaran los rojiblancos bilbaínos con sus rivales de Las Arenas, a causa de aquellas 150 ptas. satisfechas años atrás como contraprestación contractual. Un partido amistoso en Ibaiondo y 21.500 ptas. para las arcas guechotarras zanjaron la discusión.
Mucho tuvo que agradecer Gorostiza en lo deportivo al inglés de puro inmenso e inseparable bombín. Fue Pentland quien, consciente de sus cualidades, encargó a Chirri II, ingeniero en el centro del campo atlético y tras su retirada de los estadios, no le pasase nunca el balón al pie, sino unos metros adelantado. El propio Pentland le enseñó a cortar el campo en diagonal, con los ojos clavados en la portería adversaria, para extraer el máximo provecho a su trallazo con la derecha. E igualmente Pentland, no sólo el entrenador más laureado de la historia bilbaína sino el que más hizo durante los años 20 y 30 por modernizar el fútbol español, quien le insuflara toda la confianza en sí mismo que necesitaba sobre el césped, y de la que carecía por completo al vestir de paisano. Pero también bajo tutela de Pentland comenzó a acercarse al mundo del alcohol y el lupanar, del jolgorio y la holganza, de la batahola y el derroche, para el que parecía estar predestinado.
El joven Guillermo Gorostiza en sus tiempos como pupilo de Mr. Pentland.
Poco eficaces resultaron los esfuerzos posteriores de entrenador y directivos, quienes incluso emparejaron a semejante torbellino con Isaac Oceja en las habitaciones de los hoteles, cada desplazamiento. Si Oceja, alto y enjuto como una creación de «El Greco», y austero, parco en palabras, digno y noble, no lograba contagiarle ninguna de sus virtudes, es que al muchacho no había quien pudiese encarrilarlo. Por desgracia ni el bueno de Isaac logró ejercer de bálsamo. Gorostiza siempre hallaba una última luz encendida, un último bar o una casa de tolerancia con la puerta entreabierta. Aparecía de madrugada, alborotado el flequillo y asomándole a los ojos el vértigo en que volcó su vida. Daba igual amonestarle. En el césped volvía a hacerse perdonar, desbordando contrarios e incrementando los guarismos del marcador.
Hoy, cuando hasta los clubes de 3ª División disponen de estatutos, regímenes de disciplina interna y estrictas normas de comportamiento, cuesta trabajo entender cómo Athletic y Valencia, dos entidades de alcurnia, se avinieron a soportar impertérritas las escapadas de semejante individuo. Por aquel entonces, claro, nada era como en la actualidad. El flemático Mr. Pentland actuaba con su muchachada fuera del campo como un padrazo condescendiente, encajando sin rechistar bromas que ningún técnico actual consideraría tolerables. Consta, por ejemplo, que una tarde, aprovechando su digestión de vino riojano -al que el inglés se había aficionado bastante-, los futbolistas atléticos cerraron a cal y canto las ventanas de la alcoba y le hicieron creer se había quedado ciego, disputando a voz en grito y a oscuras una imaginaria partida de mus. Más conocido resulta el rito de destrozarle el bombín de un puñetazo, al concluir las finales coperas saldadas con victoria rojiblanca.
Otros testimonios no harían sino incidir en la casi total ausencia de disciplina, como característica general en el fútbol antiguo.
José Luis Ispizua, compañero de Gorostiza como habitual suplente en el portal Atlético -y que, por cierto, conoció durante 4 años y en su condición de «rojo separatista» los penales de El Dueso, Puerto de Santa María, Sevilla y Dos Hermanas, al término de la Guerra Civil- recordaba, mirando hacia atrás lleno de nostalgia, el «libertinaje» de los jugadores tras cada partido: «Si estábamos fuera, cuando salíamos del vestuario nos decía el entrenador que el autobús partía a las 7 de la mañana. Muy pocos dormían en el hotel y, naturalmente, acabábamos encontrándonos casi todos en los mismos sitios. No nos cuidábamos mucho, pero teníamos una afición tremenda».
Parecía el caldo de cultivo ideal para que temperamentos irrefrenables como el de «Bala Roja» camparan a sus anchas. Y a fuer de sinceros, supo aprovecharse bien.
