El Ramón de Carranza: un clásico veraniego
De José Ignacio CorcueraCon alguna frecuencia, tanto en Europa como en América, el fútbol de 1ª División suele pasar de largo ante ciertas ciudades. Es como si no estuvieran hechas para el deporte rey, como si el gozo y las miserias del cuero no pudiesen enraizar en sus prados. Casi siempre, esa realidad suele acabar plasmándose en terca espiral: a fútbol de bajo nivel, escasa afición; ante la merma de aficionados, menores posibilidades de relanzamiento; no hallando acicates en él, los jóvenes optan por otras prácticas deportivas; bien por haber formado un buen bloque de baloncesto, hockey, balonmano, atletismo, balón bolea, ajedrez o remo, bien por puro desinterés, el fútbol concluye en la más lóbrega catacumba. Eso pudo haberle ocurrido a Cádiz sin el oportunísimo nacimiento de su ejemplar trofeo veraniego.
Hasta la temporada 1954-55, el club amarillo gaditano estuvo fluctuando entre la 2ª y 3ª División. O para ser más exactos, penando, sobre todo, por el desértico fútbol de bronce, que era como entonces solía denominarse a una 3ª con campos de tierra, vestuarios sin agua caliente y taludes a modo de graderíos. Taludes, por cierto, sumamente resbaladizos en cuanto caían cuatro gotas. Tras doce años midiéndose al San Fernando, Algeciras, Balompédica Linense, Jerez, Iliturgi, Emeritense, Utrera, Badajoz, Cacereño, Linares, Coria, Ceuta, Jaén, Antequerano, Calavera, Melilla o Atlético Malagueño, e incluso a los ya desaparecidos por obsolescencia (Electromecánica) o pura coherencia política (Larache, España y Mogreb de Tánger, Atlético y Español de Tetuán), tuvo lugar el ansiado ascenso a 2ª. Circunstancia, además, coincidente con la inauguración de su nuevo y coqueto estadio municipal.
Aunque aquel estadio se construyera con José León de Carranza ocupando la alcaldía gaditana, el mandatario declinó impusieran su nombre a la construcción, sugiriendo, en cambio, perpetuasen el de su progenitor, José Ramón de Carranza, uno de los más recordados alcaldes de la «Tacita de Plata». Aceptada la propuesta por aclamación, aquel lejano 3 de setiembre el propio José León presidiría la disputa de un torneo inaugural, con el club anfitrión y el poderoso Barcelona como contendientes. Lo de menos fue el resultado. Porque aquel encuentro, el magnífico sabor de boca que de él conservaron afición y autoridades, dejó abierta la posibilidad de instituir un torneo parecido con carácter anual. Acababa de vislumbrarse, por lo tanto, el trofeo Ramón de Carranza. Con el correr de los años, todo un clásico.
Las tres primeras ediciones (1955,1956 y 1957) se disputaron a modo de final, con dos únicos contendientes. Era, todavía, un torneo menor, uno de tantos, al que la tiranía presupuestaria otorgaba carácter casi local (Sevilla y el modesto Atlético de Portugal para la primera edición) o exclusivamente nacional (Sevilla – At. Madrid en la segunda y Sevilla – At. Bilbao en la tercera). La excelente respuesta de los aficionados y una ambición harto encomiable, posibilitaron el siguiente paso: cuatro contrincantes, y por lo tanto otros cuatro partidos, a partir de 1958, con Real Madrid, Sevilla, Wiener austríaco y Roma, inaugurando la nueva fórmula.
El Real Madrid, campeón del primer cuadrangular, contribuyó a otorgarle más prestigio, puesto que con Alonso, Atienza, Marquitos, Lesmes, Santisteban, Zárraga, Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento, entre otros, acababa de revalidar su título en la Copa de Europa, competición aparentemente forjada a su medida. Este hecho, el de mirar siempre hacia los clubes que Europa acababa de consagrar, o los más significados de la por entonces exótica Sudamérica, habría de coronarlo como rey del verano. Eso, y la circunstancia de constituir última puesta a punto antes del arranque liguero español.
