El Athletic Club de Bilbao y los extranjeros
De José Ignacio CorcueraHan transcurrido casi 40 años desde que el Athletic de Bilbao, con el respaldo de la Real Sociedad de San Sebastián, enarbolara la onda de David en su desigual lucha contra un Goliat encarnado por los restantes clubes de fútbol, la Federación Española y el Consejo Superior de Deportes, reos, todos ellos, en el bochornoso espectáculo de falsificaciones y mayúscula corrupción que pasaría a la historia como «Timo de los Paraguayos». Cuarenta años desde las primeras escaramuzas, luego de que el Barcelona encendiese la mecha al no permitírsele inscribir a Irala, paraguayo no menos ilegal que otra treintena de teóricos compatriotas dispersos por nuestra geografía balompédica. Cuarenta años desde aquella monumental chapuza y cerca de 35 desde su más bien simbólica victoria, en defensa no sólo de la legalidad, sino de sus firmes convicciones respecto al valor de la cantera y el producto autóctono.
Lógico que aquella lucha por extirpar de nuestro fútbol a tanto extranjero ilegal, contase con el Athletic como abanderado, podrá argumentarse. ¿Quién sino un convencido defensor de su propio vivero, sería capaz de poner puertas al campo?. Porque cuando todo esto sucedía, durante la primera mitad de los años 70 en el pasado siglo, el Athletic (todavía Atlético por imperativo franquista) llevaba 12 lustros nutriéndose en exclusiva de españoles, de vascos casi en su totalidad, y puestos a hilar más fino, vizcaínos de cuna en un 93% rigurosamente estadístico. Excepciones aisladas como Isaac Oceja o Merodio, cántabro y barcelonés respectivamente por nacimiento, al fin y al cabo no constituían sino anécdotas. Con aquella lucha frente a los falsos oriundos, el Athletic simplemente defendía sus posibilidades deportivas, afianzando unos principios de captación territorial voluntariamente elegidos.
Hasta ahí nada nuevo. La sorpresa llegará para numerosos lectores al descubrir que los extranjeros alineados por el Athletic en competición oficial, determinaron la primera normativa limitadora en nuestro deporte rey. Ocurrió en 1911, hace prácticamente un siglo. Y en ello nada tuvieron que ver los británicos asimilados, tan comunes en nuestro pleistoceno futbolístico, sino una práctica mucho más artera y descarada.
Pero antes de llegar a ese 1911, bueno será ojear siquiera las páginas más vetustas del club vizcaíno.
El primer partido disputado en Bilbao, al menos el primero de que se tienen noticias, tuvo lugar el 3 de mayo de 1884 en la campa de Lamiaco, entre los tripulantes de un buque inglés anclado en la ría y 11 muchachos bilbaínos. Por la crónica de «El Nervión» se deduce acabó «la partida de foot-ball» con victoria británica por «5 puntos». Entonces no había equipo constituido oficialmente. Se supone que quienes jugaron fueron chicos con algún conocimiento del fútbol por haber estudiado en colegios británicos, pues la conexión entre Inglaterra y Bilbao había sido intensa desde el siglo XVIII, respondiendo a razones comerciales.
El primer intento de crear un club arrancaría años más tarde. Su impulsor, Juan Astorquia, tardó poco en localizar el lugar para disputar los partidos: la campa de Lamiaco. Su problema era que sólo contaba con otros 6 futbolistas. Los hermanos Iraolagoitia, Alejandro Acha, Enrique Goiri, Montero y Luis Márquez, además de él mismo. De algún modo se las arreglaron para llegar hasta 11, porque existe constancia de la disputa de partidos en aquel enclave, bajo la denominación de Bilbao F. C.. Como en Lamiaco no se detenía el tren a Las Arenas, los maquinistas aflojaban la marcha para que en los días de partido pudieran saltar a tierra futbolistas y espectadores.