Quienes lo conocieron esbozan de él un boceto común. Infantilón, feliz aparentemente, escaso de personalidad y con menos voluntad aún, hacía de cada encuentro con los conocidos una aventura, sin importarle cuál pudiera ser su final. «Se tropezaba con un conocido por la calle y le preguntaba: ¿Qué haces, a dónde vas?. Si el otro le respondía que iba a misa, igual le acompañaba, tan tranquilo. Y lo mismo si le decían que a tomar una copa o echar alguna canita al aire. Así era Goros, un hombre bueno, aunque sin voluntad».
Fuese o no muchas veces a misa como acompañante, resulta incontestable que Gorostiza se descolgó en muchas más ocasiones por tascas, tabernas, cantinas y casas de lenocinio, al tiempo que desarrollaba una envidiable carrera en 1ª división, resumida conforme sigue.
Trayectoria deportiva de Gorostiza
Su endeble personalidad acabaría encontrando cómodo ese dejarse llevar, si bien una vez, al menos, supo plantarse ante alguien más bragado e iniciar la marcha atrás. Ocurrió durante la gira europea del Euskadi, especie de selección propagandísticodeportiva formada durante la Guerra Civil. Y ello teniendo como oponente dialéctico al gran Regueiro, uno de los caracteres más fuertes en el fútbol de preguerra, a la par que líder indiscutido entre los participantes en aquella malhadada aventura. De regreso a Bilbao mientras el Euskadi partía hacia América, Gorostiza combatió algunos meses en un Tercio de Requetés, y al finalizar las hostilidades volvía esperándole la banda izquierda de San Mamés.
Indiscutible al reanudarse las actividades, el Athletic decidió desprenderse de él antes de que echase a rodar la pelota en el torneo 1940-41. Varios fueron los motivos de tal decisión. Por un lado pesaba su constante indisciplina y malos hábitos. Por otro los 30 años recién cumplidos, edad casi provecta en un equipo reconstruido con sangre muy joven. Y finalmente estaba la nada despreciable oferta girada desde Valencia. Pero lo que acabó persuadiendo a presidente y directiva fue poseer en la recámara un sustituto de lujo apellidado Gaínza, escurridizo, veloz, y pillo como pocos.
Las 120.000 ptas. ingresadas por su traspaso pueden parecer poca cosa desde nuestra actual perspectiva. Sin embargo constituían una enormidad en el marco del país destrozado que era España, con sueldos que -cuando los había- difícilmente superaban las 850 ptas. Sirva también como contrapunto la referencia de su primer contrato con el Athletic: 500 ptas. mensuales y 18.000 de ficha por 3 años.
«Goros» comenzó muy bien junto al Turia, aunque sin abandonar viejos hábitos de vida. Ni el matrimonio -se había casado en 1937 con Virginia Alcaraz y de esa unión nacieron dos hijos-, ni la oscura atmósfera de posguerra parecían poder frenarle. Su entrenador, Eduardo Cubells, tampoco logró meterle en cintura. Y pese a que sus 21 goles contribuyeron decisivamente a la consecución del Campeonato liguero 1941-42, para el año siguiente prefirió contar con Salustiano, un extremo de mucha menor calidad futbolística, mal aceptado por la grada de Mestalla. Gorostiza jugó poco al año siguiente, cantó 2 únicos goles y los chés concluyeron en séptima posición. Entonces arreciaron las broncas del graderío a Salustiano, como forma de manifestar su disconformidad con Cubells y sus alineaciones. El técnico no tuvo más remedio que ceder. Gorostiza podría ser un problema fuera del campo, pero sobre el terreno de juego resultaba imprescindible, pesa a sumar 34 años. Y de ese modo, sus 14 goles, unidos a los 11 de Epi y los 29 de Mundo, más la colaboración de otros artilleros con menor puntería, catapultaron al once valenciano hasta un nuevo título la temporada 1943-44.
Toda la rivera del Turia volvió a rendirse al gran extremo. Jugaba endiabladamente, electrizaba al público, sacaba de quicio a las defensas adversarias. Pero seguía bebiendo como un cosaco, pese a las constantes amonestaciones de la directiva.
El medio Vicente Asensi, con quien compartió muchas horas de vestuario y desplazamientos, lo recordaba como una especie de Jekyll y Mr. Hyde.
«Le pegaba al vino o al coñac. Era una especie de droga para él. No lo podía evitar. Más noble y mejor persona, imposible; pero tenía que beber. Yo le he visto estar quince días sin probar el alcohol y no ser capaz de jugar, ni de enviar una pelota a quince metros. Sin embargo en otras ocasiones, como una vez en Vigo, llegar mal el sábado (beodo) y hacer un partido enorme al día siguiente. Era un «perdut». En vez de «Bala Roja» yo le llamaba «Bala Perdida».