El Real Madrid también pudo llevar a sus vitrinas la monumental obra de orfebrería en 1959 y 1960, para decepción de Barcelona, Milán y Standard de Lieja en el primer caso, y At. Bilbao, Stade Reims y Eintracht de Frankfurt en el segundo. El Stade Reims había sido uno de los potentes de Europa en el pasado reciente y el Standard, cuando el fútbol belga constituía temible potencia continental, en absoluto podía compararse a la modesta entidad en que hoy se ha convertido. La edición de 1961 incorporaría como gran novedad dos clubes sudamericanos: Peñarol de Montevideo y River Plate bonaerense. Los uruguayos a punto estuvieron de coronarse campeones, con Cubilla, Spencer, Cabrera, Sassía y Ledesma en su potente vanguardia, donde también Rocha aportaba lo suyo. Pero el formidable Barcelona de Pesudo, Foncho, Rodri, Gracia, Gensana, Martínez, Kocsis, Evaristo, Villaverde y Zaldúa, con Vergés y Garay como hombres de refresco, acabó imponiéndose. El propio club catalán renovaría laureles en 1962, aunque en la segunda tanda de penaltis, con Cubilla, figura uruguaya el año anterior, como refuerzo de oro para el extremo derecho. Incomprensiblemente, la perla charrúa no llegó a cuajar como azulgrana. Su fútbol finísimo fue considerado lento desde el principio, probablemente porque nadie supo ver en él la amplia oferta de cualidades que habrían de convertirlo en el Mundial mexicano de 1970, casi dos lustros después, en una de sus más destacadas figuras. Puestos a entrar con mal pie, a Cubilla llegó a detenerle Yarza su penalti.
El portugués Eusebio, junto al también superdotado Paco Gento, encabeza la clasificación goleadora del Carranza.
Probablemente en 1963 no hubiesen faltado apostadores a favor del Barcelona, como nuevo tricampeón. Pero se lo impidió la apisonadora del Benfica, que con Cavem, Cruz, Coluna, Augusto, Torres, y sobre todo Eusebio, acababa de proclamarse campeón de Europa. Aquel Benfica disputó otras dos finales consecutivas, si bien concluiría doblando la rodilla contra el Betis de Papín, Ríos, Frasco, Ansola, Bosch y Rogelio, en la prórroga, y por un apretado 3-2 ante el Zaragoza de los «5 Magníficos», aunque en la final vistiera el gallego Pais la camiseta número 11 de Carlos Lapetra.
Continuaron sucediéndose campeones españoles hasta 1969. Real Madrid en el 66, Valencia en el 67 y At. Madrid en el 68, pese a la oposición de Torino, Corinthians, Peñarol o Vasco da Gama. Por fin, en 1969, el primer triunfador sudamericano, gracias al 2-0 endosado por el Palmeiras a un Real Madrid donde, junto a los «ye-yés», aún galopaba por su banda Paco Gento. Para entonces, gracias a las retransmisiones de Televisión Española -omnipotente y única referencia audiovisual en los hogares patrios- el Ramón de Carranza se había convertido en gran fiesta deportiva agosteña.
España, a punto de encarar los 70, bien poco tenía que ver con el país amedrentado de 1955. En 14 años parecía haber dado la vuelta, como un calcetín. La decidida apuesta por un turismo de clase media, unida al denodado esfuerzo de tres millones de emigrantes y su equivalencia en divisas, permitió construir carreteras y aeropuertos, modernizar escuelas, electrificar tendidos ferroviarios, mecanizar el campo, introducir productos en la cesta de la compra considerados un lujo hasta hacía bien poco, llenar de «600» los remozados caminos, combatir el invierno con las «catalíticas» a butano anunciadas por Gila, e incluso creer que la vida podía mejorar de verdad sin mediar un pleno de 14 en las quinielas. Nuestras playas, aún desobedeciendo pregones gubernamentales, se iban poblando de biquinis. El vermouth se convirtió en rito tras la misa dominical. Muchos compatriotas, bien por esnobismo, bien tras descubrir la existencia de una destilería en Segovia, concluyeron decantándose hacia el whisky desde el socorrido coñac, por más que beber cierta marca jerezana de «brandy» fuera «cosa de hombres». Y al compás de ese giro copernicano en lo sociocultural, quién sabe si porque el eco de las viejas conspiraciones judeomasónicas hubiesen perdido todo su efecto, o porque las masas sean más fácilmente controlables con los estómagos llenos, el franquismo fue aflojando la mano. Si bien seguía existiendo censura, en el cine se cortaban menos besos. «El graduado» pudo verse, pese a un argumento que apenas 7 años antes habría sido catalogado como gravemente peligroso. No parece que Dustin Hoffman escandalizase a nadie. Si acaso, aquella película sirvió para que muchos jóvenes descubrieran, gracias a su banda sonora, a Simon y Garfunkel. Todo evolucionaba, para desesperación de no pocos curas trabucaires. Incluso en la propia iglesia resultante del Concilio Vaticano II, guitarras y panderetas enmudecieron al armonium. Las mismas letras de canciones «made in spain» iban pasando de lo banal a la sugerencia, e incluso a la protesta, aún sin desterrar, como por otro lado parece lógico, la completa estulticia. España era un país decididamente abierto a las novedades.