Juan Astorquia, impulsor de aquel proyecto, tenía tertulia en el bilbaíno Café García (ya desaparecido), y allí, en febrero de 1901, se abordó la constitución de otra entidad: el Athletic Club. Tras decidirse el nombramiento de una comisión formada para redactar un reglamento, 4 meses después, el 11 de junio de 1901, fue nombrada en Asamblea la primera junta directiva: Luis Márquez, presidente; Francisco Iñiguez, vicepresidente; José Mª Barquín, Enrique Goiri, Fernando Iraolagoitia, Luis Silva, Amado Arana y Alejandro Acha, vocales. Se nombró también a Juan Astorquia primer capitán, y a Alexander Mills segundo capitán. Algunos, como puede apreciarse, habían formado parte anteriormente del Bilbao F. C. El 5 de setiembre del mismo año se acordaba, por si el asunto no hubiera quedado claro «la constitución de una sociedad para el fomento de los deportes athléticos, y en especial del conocido con el nombre de foot-ball, y que se llamaría Athletic Club». Y entre los postulados de esa recién nacida sociedad figuraba el deseo de «contar con nombres nuestros», en clara oposición a cuanto acontecía en el Bilbao F. C., cuajado de apellidos extranjeros (ingenieros británicos y empleados de oficina, en la por entonces potentísima minería vizcaína). En el Athletic recién nacido, el único británico era Mills (defensa derecho), personaje curioso donde los haya, pues pese a residir en Vizcaya durante casi 25 años nunca llegó a dominar el idioma. Se cuenta que en los días de partido, plantándose ante el taquillero, pedía: «Dame dos turbinas», queriendo solicitarle dos tribunas.
La rivalidad entre ambos clubes fue grande, como se desprende de un anuncio en el que el Athletic desafiaba al Bilbao. A finales de 1901 se disputaron dos partidos, ambos resueltos con empate. Quede para la anécdota una alineación del Bilbao F. C.: Luis Arana; Enrique Careaga, Ugalde; J. Arana, J. Ansoleaga, M Ansoleaga; Langford, Dyer, Butwell, Evans y Guinea. Pese a todo, la rivalidad no era enconada, como acredita el acuerdo entre ambos para formar una selección, una especie de fusión ocasional, de cara a la disputa, bajo la denominación de Vizcaya -o Bizcaya según otras fuentes- la Copa Coronación Alfonso XIII en mayo de 1902, que finalmente obtendrían.
A finales de 1902 el Bilbao F. C. entró en declive. Los presidentes de ambas sociedades, Luis Arana y Juan Astorquia, comprendieron que se imponía la unión. El 29 de marzo de 1903, en asamblea conjunta de ambas sociedades, se decidió la integración del Bilbao en el Athletic, puesto que «concurrían en el Athletic méritos y entusiasmos sobrados para que la nueva Sociedad siguiese ostentando como únicos el nombre y los colores del viejo Club bilbaíno». Desaparecía el Bilbao, decano de la villa, dando lugar al Athletic Club de Bilbao.
Entre los mitos de ese fútbol pretérito habría que destacar a Juan Astorquia. Había estudiado en Manchester y destacando como uno de los mejores futbolistas de las «schools». Decían que dominaba muy bien el cuero, que era habilidoso. Probablemente fuese el tuerto en país de ciegos.
Con respecto a los colores, una curiosidad. El primer uniforme del Athletic fue azul y blanco (camisetas con colores mitad y mitad, adquiridas en Inglaterra). Hace ahora 100 años, cuando fue preciso renovarlas, se encomendó a un jugador del Athletic las adquiriese durante su desplazamiento a Southampton. Allí vio muchas rojiblancas -el club local vestía así-, pero no encontraba blanquiazules. Fue pasando el tiempo y tuvo que elegir entre camisetas rojas y blancas, a rayas, o nada. Y optó por el mal menor. Al fin y al cabo, la bandera de Bilbao era blanca y roja y esos los colores de la Villa desde tiempos del Consulado, una especie de Cámara de Comercio pujante ya en el siglo XVI. El Athletic, a partir de entonces y hasta nuestros días, habría de jugar con la camiseta del Southampton.
Convertido en club rojiblanco y con un fútbol directo, de patadón y carrera desenfrenada, el Athletic continuó bebiendo, hasta saciarse, en fuentes británicas. No sólo porque allí adquirían sus rudimentos básicos numerosos estudiantes, futuros jugadores del club, sino porque llegado el momento de hacerse con un entrenador, pusieron su punto de mira en la Gran Bretaña. Mr. Shepherd fue el primero en arribar, el ya lejano 1911. Según escribió la prensa local, se trataba de un hombre sin especial brillo, que al descubrir el café con leche nada más tocar puerto, apenas si se limitó a otra cosa que no fuera degustarlo con fruición. Aunque duró muy poco, el fracaso no arredró a la directiva bilbaína. En 1913 contratarían a Mr. Barness, laborioso exfutbolista, táctico aplicado y masajista con admirable ojo para pronosticar el alcance y la duración de las lesiones padecidas por sus pupilos. La entidad bilbaína había vuelto golosamente sus ojos hacia el mercado profesional inglés, y aquello trajo sus consecuencias, como inmediatamente veremos.