Coincide en la descripción quien fuera presidente ché, el muy llorado Luis Casanova:
«A Gorostiza lo fichamos por consejo de Luis Colina (3). Y a pesar de todo lo mucho y malo que se habló y escribió sobre él, era un bendito. Una vez, después de ganar en Sevilla, se fue de juerga y apareció el domingo siguiente, en Vigo u Oviedo, no recuerdo bien, donde teníamos que jugar. Apareció por la caseta un empleado del campo y le dijo a Luis Colina: Oiga, ahí fuera hay un hombre con aspecto de pordiosero, empeñado en convencerme de ser Gorostiza. Yo, claro, no le he dejado pasar. Salió Colina como una flecha, metió al futbolista en los vestuarios, y éste, arrodillado, pidió perdón. Había que verle, llorando como un mocoso y solicitando ser alineado. Hizo un partido soberbio. Después, un juzgado de Sevilla nos reclamó 120.000 ptas. por daños causados en no sé dónde, un sastre otras 20.000… En fin, era único».
En Sevilla, al parecer, afloraban sus dos rostros como en ningún otro sitio. Así lo acredita otro suceso no menos definitorio.
Durante los años 40, la escasa autonomía de los autobuses movidos por gasógeno, y el deplorable estado de las carreteras, reducidas a un puro socavón, convirtieron al tren en vehículo ideal para el desplazamiento de los equipos de fútbol. Como entonces las ciudades eran mucho más pequeñas y los futbolistas no conocían la intensa presión a que hoy les someten sus hinchadas, solían cubrir los trayectos del hotel al estadio y viceversa, en servicios públicos de locomoción o andando. Y eso fue lo que un domingo decidieron hacer en la capital del Guadalquivir, Iturraspe, Lelé, Eizaguirre, Gorostiza y Epi.
No muy lejos del campo y observando les sobraba tiempo, se detuvieron en un bar para tomar café. Gorostiza pidió además una copa, se la bebió y aún solicitó otra. Epi, el más serio de todos y un poco conciencia colectiva, se lo reprochó. La respuesta de «Bala Roja» no se hizo esperar. «Pues mira por dónde, ahora no va a ser una copa, sino cuatro. Camarero, sírvamelas». Ante el estupor del cuarteto, Gorostiza las alineó en el mostrador y fue echándoselas al coleto, casi sin respirar. En el vestuario tuvieron que anudarle las botas a escondidas del entrenador, porque sus dedos no eran capaces de nada. Llegó el momento de saltar al césped y con muy pocos minutos jugados el árbitro pitó un penalti en el área local. Solía ejecutarlos nuestro protagonista (4) y allá fue, como si se hallara en plenitud. Casi no acertó al balón y en cambio dejó un boquete sobre la cal del punto fatídico. Los graderíos rieron, silbaron, e incluso llegó a escucharse el «¡Borracho, borracho!» desde las localidades económicas. Cuando Lelé acudió a levantarlo, porque se había caído de bruces, percibió su juramento. Iban a saber los andaluces quién era él.
Hora y media más tarde, el marcador registraba una cómoda victoria valenciana. La portería andaluza había sido perforada en 4 ocasiones con la decisiva participación del mismo jugador en todos los goles: Gorostiza. Un Gorostiza tan rabioso como para sobreponerse a la intoxicación etílica.
El «Bala Roja» de sus últimas tardes en Valencia. Algo pasado de kilos pero dueño aún de cierta velocidad y mortífero disparo con la derecha.
Tanto exceso, tanta juerga y vida desordenada, debía pasar factura tarde o temprano. Y aunque en su caso ocurriera más bien tarde, el tributo le resultó igualmente caro.
Al concluir la temporada 1945-46 había cumplido 37 años y la directiva ché decidió no renovarle. Cuatro tantos en el torneo liguero tampoco se antojaban aval merecedor de prórrogas. Su último gol con el escudo del Valencia fue el del honor en la final copera perdida en Montjuich, un campo que se diría maldito para los del Turia. Y aunque se le tributó un partido de homenaje, la recaudación del mismo resultó escasa, quién sabe si por culpa de la meteorología, el error al elegir contrincante, o porque el dinero no sobraba durante la dura y larga posguerra. Su presidente, al menos, le hizo entrega de una pitillera de plata, como obsequio personal, con esta inscripción: «A Guillermo Gorostiza, el mejor extremo izquierdo del mundo en todos los tiempos. Suyo afectísimo, Luis Casanova».