Y algunas novedades, siquiera en lo futbolístico, fue cuanto se empeñó en aportar el Carranza gaditano.
Para cuando el Palmeiras de Sao Paulo volvió a levantar el trofeo en 1974 y 1975, mediando triunfos del Real Madrid, Benfica, At. Bilbao y Español barcelonés, ya habían contendido potentes clubes extranjeros: Independiente de Avellaneda; el poderoso Milán de Gianni Rivera; el Peñarol de Ladislao Mazurkiewicz, a la sazón considerado mejor portero del mundo; Botafogo; el Bayern de Munich de Sepp Maier, Beckenbauer, Uli Hoeness o «Torpedo» Muller; la «Juve» turinesa o aquella magnífica apisonadora de Amsterdam llamada Ajax, el excepcional Ajax, base de la «Naranja Mecánica» que anonadase en el Mundial alemán del 74 y que, paradójicamente, ni siquiera pudo llegar a la final gaditana. Al Palmeiras de 1974 y 1975 daba gloria verlo. Y eso que, a priori, sobre todo en 1974, se esperaba más de otros conjuntos. Del Santos, cuya referencia seguía siendo «O Rey» Pelé, y del Barcelona comandado por Cruyff, a quien todos consideraban príncipe heredero.
Pero el fútbol está lleno de sorpresas y aquel torneo las sirvió por partida doble. El Español derrotó en semifinales al idolatrado Santos de Carlos Alberto, Ze Carlos y Pelé, en tanto la muchachada del Palmeiras dejaba en la cuneta a los culés. El ansiado choque catalanopaulista pudo verse, sí, aunque tan sólo para determinar el orden de los colistas. El Barcelona batió a sus rivales por 4-1, quedando para Pelé, ya sombra de sí mismo, el pobre orgullo de salvar, mediante lanzamiento desde el punto de penalti, el honor santista. En la final, como ocurriría al año siguiente, frente al Real Madrid, los Leao, Luiz Pereira, Leivinha, César, Ademir o Edu, dejaron bien sentado por qué Brasil ocupaba el Olimpo balompédico.
Pese a todo, el Palmeiras no pudo añadir su nombre al de quienes ya habían festejado tres éxitos consecutivos. Se le cruzó un At. Madrid que para entonces contaba con dos de las anteriores estrellas campeonas: Luiz Pereira y Leivinha. Dos auténticos superdotados. Dos prodigios sobre el césped, sin nada en común. Anárquico, sobrado, indisciplinado tácticamente, juerguista, fumador no muy a escondidas, carismático, jovial hasta el exceso y obsesionado por marcar goles, el primero, pese a que su puesto en el eje defensivo exigiera otras aplicaciones. Y más callado, más veloz, más técnico, más permeable a las órdenes del banquillo, el segundo. A Pereira sólo parecía capaz de ponerle freno su propia esposa, una auténtica autoridad, según recuerdan quienes por aquella época compartieron vestuario e instalaciones colchoneras. Y a Leivinha, todo inteligencia, clase y pundonor, decidieron pararlo varios defensas de la especie que hace 35 años tanto abundaba. Hoy serían consideramos sacamantecas, conserjes de reformatorio, carabineros del antifútbol, si no carne de juzgado. Pero entonces, aún lesionándolo repetidamente, se fueron de rositas. Leivinha regresó a Brasil, tan mermado como descontento por sus varios meses en el dique seco, porque el cúmulo de patadas alevosas le impidió brillar conforme debía con su selección. Los perros de presa pudieron colgar las botas, impunes, sin aparentes borrones en sus hojas de servicio, mientras él entonaba un adiós anticipado a la gloria.