Por entonces el único campeonato nacional en disputa era el de Copa. O para hablar en puridad, el Campeonato de España, todavía hoy su auténtica denominación. Alzar esa copa equivalía a erigirse en primer club español, a convertirse en referente indiscutido del fútbol hispano, al menos durante un año. Y tanto los directivos como la masa social del Athletic, no estaban dispuestos a dejar pasar semejante oportunidad.
En 1910, meses antes de incorporar a su primer entrenador británico, aquel Athletic tan «amateur» como el resto de los clubes nacionales, dio la campanada. Y eso que el propio Campeonato de España ya resultó harto singular de por sí. Para empezar tuvo 2 campeones distintos: el de la Unión de Clubes y el de la Federación, al estar entonces el balompié dividido entre ambas agrupaciones, en medio de dura pugna por ostentar todo el poder. Pero es que aparte de dos campeones, la competición proporcionaría otros motivos de escándalo cuando el Vasconia de San Sebastián concluyó hincando la rodilla, frente al Athletic Club, en las campas de Ondarreta por un raquítico 0-1. El conjunto bilbaíno, para contrarrestar las incorporaciones donostiarras del anglovasco Goitisolo y los madrileños Pérez, Saura y Prats, había importado a última hora desde Inglaterra a cuatro profesionales: Cameron, Graphan, Burns y Weith. Cuatro hombres sin cuyo concurso el resultado final pudo haber sido otro.
Al año siguiente, justo entre la salida de Mr. Shepherd y el fichaje de Mr. Barness, el Athletic quiso evitar sorpresas, acudiendo a la fase final del Campeonato bien provisto de extranjeros. Conocido el camino hacia el éxito, ¿por qué despreciarlo?, debieron pensar por Bilbao. Que se presentaran los demás, si querían, con fichajes madrileños, catalanes o levantinos, adquiridos ex profeso. ¿Acaso podían ser mejores que los inventores del fútbol, mucho más preparados que cualquier español en el aspecto físico, al ser profesionales de cuerpo entero?. La nueva afrenta bilbaína resultó insoportable para jugadores y directivos easonenses, máxime considerando que la herida del año anterior continuaba sin cicatrizar. Consecuentemente, abandonaron el campeonato sin disputar un sólo minuto.
Y eso que no todo era limpieza en la Real Sociedad, puesto que también ellos habían hurgado por las islas británicas a la caza de refuerzos, con menos suerte, es verdad, al gozar de un presupuesto inferior. Los bilbaínos, en cambio, bien provistas sus faltriqueras, no sólo hallaron tres jóvenes dispuestos a embarcar (Sloop, Martin y Weith), sino que éstos vinieron acompañados de otros dos meritorios denominados popularmente baracaldeses, a raíz de que un periodista los bautizase como Aguirre y Baracaldo, cuando, aparte de no hablar ni palabra de español, sus apellidos respondían en realidad a Harrison y Rous. El lío resultó mayúsculo. Y para que nada faltase, los nervios a flor de piel se tradujeron en algarada cuando la prensa se hizo eco de una supuesta y nunca bien confirmada agresión al madrileño Méndez, mediante llave inglesa y en el mismísimo hotel donde se hospedaba.
Las discusiones, los plantes, e incluso el órdago al campeonato, se produjeron de inmediato. Las Academias Militares de Artillería, Caballería e Infantería, hartas de tan poca formalidad, retiraron a sus plantillas. El Barcelona también regresó a sus cuarteles, expulsado por alineación indebida de Reñé. Con los catalanes se fue, para no ser menos, la muchachada del Fortuna vigués, añadiéndoseles más tarde la Real Sociedad Gimnástica Española, éstos por no perder el tren a San Sebastián, donde tenían concertado un «bolo». Como su choque frente al Athletic empezara con retraso, acabaron retirándose del campo antes del pitido final. Resumiendo, 8 de los 13 clubes inscritos dieron el portazo. Y como quiera que otros dos -Deportivo de la Coruña e Ingenieros Militares- ni siquiera llegaron a presentarse, cabe asegurar que la Copa de 1911 fue el torneo más complicado y polémico de cuantos se han disputado en España.