En Valencia no se acababa el mundo, debió pensar Guillermo. Su nombre aún decía algo al aficionado. ¿Por qué no iban a hacerle hueco en otras entidades?.
Parece que aporreó sin éxito algunas puertas, decidido a exprimir al cuero todo su jugo. Pero como todavía faltaban varios lustros para inventar la figura del representante y su mala fama le precedía, no obtuvo sino negativas más o menos suaves. Por fin recaló en el Baracaldo, entonces club de 2ª División. Y sobre el mar de tarquín en que solía convertirse Lasesarre, naufragó sin paliativos, física y anímicamente.
Nada sabía hacer, aparte de jugar al fútbol. Cualquier otro hubiese extraído algún rédito de su fama, habría montado un negocio con los ahorros o sabría tirar de influencias. Él no. Tras unos meses en paro y contra lo muchas veces publicado (se adjudica erróneamente su llegada a Trubia durante la temporada 1950-51), el 1 de enero de 1948 «La Voz de Asturias» se hacía eco de su ingreso en el Juvencia, acompañando a dos futbolistas procedentes del Real Oviedo: el interior Soberón y el defensa Paquito, a quien no debe confundirse con el más adelante medio internacional del R. Oviedo y Valencia, también jugador cascarillero unos años después. De su paso por la entidad cañonera se recuerdan especialmente un partido ante el Mirandés, en el campo de Quintana, donde además anotó dos tantos, y el soberbio golazo que hiciese encajar al Caudal de Mieres en Buenavista. Parece que en lo personal dejó muy buenos recuerdos de su breve paso por Asturias, ya que su compañero José Ramón publicó un articulito laudatorio en el álbum de fiestas trubieco ese mismo año, donde decía:
«A Guillermo Gorostiza. La mayor satisfacción que he experimentado en mi larga vida de jugador aficionado (veinte años) ha sido haberle tenido por compañero vistiendo la camiseta del Real Juvencia de Trubia».
Al arrancar la temporada 1948-49 todavía engatusó al presidente del Logroñés, quien para hacer frente a sus demandas económicas -los riojanos se batían en 3ª División- no se le ocurrió otra idea que contratarlo como jugador-entrenador. Los asistentes a Las Gaunas fueron testigos del desastre. ¿Cómo iba a imponer normas quien durante toda su vida no había hecho sino acreditar un total desconocimiento del vocablo «disciplina»?.
Los fracasos, parece evidente, ya no le preocupaban. Su obsesión era seguir tirando en el mundillo del fútbol, consciente de que fuera de él no tenía la menor cabida. A partir de ahí, sin embargo, de regreso a Vizcaya, su destino vistió luto riguroso. Convertido en sombra de sí mismo merodeaba por los bares o se dejaba caer por los hoteles donde pernoctaban los visitantes de San Mamés, buscando entre los expedicionarios algún viejo conocido a quien aplicar el eterno arte del sablazo. Su antigua pujanza física fue quedando en el fondo de los vasos. Ya no era «Bala Roja». Ni siquiera «Bala Perdida». Todo lo más un inútil casquillo después de la deflagración. Un hombre sin familia, sin presente ni futuro, al que además se le hacía dolorosa cualquier tentación nostálgica.
En el arranque de los años 60 estaba irreconocible. Los kilos que se le pegaran durante sus últimos años como futbolista, los que no pudo soltar ni con el constante entrenamiento, se habían esfumado hasta descubrir un rostro enjuto sobre chasis endeble. Así apareció en el blanco y negro de la película documental firmada por Summers «Juguetes Rotos», reclamando un trabajo, una ayuda que le permitiese vivir sin dejar más jirones de dignidad en cada esquina. Años atrás, cuando aún era mito, había co-protagonizado «Campeones» (1942), dirigida por Torrado sobre una producción del gran aficionado y mecenas celtiña Cesáreo González. Puede que gracias al reparto, en el que figuraban Ricardo Zamora haciendo de entrenador, y Jacinto Quincoces, Mesa, Ramón Polo, Gorostiza y el entonces joven galán Carlos Muñoz encarnando a los futbolistas de un club imaginario, la cinta gozó de magníficas taquillas. En ella «Goros» casi hacía de sí mismo, dando vida a un jugador desinhibido, algo golfo y de vuelta en muchas cosas.