Entre tanto, los colchoneros, acaudillados por Luis Aragonés desde el banquillo, repitieron éxitos en 1977 y 1978, ante el Inter de Facchetti, Baresi, Merlo, Pavone, Anastasi y Altobelli, primero, y el River Plate de «Pato» Fillol, Passarella, Luque y Ortiz, después. En 1979, edición XXV del Carranza, un nuevo campeón brasileño, el Flamengo de Tita, Zico y Julio César, que reforzado con Marinho volvería a llevarse otro trofeo en la siguiente convocatoria. Y por fin, en 1981, el primer triunfo de los anfitriones.
Para entonces el Cádiz ya no era un club tan modesto. De penar en 2ª, e incluso retroceder hasta la 3ª en 1968-69, de traspasar a sus figuras (Miguel al Deportivo de La Coruña por 750.000 ptas., Lara al Granada por 500.000, Juanito al Barcelona por 3 millones y medio, Andrés al Real Madrid por 7 justos o Migueli al Barcelona por 12) para equilibrar balances, había pasado a militar entre los grandes, luego de quedar subcampeón de 2ª en 1976-77, con Mané, Villalba, Botubot, los veteranos Barrachina y Quino, el chileno Carvallo y los vascos Santamaría, Urruchurtu, Ibáñez, Otaolea o Cenitagoya. De manera que siendo ya un «grande» y con el milagroso Manuel Irigoyen dirigiendo la entidad, nadie podría considerar caprichosa su inclusión en el Carranza. Abonado al último puesto las ediciones 1977, 1979 y 1980, se deshizo en semifinales del CSK de Sofía en la tanda de penaltis e hizo historia frente al Sevilla, cuando Dieguito, atacante pinturero y bullicioso por cuya sangre corría en igual medida la fiebre del fútbol y el flamenco, marcó a 5 minutos del final el único tanto del partido. Como si hubieran tomado la medida al torneo, los amarillos volvieron a imponerse en 1983, tras prórroga y lanzamientos de penalti, luego de que el Real Madrid se tomara revancha de la Liga en el 82, frente a los donostiarras de la Real Sociedad. Y aún alzarían otro trofeo en 1985, ante el Gremio de Porto Alegre, otra vez gracias a su mayor precisión desde el punto de penalti.
Dieguito se hizo un hueco en la historia del Cádiz y del Trofeo Carranza, al batir a Buyo en 1981. Tras colgar las botas impartió clases de baile flamenco.
Los años 90 consagraron al Ramón de Carranza como el más grande de nuestros torneos veraniegos. Entonces soplaban muy malos vientos por otras latitudes. La avaricia de ciertos intermediarios, el desinterés de algunos públicos, la cada vez más acendrada costumbre de viajar por la península, nuestras islas o el extranjero durante el mes de agosto, aprovechando las vacaciones, crisis de patrocinio derivadas de puntuales repliegues económicos, a los que nuestro país parecía haberse apuntado, y hasta el simple cansancio, concluyeron con el entierro de numerosos cuadrangulares nacidos a su rebufo. El Carranza sobrevivió, aún cuando la bandera deportiva ciudadana se precipitase en 2B, eufemismo federativo equivalente a la antigua 3ª División, e incluso cuando todo parecía indicar la desaparición amarilla por ruina estrepitosa.
Las aguas, afortunadamente, no llegaron a mal río. Y hoy, tanto el Cádiz, con marcha dubitativa por la división de plata, como el trofeo Ramón de Carranza, dueño de su propio trono entre los más grandes, prosiguen, orgullosos, una digna andadura.
Hitos del Ramón de Carranza
.- Récord de goles en un solo partido: Alfredo Di Stéfano.
.- Máximos goleadores del torneo: Eusebio (Benfica) y Gento (R. Madrid), 8 tantos.
.- Algunas estrellas internacionales presentes en el Carranza con clubes extranjeros: (Leao, Pelé, Luiz Pereira, Leivinha, Zico, Marinho, Jair, Edu, Rivelino, (brasileños); Fillol, Santoro, Pastoriza, Passarella, Luque, Yazalde (argentinos); Kruyff, Neeskens, Hulshoff (holandeses); Mazurkiewicz, Cubilla, Matosas padre (uruguayos); Maier, Beckembauer, Hoeness, Muller (alemanes); Albertosi, Rivera, Maldini, Facchetti, Merlo, Altafini, Prati, Anastasi, Corso, Capello (italianos); Costa Pereira, Germano, Coluna, Eusebio, Graça, Torres, Simoes, Jordao (portugueses); Fazekas y Nagy (húngaros); Seminario (peruano); Luis Suárez (español).
José Ignacio Corcuera