Pese a tanta irregularidad, quienes aún seguían en competición trataron de alcanzar un acuerdo salomónico. Puesto que el inglés Weith (también Veiths o Veitch, según qué fuentes) había quedado campeón el año anterior formando con los atléticos, su presencia fue admitida. A los demás se les puso el veto, para que el Español de la ciudad condal, único equipo todavía en competición, se aviniese a jugar el partido definitivo contra los bilbaínos, precisamente en Bilbao. Las campas de Jolaseta y seis mil aficionados fueron testigos del 3-1 favorable a los anfitriones. Triunfo que a punto estuvo de no servir para nada, puesto que la Federación anuló el título en un primer arrebato, desdiciéndose más tarde entre acusaciones de favoritismo y palmaria manifestación de debilidad.
Si alguna lección se extrajo de semejante lío fue que en el futuro en modo alguno podía volver a ocurrir nada parecido. Despropósitos de tal calibre no beneficiaban a nadie: ni al fútbol, ni a la raquítica Federación, ni a la Corona, que al fin y al cabo auspiciaba el Campeonato, ni a la pacífica convivencia ciudadana. Desde diversos ámbitos se pusieron manos a la obra. La Federación, por ejemplo, supo dotarse de poder a partir de 1912, organizándose en Regionales o Territoriales, de las que dependerían todos los clubes oficialmente constituidos. Y en cuanto esa fuerza comenzó a hacerse patente, decidió abordar el vidrioso asunto de los jugadores extranjeros, estableciendo por primera vez normas restrictivas. En adelante sólo se permitiría la alineación de 3 foráneos por equipo y partido en los torneos oficiales, siempre y cuando dichos jugadores pudiesen justificar, como mínimo, 3 años de residencia en nuestro suelo, y además hubieran sido inscritos con medio año de antelación.
Contrariamente a cuanto a veces se ha escrito, ello no supuso la total desaparición de apellidos extranjeros en numerosas alineaciones. Los hermanos Mengotti, suizos de nacionalidad por ser hijos del cónsul, aunque castellanos de corazón y nacidos en Valladolid, vistieron el blanco del Madrid y los colores de «Pucela». Juan y René Petit, franceses de Irún, jugaron en el Madrid y con los aguerridos fronterizos. Otros franceses de nacionalidad, como Labourdette, Barroux, Sotés, Germann, Anatol, Molères, Lasalde o Wehrly, aunque alguno natural en Irún, intervinieron regularmente en el por aquellos años potentísimo cuadro irundarra. Y junto a éstos, en tiempos de amateurismo oficial, varios profesionales encubiertos que muy a duras penas hubieran resistido el más benevolente análisis. Por ejemplo, ¿de qué vivía, sino del fútbol, el guardameta internacional galo Lozes, fichado por el Racing madrileño?. ¿Y el sueco del Athletic de Madrid Carrick Trouve?. Los campeones olímpicos uruguayos Urdirán y Scarone sólo pudieron jugar amistosos con el Barcelona, es bien cierto, al no haber residido en nuestro suelo el mínimo legal. Pero casi paralelamente, el meta húngaro Plattko -el de la oda de Alberti-, también internacional, se enfundaba sin problemas la camiseta azulgrana. Hecha la ley, tardó poco en descubrirse la trampa.
Quede sin embargo para la anécdota, o incluso para la historia, que el Athletic, hoy decidido defensor de lo autóctono, inspiró el primer cierre de fronteras en nuestro fútbol por su afición a espigar entre los «pros» de la Gran Bretaña. Aún habrían de transcurrir unos años hasta que la entidad adoptase su riguroso y nunca escrito código de admisión, obedeciendo, justo es decirlo, más a criterios de ideología política que a lo estrictamente deportivo. Pero esta ya es otra cuestión, sobre la que quizás merezca la pena dirigir algún día nuestra mirada.
De momento quedémonos con que la historia de nuestro fútbol es rica en recovecos, y que probablemente por ello depara abundantes sorpresas.