El punto final lo puso el miércoles 24 de agosto de 1966, en el sanatorio antituberculoso de Santa Marina, enclavado en la falda del bilbaíno monte Artxanda. No mucho antes había escrito al Valencia C. F., dando cuenta de su desesperada situación y solicitando ayuda económica. Le giraron dinero en recuerdo de los viejos tiempos, y porque el fútbol de entonces, henchido de humanidad, ni imaginaba ser presa, destripados los almanaques, de la ingeniería contable, las dictaduras del marketing y el desprecio a todo cuanto no pudiera ser convertido en guarismo financiero.
Atrás quedaban 19 entorchados internacionales, cuando apenas se disputaban este tipo de choques, 6 títulos de Liga y nada menos que 5 de Copa. Un todo como futbolista y un casi nada como hombre capaz de sobreponerse a las dificultades.
La fatalidad quiso que buena parte de la prensa vasca ni siquiera le otorgase el último homenaje de una buena necrológica. Justo la tarde anterior, «Bolero», un toro azabache de la ganadería de don Álvaro Domecq, había empitonado mortalmente en la plaza de Vista Alegre al banderillero Antonio Ruiz, tiñendo de luto las fiestas patronales. Ese hecho saltaba a las primeras planas y usurpaba el espacio de otras noticias. Tan sólo «Joma», redactor deportivo de «La Gaceta del Norte», derramaba unas gotas de emoción en su breve artículo. Gorostiza había ingresado en el sanatorio el 25 de octubre del año anterior y según el capellán «no dejó de comulgar un solo día». «Joma» escribió que Gorostiza había sido un anarquista en el vivir y en el jugar. «Su mejor virtud fue que ni se pareció a nadie, ni antes, en y después se pareció nadie a él. Es absurdo driblar así, argumentaban. Y él driblaba así. Como ese avanza no se puede tirar a gol. Y él avanzaba como él, y tiraba y marcaba. El Atlético y, por qué no, el Racing de Ferrol también, el Valencia, el equipo de España, los futbolistas del mundo, incluso Rusia y los países satélites, su Santurce, recordarán y honrarán al mejor extremo del mundo, habido y, por ahora, por haber. Guillermo, tu muerte no fue como muchos juzgaron tu juego: a lo loco, sino a lo cuerdo. Ganaste la gran final».
A sus amigos de antaño se les escapó alguna lágrima y Luis Casanova pudo leer en la prensa, emocionado, que bajo la almohada del difunto hallaron una pitillera con dedicatoria, recuerdo de su etapa en Mestalla. «Con las penalidades que pasó al final, con lo mal que andaba de dinero, y no se pudo desprender de aquel regalo -recordaba el mandatario ché-. Quién sabe si no veía en la pitillera el cordón umbilical que le mantuvo unido al Valencia desde la distancia».
Quién sabe. Los futbolistas de entonces sí sentían los colores. El fútbol mismo era un sentimiento y no un libro mayor cargado de números rojos.
.- (1) El propio Gorostiza desconocía la paternidad de su apodo, según declaró en una entrevista. «Debió ocurrírsele a Rienzi o Gobeo, aunque nunca logré averiguarlo. La verdad es que me gustó, pero tanto antes como incluso luego me llamaban Goros».
.- (2) Guillermo recordaba el viaje de esta manera: «Embarqué en el Axpe Mendi pagando las 7,50 pesetas diarias que costaba el viaje y la manutención, con el compromiso de trabajar a bordo. Me dijeron que pintara el barco y estuve haciéndolo durante toda la travesía. Le di no sé cuántas manos. Como ese buque naufragó en la siguiente travesía, me dije que igual se habría desnivelado por la cantidad de pintura que debí ponerle».
.- (3) Luis Colina Álvarez fue de todo en el fútbol pretérito: árbitro internacional, federativo, secretario técnico y gerente, destacando como gran pescador de talentos al servicio del Valencia.
.- (4) Con relación a sus lanzamientos desde el punto de penalti dijo: «No tienen secreto: dureza, puntería y cuanto antes. Un golpe de sangre. Es más, elijo el sitio y tengo la nobleza de indicarle al portero por dónde se lo voy a colar. Es cuestión de potencia y rapidez». Aunque las estadísticas sobre esa época no resultan muy fiables, parece que de sus 30 lanzamientos falló 2: uno enviado al graderío y otro a la madera.